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Lee contemplaba los campos verdes y ondulados desde la ventana de su dormitorio. Podía ver la pista de carreras que su tía había cons­truido hacía tres años, cuando Lee la había convencido —con la ayuda de lord Claymont— de que no sólo debían criar purasangres, sino también hacerlos correr.

La pista no era grande, pero sí lo suficiente para el entrena­miento de carreras sin obstáculos, y en ese momento, Caleb Tanner estaba allí trabajando con Noir. No estaba segura, pero había en­trevisto una cabellera rojo brillante, y pensó que Jimmy Murphy debía de estar montando al caballo. Jimmy había empezado en el es­tablo como mozo de cuadra, realizando las tareas de menor categoría, pero Tanner había visto en él un talento hasta la fecha ignorado.

A sus dieciséis años, Jimmy era bajo para su edad y, dado que sus hermanos mayores también lo eran, había muchas posibilida­des de que no fuera a crecer mucho más. Desde la ventana del piso superior Lee observó a caballo y jinete moverse pesadamente alre­dedor de la pista, situada al este del establo. La mañana estaba to­cando a su fin, pero todavía quedaba tiempo para dar un paseo a ca­ballo si se daba prisa.

En consideración a lo tardío de la hora y al hecho de que los habitantes de la casa ya estaban despiertos, se puso su traje de ama­zona de color verde oscuro y se dirigió a la cuadra. Coeur asomó la cabeza por encima del compartimiento y soltó un leve relincho. Lee lo condujo afuera y le cepilló el pelaje, esperando que apareciera alguno de los mozos de cuadra para ayudarla con la pesada silla de mujer. Pero quien apareció fue el viejo Arlie, que se acercó a ella con su habitual crujir de huesos.

—Quia, señorita, deje que lo ensille por usted.

La silla de mujer pesaba mucho y era imposible que Arlie pudie­ra levantarla. Juntos tal vez lo conseguirían, pero Lee no quería herir la susceptibilidad del anciano.

—No se preocupe, Arlie. Creo que Billy está por ahí, en alguna parte. ¿Por qué no dejamos que se ocupe él?

—No sea tonta, criatura. ¿Cuántos caballos le habré ensillado a lo largo de los años?

Antes de que pudiera detenerlo, Arlie levantó la pesada silla que colgaba de la pared. Con las delgadas piernas temblándole por el esfuerzo de sujetar el enorme peso de la silla contra el pecho huesu­do, el viejo trastabilló de espaldas un instante antes de bambolearse hacia delante.

—¡Arlie! —gritó Lee, mientras el anciano volvía a trastabillar ha­cia atrás.

Lee se abalanzó hacia delante y estiró los brazos para ayudarlo a sostener la silla. Un instante más tarde, Lee, Arlie y la pesada silla de mujer con su sillín acolchado se estrellaron contra el suelo.

Lee se quedó allí tendida durante varios segundos, debajo de la silla y encima de Arlie, sin respiración, aterrada por si había matado a su antiguo caballerizo.

Entonces alguien levantó la silla, y un sonriente Caleb apareció encima de Lee con la silla colgada de uno de sus anchos hombros.

—¿Necesitan ayuda?

Alargó el brazo para coger la mano a Lee y la puso de pie de un tirón. Avergonzada, deseando poder borrar la risa de aquel rostro hermoso, Lee volvió su atención hacia Arlie, todavía despatarra­do sobre el suelo de la cuadra y pestañeando hacia ella con ojos de mochuelo como si no tuviera idea de dónde se encontraba.

—¡Arlie! ¿Se encuentra bien?

El anciano estiró la mano para coger la que Caleb le ofrecía y se puso de pie con no poca dificultad.

—Perfectamente, señorita. Como nuevo. Rebosante de salud. Perdí un poco el equilibrio; eso es todo.

—Sí, ya me di cuenta. —Lee se volvió hacia Caleb y vio que éste intentaba reprimir otra sonrisa—. ¿Qué está mirando, señor Tanner? Ya que no parece tener ningún problema en levantar la silla, ¿por qué no la pone sobre Grand Coeur?

CAMINOS DEL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora