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Llegó el día de la Gold Cup y Vermillion, en compañía de su tía y de varios carruajes llenos de miembros de su grupo alegremente ataviados, abandonó la casa y se dirigió al hipódromo. Aunque el sol relucía sobre la hilera de carruajes que flanqueaban la pista, un viento fuerte sacudía las banderas y banderines situados a lo largo de la distancia que correrían los caballos.

Sentada en el carruaje junto al coronel Wingate, Vermillion contemplaba el colorista espectáculo y a los yóqueys que daban vuel­tas por los alrededores vestidos con los brillantes colores de las cuadras de sus patronos: el escarlata y azul del conde de Winston, el imponente verde y oro que representaba al duque de Chester, el familiar blanco y morado del conde de Rotham...

Desde donde estaba podía ver a la condesa, sentada enfrente del conde en un coche situado un poco más adelante. La ocasional asis­tencia conjunta venía motivada por el decoro. El coronel Wingate, sentado enfrente de la tía Gabby y al lado de Vermillion, se inclinó hacia ésta.

—Es casi la hora, querida. Con su permiso, me gustaría hacer una apuesta en su nombre. —El coronel, ataviado con el uniforme completo del regimiento de la Caballería Real, con las charreteras bri­llando sobre la casaca roja, tenía un aspecto imponente—. He habla­do con su tía —dijo, y se atusó el negro bigote—. Si Noir gana la carre­ra, intentaré organizar una fiesta esta noche para celebrarlo.

Vermillion sonrió.

—Eso sería magnífico, coronel.

En algún momento de los últimos días, había eliminado a Win­gate como candidato a protector, pero, en el más puro estilo militar, el coronel se había negado a abandonar la lucha.

—¿Y la apuesta? —insistió el coronel.

—Aceptaría encantada.

Wingate, amigo íntimo de lord Claymont desde el internado, contaba con la predilección de tía Gabby. Quizá fuera ésa la razón de que ésta hubiera hablado en nombre del coronel en relación con su petición como protector. «Wingate es un oficial muy respetado, querida —le había dicho—. Es inteligente y amable, si bien un poco es­tirado en ocasiones. Y ya te habrás dado cuenta de que te adora.»

Wingate estaba como loco con la idea de acostarse con ella, pensó Vermillion, de vencer a hombres más jóvenes y, por tanto, de demostrar su virilidad. Pero ella ya no estaba interesada en el coro­nel y no creía que eso fuera a cambiar. Como si de la carrera que estaba a punto de empezar se tratara, había limitado los competido­res a Mondale y a Nash, que, ante la proximidad de su cumpleaños, llegaban a la meta cabeza con cabeza.

El asistente de Wingate, el teniente Oxley, habló cuando el co­ronel se levantó para marcharse.

—¿Quiere que la haga por usted, coronel? El punto de apuestas está justo allí, detrás de los árboles.

El teniente era un joven de unos veintitantos años, con el pelo rubio rojizo y los ojos color avellana, y también lucía el mismo im­ponente uniforme escarlata. Aunque no era precisamente apuesto, cierto aire de encantadora timidez lo hacía atractivo.

—Gracias, teniente. —Wingate le entregó una bolsa de monedas y lo instruyó acerca de cuánto quería apostar por cada uno.

Oxley se marchó y Vermillion se agitó en el asiento, inquieta por que empezara la carrera.

Vio a Caleb Tanner por el rabillo del ojo; caminaba hacia ella con el mismo porte enhiesto que el coronel, una circunstancia que ella ya había advertido con anterioridad. A su lado, un hombre más bajo, vestido con una casaca gris oscura y unos pantalones gris per­la, se afanaba en igualar las zancadas de las largas piernas de Caleb.

CAMINOS DEL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora