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Lee, que se había vestido con pantalones de montar y botas, se ha­llaba al lado de Arlie en mitad de la cuadra. Juntos observaban a Caleb Tanner paleando estiércol de uno de los compartimientos abiertos. La semana del caballerizo había acabado, de modo que, al final de esa jornada de trabajo, la apuesta que Caleb había perdido estaría saldada.

Arlie se rió entre dientes sin hacer ruido.

—Ganó él, ¿sabe?

Lee desvió la atención de Caleb a su antiguo caballerizo.

—¿Qué dice? Yo gané la carrera —replicó la joven—. Por eso está pagando la apuesta.

Los finos labios de Arlie se curvaron en una sonrisa y Lee pudo ver que le faltaban dos dientes.

—Se paró, eso es lo que hizo. Justo al final. Estuvo clarísimo. Yo estaba ahí fuera cuando lo hizo.

La incredulidad hizo que los ojos de Lee se abrieran como platos.

—¿De qué está hablando? ¿Me está diciendo que Caleb Tanner me dejó ganar esa carrera?

—Lo que digo es que él la habría ganado. Se comportó como un verdadero caballero, sí señor.

Lee sacudió la cabeza.

—No me lo creo. Nada le habría gustado más a Caleb Tanner que verme aquí limpiando todos esos compartimientos. —Le lanzó una mirada—. Si fue él quien ganó la carrera, ¿por qué no me dijo algo antes?

Arlie encogió los huesudos hombros.

—No podía hacer eso, ¿no le parece? No seré yo quien pro­voque que una dama haga esa clase de trabajo. Me pareció que era mejor que paleara él que no usted.

Lee clavó la mirada en Caleb, que estaba concentrado en su ta­rea al final del establo. Se había quitado la camisa, que colgaba de un lateral del compartimiento. Los músculos de la ancha espalda, reluciente por el sudor, se tensaban cada vez que levantaba una pa­letada. Tenía la piel suave, bronceada por el sol, y el pelo, húmedo por el sudor, se le rizaba en la nuca. Lee permaneció allí durante un instante, hipnotizada por la visión que se le ofrecía a los ojos, in­tentando ignorar una extraña clase de desasosiego y un divertido revoloteo en la boca del estómago.

Arlie se alejó arrastrando los pies sin dejar de reírse entre dientes, y el genio de Lee se avivó. Cogió una horca de la pared y se dirigió al final del establo hecha un basilisco.

—¡Fuera! Aquí ya ha terminado. —Ignorando la expresión de asombro de la cara de Caleb, se dobló por la cintura y empezó a sa­car del compartimiento la paja mojada y el estiércol.

Caleb le quitó la horca de la mano de un tirón.

—¿Qué demonios cree que está haciendo?

Lee se giró hacia él y se puso en jarras.

—¡Usted ganó la carrera! ¡Eso es lo que dice Arlie! ¡Ahora, salga de aquí y déjeme trabajar!

Caleb inició lo que acabó siendo una sonrisa en toda regla.

—¿De verdad lo habría hecho? ¿Habría limpiado los comparti­mientos?

—¿Qué es lo que pensaba? —replicó Lee—. ¿Que no mantendría mi apuesta? ¿Supuso que podía dejarme ganar porque daría lo mismo?

Alargó el brazo, le quitó la horca de las manos y empezó a lle­nar la carretilla con furia.

Caleb frunció el ceño. Se acercó a ella con expresión sombría, extendió el brazo por encima y volvió a arrebatarle la horca de un tirón.

CAMINOS DEL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora