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Por el día, Caleb seguía con su trabajo con los caballos. Como hijo menor del conde de Selhurst, se había criado en la propiedad familiar de York. En Selhurst Manor, su padre poseía y criaba al­gunas de las mejores razas de caballos de carreras de Inglaterra. El amor por los caballos y por las carreras era lo que padre e hijo tenían en común.

Los caballos le habían llevado a hacerse oficial de caballería y a la decisión de hacer del servicio su profesión. En ese momento, y de una manera inesperada y extraña, estaba disfrutando de su sencilla jornada de trabajo en la cuadra y de la emoción de ver que un animal con el que había trabajado se enfrentaba a una selección de los me­jores animales de cría... y ganaba.

Era por las noches cuando se sentía tenso y con los nervios de punta, frustrado por la falta de progresos en su misión.

Para más inri, observar a Vermillion con su inacabable cuadrilla de lánguidos admiradores le dejaba un mal sabor de boca. En Epsom, ella se había pasado la mayor parte del tiempo con Mondale. Ca­leb, que había vivido en Londres sólo durante una breve temporada y rara vez se movía en sociedad, no había conocido al caballero, pero las habladurías sobre él menudeaban. Mondale era uno de los crápulas de peor reputación de Londres.

Caleb no acababa de comprender qué es lo que veía Vermillion en aquel lechuguino de sonrisa tonta. Para él no era más que un za­fio arrogante, y sólo de pensar en Vermillion y él juntos se le hacía un nudo en el estómago. Se esforzaba en no imaginar las pálidas manos de aquel petimetre sobre los exquisitos senos de Vermillion, y procuraba no verlo en su mente compartiendo cama con ella. Se de­cidió a arrumbar las indeseadas imágenes y se obligó a concentrar­se en el trabajo que lo había llevado allí.

Era casi medianoche. La oscuridad se había asentado sobre los campos y praderas que rodeaban la casa y envolvía el paisaje en si­lencio. Caleb se apartó de la ventana de la parte trasera de la man­sión. El frondoso y abundante follaje que rodeaba los cristales de la ventana con parteluz lo convertían en un lugar seguro para observar el salón y la escalera que conducía al segundo piso. Esa noche la casa estaba en silencio —algo insólito—, y las mujeres Durant se habían retirado a sus respectivos dormitorios de la planta superior.

Con anterioridad, Caleb había visto llegar a lord Claymont, un hombre imponente que frisaba los cincuenta, y lo observó dirigirse a la parte trasera de la mansión, hacia una entrada privada cubierta por la espesura de la hiedra. Nada más entrar, apreció Caleb, había una escalera que en principio conducía a la habitación que ocu­paba la amante de milord, Gabriella Durant.

Se decía que durante los últimos cuatro años Gabriella había abandonado a sus otros amantes en beneficio de una relación du­radera con Claymont. Por lo que Caleb había podido ver hasta el momento, el chisme parecía cierto. La mujer se estaba haciendo mayor, y su belleza empezaba a desvanecerse sutilmente. Quizá sen­tía que había llegado el momento de decidir su interés por un hombre en concreto. Fuera cual fuese el motivo, Gabriella estaba en la cama con su amante; Vermillion también había subido y, como todas las noches desde la llegada de Caleb, se había retirado sola.

Caleb no acababa de estar seguro de lo que aquello significaba. Durante la reunión para recibir instrucciones a la que había asistido a su llegada a Londres, el coronel Cox le había transmitido un ru­mor acerca de que Vermillion tenía intención de acabar con su ro­sario de asuntos amorosos. Había prometido escoger un protector de entre sus actuales amantes durante su cumpleaños. Quizás había decidido permanecer célibe hasta entonces.

Fuera lo que fuese, esa noche no había mucho que él pudie­ra descubrir. Caleb se alejó de la casa y atravesó el patio hasta la cuadra, decidido a recuperarse del mucho sueño atrasado. Esperaba encontrar el establo a oscuras, de modo que redujo el paso cuando advirtió el resplandor de un farol que ardía en uno de los compartimientos de los caballos y oyó el suave rumor de la paja al ser pisada.

CAMINOS DEL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora