La tarde pasó y se hizo de noche. La luna había desaparecido, oculta por una densa capa de nubes negras que amenazaban lluvia. La espesa niebla que se levantó sobre la tierra mojaba la larga capa negra de lana que cubría los hombros de la mujer. Tenía el pelo húmedo bajo la capucha, y unos finos mechones de la nuca le colgaban por el cuello delgado.
No le gustaba salir en una noche así. Mientras caminaba por el estrecho sendero que conducía al pueblo, todas las sombras semejaban criaturas espantosas prestas a saltar de la oscuridad, y el suelo húmedo y poroso distorsionaba los sonidos de la noche impenetrable.
No importaba. Tenía que verlo. A esas alturas él confiaría en que ella tuviera algo para él, y no quería decepcionarlo.
Se iban a encontrar en el lugar habitual en el pueblo, un pequeño cuarto abuhardillado encima de la posada del Jabalí Rojo. Nunca hablaban en la casa. Era demasiado peligroso, decía él, porque la gente podría verlos. Le era igual. A ella no le importaba escabullirse, ni siquiera en una noche así. Por él, no. Y allí no tenía que compartirlo.
Cuando subió la escalera exterior pegada a la umbrosa pared que cubría una espesa hiedra verde grisácea, él estaba esperando. En la penumbra tan sólo iluminada por la luz de un sencillo candil de aceite, parecía tan atractivo como la primera vez que lo había visto; aún más, con cada año transcurrido. Él la recorrió con la mirada, escudriñándola de pies a cabeza, y ella sonrió ante el brillo de interés que apareció en los ojos del hombre.
—Cariño, esta noche estás deslumbrante.
Ella se ruborizó y sonrió, complacida porque parecía aprobar el nuevo vestido de muselina azul que se había hecho con el dinero que él le había dado la última vez que estuvieron juntos.
El hombre le retiró la capucha de la capa, le deshizo la lazada del cuello, le quitó la prenda mojada y la dejó sobre el respaldo de una silla de madera.
—El vestido te sienta muy bien. Te realza el color de los ojos.
El cuarto era pequeño y sencillo, y sólo estaba ocupado por una cama de listones y una mesilla de noche, un tocador con una jarra y una jofaina desportilladas, además de la solitaria silla de madera. Quizás aquello fuera el motivo de que la elegante figura del hombre pareciese dotada de semejante fuerza.
—Me he enterado de una cosa —dijo ella con su leve acento francés—. Puede que sea importante. Supe que querrías oírlo en cuanto pudiéramos citarnos.
El hombre se acercó un poco más, hasta que ella pudo percibir el leve aroma a brandy de su aliento y la cara colonia que utilizaba.
—Pensé que tal vez sólo me echabas de menos. —El hombre llevaba las manos cubiertas con unos suaves guantes de cabritilla amarillos. Se los quitó tirando parsimoniosamente de cada una de las puntas de los dedos y los echó sobre el asiento de la silla—. Confiaba en que tal vez quisieras que continuáramos donde lo dejamos la última vez que estuvimos aquí.
«La última vez que estuvimos aquí.» Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la mujer. No lo había olvidado. Nunca olvidaba las breves horas que pasaba con él.
—Deseo estar contigo a todas horas. Ha pasado demasiado tiempo desde que estuvimos juntos.
El hombre levantó la mano y le acarició la mejilla, y las entrañas de la mujer se conmovieron. Todo cuanto tenía que hacer era mirarla, y ella se derretía por dentro. Cerrándole la mano sobre la nuca, la atrajo hacia él. Le ahuecó la mano sobre uno de los senos y apretó, con suavidad al principio, luego con más fuerza, hasta el punto exacto en que el placer se confundía con el dolor.

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CAMINOS DEL CORAZÓN
RomanceVermillion Lee Durant es una joven seductora dispuesta a permanecer leal al destino para el que ha nacido. Pero para el capitán Caleb Tanner, un oficial británico que persigue a un espía de los franceses, puede que sea algo mas que una joven coquet...