Caleb observó a la pequeña figura mientras ésta se alejaba colina abajo. Tenía una erección punzante, dolorosa por el deseo no satisfecho, pero era la tensión en el pecho lo que no podía ignorar. Si cerraba los ojos, podía seguir viendo la cara de Vermillion, la humedad de sus hermosos ojos del color de las aguamarinas. Lo había mirado fijamente, como si la hubiera herido de alguna manera, como si ella hubiera depositado cierta confianza en él, y la hubiera traicionado.
«¡Por todos los diablos!» Era una locura. Esa mujer era una de las cortesanas de peor reputación de Inglaterra. Podría ser joven, pero ya había tenido innumerables amantes. Los cuentos sobre sus hazañas circulaban con regularidad por los clubes de caballeros de Londres. En ese momento, incluso se cruzaban apuestas sobre cuál de sus amantes acabaría siendo elegido como protector.
Era una locura haberla besado, lo sabía, pero, desde su reunión con el coronel Cox, las visiones de los labios carnosos y el cuerpo exuberante de Vermillion no habían dejado de perseguirlo. Parecía incapaz de pensar en otra cosa.
Una relación íntima, creía el mayor Sutton, podría revelarse de gran utilidad. «Seducir a la seductora.» ¿Por qué no? Incluso el coronel Cox creía que la idea podría tener sus ventajas. ¿Quién sabía lo que llegaría a descubrir?
Pero no había esperado que sus besos fueran tan dulces, ni que ella se comportara como la muchacha inocente que a veces aparentaba ser, ni tampoco el ataque salvaje de celos que había sentido cuando Vermillion mencionó a su amante.
Ni siquiera había esperado ver las lágrimas en sus ojos cuando se dio la vuelta y se alejó a caballo.
«¡Maldita sea mi suerte!»
Caleb se maldijo mientras montaba a lomos del zaino. Era un oficial del ejército británico, un hombre al que se le había encomendado una misión importante. ¿Qué iba a decir al coronel Cox si Vermillion le ordenaba hacer las maletas, si lo despedía porque era incapaz de controlar su lujuria? ¡Por los clavos de Cristo! La idea se le hizo insoportable.
Tenía que disculparse; sin rodeos. Rezó para que con eso fuera suficiente.
Gabriella Durant, que estaba sentada enfrente de su amiga Elizabeth Sorenson, lady Rotham, conversando con ella, oyó un portazo en la parte trasera de la casa. Minutos más tarde, reconoció los pasos de Vermillion en el vestíbulo, seguidos del taconeo de sus botas de cabritilla al subir corriendo la escalera.
Gabriella se levantó del sofá del salón y se dirigió a la entrada.
—¿Vermillion? No has debido tardar tanto, querida —dijo la tía Gabby—. Lord Nash va a venir esta tarde. Espero que no lo hayas olvidado. Prometió llevarnos a la ciudad a ver las últimas incorporaciones al Museo de Figuras de Cera de madame Tussaud.
Pero Vermillion no contestó. Gabriella suspiró mientras volvía al salón, una pieza impresionante decorada en tonos azules claros y cremas, con muebles con dorados e incrustaciones de marfil y cortinas de damasco azules y oro. Un jarrón chino esmaltado, rebosante de tulipanes, descansaba sobre la repisa de mármol de la chimenea.
—Confío en que esté bien —dijo al llegar—. Últimamente me ha tenido preocupada.
Elizabeth levantó la taza de porcelana con el borde dorado y bebió un poco de té.
—¿Por qué diablos habrías de preocuparte? —le preguntó lady Rotham.
—No lo sé con exactitud —respondió Gabriella—. Ha estado comportándose de un modo un poco extraño. Quizás esté nerviosa. Pronto será su cumpleaños, y ha prometido escoger a su protector. Puede que haya cambiado de opinión.

ESTÁS LEYENDO
CAMINOS DEL CORAZÓN
RomanceVermillion Lee Durant es una joven seductora dispuesta a permanecer leal al destino para el que ha nacido. Pero para el capitán Caleb Tanner, un oficial británico que persigue a un espía de los franceses, puede que sea algo mas que una joven coquet...