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Por el cielo corrían negros nubarrones, y el aire olía a hojas mojadas y a barro. El rítmico sonido de los cascos de los caballos desaparecía bajo el grave quejido de los truenos. Se acercaba una tormenta. Sentada en el interior del elegante birlocho de las Durant junto a Jeannie, Lee se alisó la falda del vestido de sarga de estambre negro que se había puesto para el funeral de Mary y se quitó el sombrero a juego, confiando en que llegaran a Parklands antes de que el cielo se abriera y empezara a diluviar en serio.

Dejó el sombrero sobre el asiento, entre ella y su doncella, y puede que suspirara, porque la cabeza rubio platino de su tía se alzó del libro que había estado leyendo.

—Pobrecita mía. —Gabriella cerró el libro y lo dejó en el asiento junto a ella —. Sé lo terrible que todo esto ha sido para ti, pero no fue culpa tuya. Hiciste todo lo que estaba en tus manos para ayudar a la pobre Mary.

Lee miró fijamente a través de la ventanilla y vio el fogonazo de un relámpago en la distancia.

—Supongo que sí —dijo —. Sólo lamento que no fuera suficiente.

Tanto tía Gabby como Jeannie la habían acompañado al sencillo servicio funerario en la iglesia parroquial cercana a la casa de Buford Street. Habían asistido Helen, Annie, Rose y Sarah, y sin embargo se había sentido insoportablemente sola. En un acceso de locura, deseó que Caleb hubiera estado allí, pero la idea era tan absurda que la apartó de su mente.

—No paro de pensar en ella. No lo entiendo. ¿Por qué saldría de casa en mitad de la noche? ¿Por qué querría alguien matarla?

—Sea cual fuese la razón, no tenía nada que ver contigo —dijo Gabriella —. Tienes que olvidarlo, querida. Puede que con el tiempo el agente de policía sea capaz de detener al hombre que la mató. Hasta entonces de nada sirve que te tortures.

A su lado, Jeannie se incorporó en el asiento.

—Oui, espero que lo atrapen. Nada me gustaría más que verlo colgado.

—Ojalá pudiera decirles algo útil, algo que les sirviera de ayuda —dijo Lee.

Pero no podía. No tenía ni idea de por qué Mary había abandonado la seguridad de su hogar, ni de con quién podría haberse encontrado ni la razón de que así lo hiciera.

—El asunto está en manos de las autoridades —dijo tía Gabby —. Ahora es responsabilidad suya llevar ante la justicia al asesino de Mary.

Pero no importó la de veces que su tía siguió recordándole que la muerte de Mary no era asunto suyo; las preguntas seguían arremolinándose en su mente. A la hora de la cena tenía un dolor de cabeza martilleante. Pidió que le subieran una bandeja a su habitación y permaneció despierta hasta bien entrada la noche pensando en Mary.

Eran bien pasadas las doce de la noche y seguía sin poder conciliar el sueño. Al final, cediendo a la inquieta desazón de la que parecía no poder liberarse, apartó de un tirón la colcha de seda rosa y saltó de la gran cama con dosel. Se echó una bata guateada amarilla sobre el camisón, se detuvo para encender una vela y se encaminó a la planta baja con la idea de que quizás un vaso de leche la ayudaría a dormir.

La casa estaba en silencio, y la cocina, vacía. Al dirigirse a las ventanas posteriores de la cocina, vislumbró el brillo de un farol en el extremo más alejado del establo. El viejo Arlie y los demás mozos de cuadra estarían durmiendo en sus dependencias, situadas en la parte opuesta. Dudó sólo un instante antes de apagar la vela, dejarla sobre una mesa larga de madera y dirigirse a la puerta.

Sabía lo que la arrastraba, consciente de que necesitaba ver a Caleb. Deseaba que la abrazara como ya lo había hecho anteriormente y que le hablara de aquella manera tan dulce que tenía; necesitaba que la aliviara de sus preocupaciones.

CAMINOS DEL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora