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—Buenas tardes, capitán Tanner.

—Buenas tardes, coronel. Le pido disculpas por mi aspecto, pero no tuve tiempo de cambiarme —dijo Caleb, que aún iba vestido con la burda camisa y los pantalones de montar.

Se paró delante de la mesa del despacho que el coronel Cox ha­bía requisado en Whitehall para su uso. En el lado opuesto al del coronel había dos sillas, una vacía y la otra ocupada por el mayor Mark Sutton, el tercer miembro de aquel pequeño grupo de hom­bres puestos bajo las órdenes especiales del general sir Arthur Wellesley.

—Sí, bueno, es comprensible, dada la naturaleza de su misión. Esperábamos tener noticias de usted antes, pero quizá fuera una esperanza un tanto optimista. ¿Tiene alguna información que ofre­cernos?

—Lamento decir, coronel, que no he llegado a enterarme de gran cosa —respondió Caleb. Vestido con aquellas ropas de caballerizo se sentía ligeramente incómodo en presencia de sus dos superiores di­rectos, pero el tiempo que podía ausentarse de Parklands sin levantar sospechas era limitado, como los dos hombres ya sabían—. Las posi­bilidades para reunir información están allí, sin duda. Las dos mu­jeres andan en compañía de hombres que mantienen contactos al más alto nivel, tanto en el ejército como en el gobierno.

—¿Se refiere a Nash y a Wingate? —quiso saber el coronel.

Rondaba los sesenta años, tenía el pelo blanco y unas facciones poderosas, y todo él irradiaba un aire de vitalidad que casi podía palparse.

—Así es en el caso de Vermillion. El conde de Claymont también tiene muchos contactos. Durante los últimos años ha mantenido una relación íntima con Gabriella Durant.

—Quiere decir que es su amante —terció el mayor.

Sutton era un hombre alto, con el pelo negro y rizado, apenas unos años mayor que Caleb, tal vez treinta y uno o treinta y dos. Antes de alistarse en el ejército había estudiado derecho. Nadie parecía saber por qué había cambiado de idea, pero era evidente que poseía un buen número de contactos interesantes —aunque aparentemente ilícitos— que en numerosas ocasiones se habían revelado útiles en misiones como aquéllas.

—Por lo que he podido discernir —dijo Caleb—, Claymont y Gabriella Durant mantienen una relación de exclusividad recíproca.

El coronel extrajo una péñola de un reluciente plumero de bron­ce que había encima de la mesa.

—Eso tendría mucho sentido. Según los rumores, Claymont lleva años enamorado de esa mujer.

—No es de sorprender —dijo Caleb—. Las dos mujeres Durant son muy diestras en el arte de agradar a los hombres.

Cox se detuvo en el acto de mojar la pluma en el tintero de cris­tal y levantó una de sus pobladas cejas grises.

—¿Habla por experiencia personal, capitán?

Caleb se acordó de la bien merecida bofetada que había recibido en el jardín y sacudió la cabeza.

—No, señor. Por mera observación.

—Será mejor que siga siendo así, por el momento. Tiene que mantener la objetividad. Si se acuesta con una de las meretrices, tal vez se le complique la vida.

El mayor Sutton descruzó las piernas.

—Por otro lado, podría revelarse como un medio interesante de conseguir información. Después de todo, es así como sospechamos que las mujeres Durant pueden estar ayudando a los franceses.

Cox tachó algo sobre el pliego que tenía delante.

—Me parece que seducir a una mujer no se incluye en la catego­ría de las actuales obligaciones del capitán Tanner, aunque, como dice el mayor, plantea ciertas posibilidades.

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