La caída II

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Cuando eran niñas, cuando solo eran unas chiquillas de trece años y grandes sueños, acompañado con una gran actitud soberbia: Mairé y su amiga habían tenido la absurda idea en sus cabezas de que el amor existía, de que las aventuras de aquellos libros eran hermosas y grandiosas, y que el mundo era un lugar maravilloso. Ilusionadas con desafiar las normas y marcar la diferencia. Mairé perdida en la idea de recuperar su trono y Laulet en la expectativa de casarse por amor, cosa que ante los prospectos de su padre era imposible.

Y como las niñas inocentes que eran, solas y arrojadas a la grandeza del mundo, descubrieron que las historias, los cuentos, no solo narran una versión de la historia, sino que solo una parte de ella. La parte linda o la parte fea. La parte feliz o la parte triste. La parte que motiva a pensar de una manera o de otra. 

Y el mundo en el que habían nacido no dio lugar a que la versión triste de sus historias las dominara. Una vez casada y con las niñas, Mairé se dejó engañar por el optimismo, considerando que su vida de allí en más sería eso: vivir en paz con su esposo e hijas. Y nada más. Que todo seguiría igual para sus hijas, sus nietos y por el resto de los tiempos.

No, no existe nada de eso. No existe el "y vivieron felices para siempre". Porque el mundo es cambiante, porque en el mundo hay distintas ideas, porque el mundo tiene fuerzas sobre las cuales los simples mortales, aun los longevos como ella, no tienen poder. Y eso debió aprenderlo de chica. Eso ya se lo habían enseñado desde la cuna, pero por esa simple chispa de esperanza decidió pensar que no, que el universo había jugado a favor de ella.

"Todo es parte de un Plan Mayor, niña". Le decían sus maestras, en aquellos días que parecían otra vida, un sueño distante."No tenemos control sobre el destino, porque el destino fluye en la corriente del tiempo, de las acciones y existencia combinada de todos los seres y elementos que conforman el universo. Creer que tienes control sobre él es una ilusión absurda y banal. Quien te diga que tienes poder sobre la corriente del tiempo, de los hechos, del pasado o del futuro, esta mintiendo. Quien te asegure que se puede tener control sobre ello, miente. Es solo un arrogante o un necio. Porque la historia ya está detrás de nosotros, ya está definida delante de nosotros".

Aquello la había consternado y, observando el rostro tatuado de su anciana mentora, preguntó: "Entonces, si no tenemos control de nuestro destino...¿Por qué el creador nos brindó el libre albedrío si es que no tenemos control sobre nuestras vidas?". La mujer solo le sonrió entonces, "Porque solo tú puedes decidir qué hacer de tu vida, con tu vida, si quieres ser feliz o no. Por más que no tengamos poder sobre nuestro destino, sí lo tenemos sobre nuestra vida, sobre nuestras decisiones... Y todo eso está escrito".


Seguramente en alguna de las páginas perdidas que el universo escribió encontraría algo sobre la carismática hada Laulet y su corta vida. 

Al parecer el anciano Vitenka no aceptaba la muerte. Porque Laulet no estaba recuperándose, y si estaba descansando estaba en un descanso eterno. Allí estaba, en un elegante y hermoso vestido verde, verde como el pasto joven a la luz del sol de primavera, su cabello rojizo como la sangre en la noche coronando su cabeza, y su rostro apacible. Estaba recostada, rodeada de las sacerdotisas de las cuevas, las sacerdotisas hadas, una vez las mentoras de la heredera de lord Vitenka. Ahora, joven y muerta. Joven y muerta antes de su tiempo. 

  —Se recuperará—dijo el Señor de las Hadas, su voz un nudo—. Su alma llegará hasta el cielo. 

Lagrimas cayeron de los ojos de Mairé, libres y pesadas, sin presión. Su dulce amiga y compañera de aventuras había muerto. Y no era justo, aun tenían una ultima aventura que vivir juntas, que sobrevivir juntas. Laulet no podía morir aun, no debía morir así.

Junto al cuerpo de su amiga, había una pequeña caja cerrada. No necesitó preguntar qué era. Era una caja de madera elegante, con decorados dignos de un príncipe y flores azules sobre su sello real. 

  — ¿Ambos murieron en el parto?—preguntó Mairé entre el cantó de las sacerdotisas.

El padre de su amiga caminó hasta el altar donde Laulet descansaba eternamente adornada de flores y junto a su niño. El Señor de las Hadas inclinó su cabeza y tomo la mano fría de su hija, aquella manita que guió a dar sus primeros pasos en aquel mundo. Él siempre había sido un hombre materialista y superficial, Mairé no comprendía si realmente le dolía la perdida de su hija o la perdida del hecho de que ella era su hija. Lo que Laulet representaba y no lo que significaba.

  —El niño nació deforme y sin vida—habló una vieja hada, su cabello ya era tan blanco como las nubes y su rostro estaba arrugado como un viejo papiro, sus tatuajes ya perdidos en su forma. Mairé inclinó levemente su cabeza, estaba en presencia de Oniz Yayer, la Reina Madre de las Hadas, y sus siglos de sabiduría —. Hueco, sin cerebro, brazos y piernas desiguales y ojos torcidos. La cruza entre un hada y un kaeno, una aberración contra la naturaleza—. Mairé se mordió el labio inferior con fuerza, ahogando un quejido de llanto. Apretó con firmeza la manita de Avi y aseguró a Cheri contra su pecho—. Laulet murió horas después del parto, no pudo soportar la pérdida.

No pudo su corazón roto, pensó Mairé. Al final, una vez más, la vida no era como un cuento de hadas. Hay amores que simplemente están prohibidos por una buena razón. Ese niño era la prueba de su amor, de su desafío a las normas. A lo que todos creían. Y resultó que los otros tenían razón...



La sacerdotisa del ValleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora