EN la época en que transcurre esta historia, la celda de la TourRoland estaba
ocupada; si el lector desea saber por quién no tiene más que escuchar la conversación de tres comadres que cuando les hemos preguntado por el agujero de las ratas, se dirigían precisamente hacia aquel lado, subiendo por el Châtelet hasta la Grève, bordeando el rlo.
Dos de estas mujeres iban vestidas como buenas burguesas de París: con su fina marquesota blanca, faldas de tiritaña con rayas rojas y azules, con medias de lana blanca con ribetes de color, muy ajustadas a las piernas, con zapatos cuadrados de cuero marrón y suelas negras y principalmente con un peinado, una especie de cuerno de lentejuelas, lleno de cintas y de encajes como el que aún llevan las mujeres de la región de Champagne. Todo ello dejaba traslucir que pertenecían a esa clase de ricas comerciantes, que se encuentran entre las que los lacayos llaman a veces una mujer y a veces una dama.,No llevaban ni sortijas, ni cruces de oro, pudiéndose deducir fácilmente que no era por pobreza sino por miedo a una rnulta.
Su compañera iba más o menos ataviada de la misma manera, pero había en su presencia y en su desenvoltura ese no sé qué que define a la mujer de un notario provinciano. Se le notaba, por la forma de llevar su cinturón por encima de las caderas, que no llevaba aún mucho tiempo en París. Añadid a eso una gorguera plisada, lazos en los zapatos, que las rayas de su falda iban en el sentido de to ancho y no de to largo y otros tantos detalles que chocaban con el buen gusto.
Las dos primeras andaban con ese aire propio de las parisinas que enseñan París a las provincianas. La provinciana llevaba de la mano a un muchachete gordinflón que tenía en la suya una gran torta.
Lamentamos tener que añadir que, a causa del frío del invierno el muchachete se servía de su lengua como pañuelo.
El muchacho se hacía arrastrar, non patribus aequis(11), como dice Virgilio, y tropezaba a cada paso, con gran griterío de su madre. La verdad es que iba más preocupado por la torta que por el suelo y sin duda debía existir un motivo serio que le impedía tirarle un mordisco (a la torta), pues se contentaba con mirarla golosamente. Creernos que la madre debería haberse encargado de llevar la torta y no someter así al mofletudo muchacho a la crueldad de convertirle en un nuevo Tántalo.
11. A pasos desiguales (Virgilio, Eneida, II-724).
Sin embargo, las tres señoritas (el nombre de damas se reservaba entonces a la nobleza) hablaban todas al mismo tiempo.
-Hay que darse prisa, señorita Mahiette- decía la más joven de las tres y a la vez la más gruesa, a la provinciana-. Me temo mucho que vamos a llegar tarde pues nos han dicho en el Châtelet que le llevaban inmediatamente a la picota.
-Bueno, bueno; ¡no es para tanto, señorita Oudarde Musnier! -decía la otra parisina-; seguro que al menos le tendrán dos horas a11í; tenemos tiempo de sobra. ¿Habéis visto alguna vez Poner a alguien en la picota, querida Mahiette?
-Sí -dijo la provinciana-; en Reims.
-¡Bah! ¡Qué tiene que ver ésta con vuestra picota de Reims; una mala jaula en donde sólo meten a campesinos? ¡Vaya cosa!
-¡Cómo que campesinos! ¡Campesinos en el mercado de los paños! -dijo Mahiette- ; ¡en Reims! Hemos visto a11í bien de criminales y algunos habían matado incluso a su padre y a su madre. ¡Sí, sí, campesinos! ¿Por quiénes nos tomáis Gervaise?
La provinciana estaba a punto de enfadarse por el honor de su picota, cuando por fortuna la discreta señorita Oudarde Mousnier cambió de conversación.
-A propósito, señorita Mahiette, ¿qué os han parecido nuestros embajadores flamencos? ¿Los podéis encontrar tan guapos en Reims?
-Tengo que confesar -respondió Mahiette-, que sólo en París se pueden ver flamencos así.
-Os habéis fijado en la embajada, en ese gran embajador que es calcetero -preguntó Oudarde.
-Sí -contestó Mahiette-. Parecía un Saturno.
-¿Y en aquel otro gordo cuya cara parecía un vientre desnudo? -prosiguió Gervaise-. ¿Y en aquel otro, bajito, con ojos pequeños y como bordeados de parpados rojizos, duros y dentados como un cardo?
-Sus caballos sí que son bonitos -dijo Ouarde-, enjaezados como los llevan a la moda de su país.
-Ay querida -interrumpió la provinciana Mahiette mostrando un aire de superioridad-, pues, ¿qué diríais si hubieseis visto en el año 61 hace dieciocho años, cuando la coronación del rey, los caballos de su séquito y los de los príncipes? Plumeros y gual- drapas de todas clases, unas de paños de Damásco, de fino paño de oro con adornos de martas cibelinas. Otros con terciopelos y pieles de armiño y cargados todos de adornos y de campanillas de oro y de plata. ¡Cuánto dinero no habría costado todo eso! ¡Y los preciosos muchachos a caballo, que hacían de pajes!
-Lo que no impide -replicó secamente la señorita Oudardeque los flamencos lleven caballos hermosísimos y que ayer les hayan ofrecido una cena soberbia en el ayuntamiento; en la residencia del señor preboste de los mercaderes, en donde se les sirvieron frutas confitadas, hipocrás, especias y otras exquisiteces.
-¿Qué estáis diciendo, vecina? -exclamó Gervaise-, los flamencos han cenado con el señor cardenal, en su residencia del Petit-Bourbon.
-Que no, que ha sido en el ayuntamiento.
-Os digo que ha sido en el Petit-Bourbon.
-Segurísimo que ha sido en el ayuntamiento -respondió Oudarde con un tono seco-; y
además el doctor Scourable les ha dedicado un discurso en latín que les ha complacido enormemente. Me lo ha contado mi marido que es librero jurado.
-Pues segurísimo que ha sido en el Petit-Bourbon -respondió Gervaise en el mismo tono-, y además os dire to que les ha ofrecido el procurador del señor cardenal: doce dobles de hipocrás blanco, clarete y tinto; veinticuatro cestillos de mazapán dorado de Lión y otras tantas tartas de a dos libras la pieza y seis toneletas del mejor vino de Beaune que se pueda encontrar, blanco y clarete. Supongo que me creerás ahora; lo sé por mi marido que es el jefe de los guardias del Parloir-aux-Bourgeois y que precisamente comparaba esta mañana a los embajadores flamencos con los del preste Juan(12) y con el emperador de Trebisonda que vinieron desde Mesopotamia hasta París, con el último rey y que llevaban aros en las orejas.
12. Nombre mítico, dado en la Edad Media al soberano de Etiopía.
-Estoy tan segura de que ha sido en el ayuntamiento -replicó Oudarde muy poco irnpresionada por aquel alarde de precisiones- y de que nunca se ha visto tal cantidad de viandas y dulces.
-Pues yo os digo que han sido servidos por Le Sec, guardia de la ciudad, en la residencia del Petit-Bourbon, y seguramente es eso lo que os induce al error.
-Os digo que en el ayuntamiento.
-Que no, querida, que no. Y además habían encendido en cristales mágicos la palabra Esperanza que está escrita en la gran puerta de la entrada.
-En el ayuntamiento, seguro que ha sido en el ayuntamiento, y además lo diré que Husson le Voir tocó la flauta.
-¡Yo os digo que no!
-¡Pues yo os digo que sí!
-¡Pues yo os digo que no!
La buena y rellena Oudatde se disponía ya a replicar de manera que en aquella
discusión habrían llegado a los moños si no hubiera sido porque Mahiette las interrumpió diciendo:
-¡Eh! ¡Qué hace toda esa gente reunida a11á, al otro lado del puente! Están mirando todos algo que hay en el centro, ¿no?
-Es verdad -dijo Gervaise-, oigo como si tocaran una pandereta. Creo que es la pequeña Esmeralda que hace sus juegos con la cabra. Hala, más deprisa, Mahiette; avivad el paso y tirad más deprisa del niño que habéis venido aquí para conocer las cosas cu- riosas de París. Ya ayer habéis visto a los flamencos, hoy vais a ver a la zíngara.
-¡La zíngara! -dijo Mahiette volviéndose bruscamente y cogiendo fuertemente a su niño por el brazo-. ¡Que Dios me guarde! Me robaría mi hijo; ven acá Eustaquio.
Y echó a comer por el malecón hacia la Grève hasta dejar muy atras el puente; pero el niño del que iba tirando se cayó de rodillas y ella, toda jadeante, se detuvo. Oudarde y Gervaise la alcanzaron.
-¿Creéis que esta gitana os va a robar a vuestro hijo? -dijo gervaise-. ¡Qué imaginación la vuestra!
Mahiette movía la cabeza preocupada.
-Lo que más me choca es que la Sachette(13) tiene la misma idea de las gitanas.
13. La Sachette era una especie de monja vestida con tela de saco y que llevaba en la
cabeza una capucha también de saco.
-¿Qué es la Sachette? -preguntó Mahiette.
-Pues la hermana Gudule -dijo Oudarde.
-¿Y quién es esa hermana Gudule?
-Se ve que sois de Reims para no saberlo -respondió Oudarde-; es la reclusa del
agujero de las ratas.
-¿Quién? -preguntó Mahiette-, ¿esa pobre mujer a la que llevamos esta torta? Oudarde hizo con la cabeza un signo de afirmación.
-Esa misma precisamente; vais a verla en seguida en su ventanuco, en la Grève.
Piensa como vos sobre estas gitanas vagabundas que tocan el pandero y dicen la buenaventura a la gente. No se sabe de dónde le viene esa aversión a los zíngaros y a los gitanos; pero vos, Mahiette, ¿por qué habéis echado a correr nada más verla?
-¡Oh! -exclamó Mahiette, tomando entre sus manos la cabeza del niño-, no quiero que me ocurra como a Paquette la Chantefleurie.
-¡Vaya! Pues tienes que contarnos esa historia, mi buena amiga -le dijo Gervaise cogiéndola del brazo.
-Me gustaría -respondió Mahiette-, pero, ¡ay! ¡De París tenías que ser para no conocerla! Pues os diré que, pero no necesitamos pararnos para contar la historia, Paquette de Chantefleurie era una guapa muchacha de dieciocho años cuando yo lo era también, es decir, hace dieciocho años y que sólo ella tiene la culpa de no ser hoy, como yo lo soy, una buena y fresca madre de treinta y seis años con un marido y un hijo. Era la hija de Guybertaut, ministril de barcos en Reims, el mismo que había tocado ante el rey Carlos VII en su consagración, cuando bajaba por nuestro río Vesle, desde Sillery hasta Muison. Incluso viajaba en aquel barco madame la Doncella. Pues murió su anciano padre siendo aún Paquette muy niña; así que sólo se quedó con su madre, hermana de M. Mathieu Pradon, calderero de París. Vivía en la calle Parin Garlin y murió el año pasado. Ya veis cómo era su familia. La madre era una buena mujer que, por desgracia, no enseñó nada a Paquette excepto un poco de muñequería, to que no impidió que la pequeña fuese creciendo y siguiera siendo pobre. Vivían las dos en Reims, río abajo, en la calle de la Folle-Peine. Fijaos en esto porque creo que fue eso to que trajo la desgracia a la Paquette. En el 61, el año de la coronación de nuestro rey Luis XI que Dios guarde, Paquette era tan alegre y tan bella que en todas las partes la llamaban la Chantefleurie. ¡Pobre niña! Tenía unos dientes hermosísimos y le gustaba reírse para enseñarlos. Pero chica a quien le gusta reír... Pero unos bellos dientes pierden a unos lindos ojos. Ésa era la Chantefleurie. La vida les era dura a ella y a su madre y desde la muerte de su padre habían quedado muy desamparadas. Su trabajo de muñequería apenas si les pro- porcionaba seis denarios a la semana, to que no supone más de dos maravedises de águila. Estaban muy lejos de cuando el tío Guybertaut ganaba doce sueldos parisienses en una sola ceremonia de coronación y con una sola canción. Un invierno, en ese mismo año del 61, las dos mujeres no tenían ni leña, ni troncos y hacía mucho frío, to que le dio a la Chantefleurie tan buen color que algunos hombres la llamaban Paquette y otros Paquerette(14) y ella se perdió. ¡Eustaquio! ¡Te estoy viendo morder la tarta! Nos dimos cuenta de que se había echado a perder un domingo que vino a la iglesia con una cruz de oro al cuello. ¡A los catorce años! ¡Os dais cuenta! Primero fue el joven vizconde de Cormontreuil, que tiene su campanario a tres cuartos de legua de Reims después micer Henri de Triancourt, caballerizo del rey; más tarde, ya con menor categoría, Chiart de Beaulion, sargento de armas, y luego, cada vez más bajo, Guery Aubergen, pinche de cocina del rey, y Macé de Frépus, barbero del Delfín, y Thévenin le Moine, cocinero del rey y así, cada vez menos jóvenes y de menor categoría, fue a parar con Guillaume Racine, menestril de zanfonía y con Thierry de Mer, linternero. Así la pobre Chantefleurie fue de todos. Había perdido hasta su última moneda de oro. ¡Qué os diría yo, amigas mías! En la coronación de aquel mismo año del 61 ella misma ocupó la cama del rey de los rufianes. ¡Todo en el mismo año!
14. Paquette y Paquerette corresponde, en francés, al nombre de la margarita, la flor. Mahiette suspiró y se secó una lágrima que asomaba a sus ojos.
-La verdad es que es una historia no muy extraordinaria que digamos -dijo Gervaise-,
pero no veo que aparezcan en ella ni gitanas ni niños.
-¡Paciencia! -intervino Mahiette-: niños; ahora vais a ver uno. En el 66, dieciséis años
va a hacer este mes, por Santa Paula, Paquette dio a luz a una niña. ¡Pobre desdichada! Ella se puso muy contenta pues hacía mucho tiempo que venía deseando un hijo. Su madre, una buena mujer que había siempre cerrado los ojos ante todo, había muerto y así Paquette no tenía a nadie en este mundo que la amara ni nadie a quien amar. Desde hacía ya cinco años que se había perdido la Chantefleurie era una pobre criatura. Estaba sola en la vida, señalada con el dedo, abucheada por las calles, perseguida y golpeada por los guardias y era la mofa de los muchachos harapientos. Además tenía ya veinte años y esa edad es casi la vejez para las mujeres como ella y la vida que llevaba comenzaba a ptoducirle menos que la muñequería de antes; por cada arruga de más, un escudo de menos; el invierno le resultaba especialmente duro, la leña era cada vez más escasa en su leñera y el pan en su artesa. Ya no podía trabajar porque al prostituirse se había hecho perezosa y sufría mucho más porque al hacerse perezosa se había hecho glotona. Así es al menos como el señor cura de Saint-Rerny explica el porqué mujeres como ella tienen más frío y más hambre que otras pobres cuando son viejas.
-Sí -observó Gervaise-, pero, ¿y las gitanas?
-Un momento, Gervaise --dijo Oudarde, cuya atención era menos impaciente-. ¿Qué quedaría para el final si todo se dijera al comienzo? Seguid, Maihette, por favor, seguid con la pobre Chantefleurie.
Y Mahiette prosiguió:
-Estaba, pues, muy triste y era muy desgraciada y las lágrimas habían marcado dos surcos en sus mejillas y en su vergüenza, en su locura y en su abandono creyó que sería menos vergonzoso, menos loco y que estaría menos abandonada si tuviera algo en el mundo o alguien a quien poder amar o que la amara y eso tenía que ser un niño, porque sólo un niño podía ser tan inocente como para eso. Había llegado a esa conclusión después de haber intentado amar a un ladrón, el único hombre que podía aceptarla, pero se dio cuenta, al cabo de algún tiempo, de que el ladrón la despreciaba. A estas mujeres de la vida les hace falta un amante o un hijo para llenarles el corazón, si no son muy desgraciadas. Pero como no podía tener un amante, se centró en el deseo de tener un hijo y, como nunca había dejado de ser piadosa, se to pedía siempre a Dios en sus preces y el buen Dios se apiadó de ella y le dio una hija. No quiero deciros cuánta fue su alegría. Fue una catarata de lágrimas, de besos y de caricias. Ella misma arnamantó a la pequeña, le hizo pañales con su manta, la única que tenía en su cama, y ya no volvió a sentir ni el frío ni el hambre y la belleza le volvió de nuevo, pues una soltera vieja puede ser muy bien una joven madre. Volvió a la galantería, la gente volvía a ver a la Chantefleurie y volvió a encontrar clientes para su mercancía y de todos aquellos horrores hizo pañales, gorritos y baberos, juboncitos de encaje, gorritos de satén, sin pensar siquiera en volver a comprar otra manta. ¡Señorito Eustaquio, le he dicho que no mordisquee la torta! Está claro que la pequeña Agnés, era el nombre de pila de la niña porque apellido hacía ya mucho que la Chantefleurie no to tenía; está claro que aquella pequeña.se encontraba envuelta entre más cintas y bordados que la hija de un rey. ¡Tenía entre otras cosas un par de zapatitos que ni el mismo rey Luis XI los tuvo nunca iguales! Ella misma se los había con- feccionado y bordado; había puesto en ellos toda la habilidad de sus conocimientos de muñequería y toda la delicadeza de un manto para una virgen. ¡Era el más precioso par de zapatos nunca visto! Eran casi tan largos como el pulgar.de mi mano y habría sido necesario verla jugar con sus piececitos para poder creer que podrían caber en ellos porque, ¡eran unos piececitos tan pequeños y tan lindos y tan sonrosados! Más sonrosados aún que el satén de los zapatitos. Cuando tengáis niños, Oudarde, os daréis cuenta de que no hay nada tan bonito como los pies y las manitas de los niños.
-Lo estoy deseando -dijo Oudarde.con un suspiro-; pero estoy esperando que ése sea el deseo de mi señor Andry Musnier.
-Por lo demás -prosiguió Mahiette-, la niña de Paquette no tenía sólo bonitos los pies. Yo llegué a verla cuando sólo tenía cuatro meses y era un cielo de niña. Tenía los ojos más grandes que la boca y el cabello, suavísimo y muy negro, empezaba ya a rizársele. Habría sido una auténtica morenaza a los dieciséis años. A su madre la traía más chalada cada día. La acariciaba, la besaba, le hacía cosquillas, la lavaba, la acicalaba y hasta se la comía a besos. La traía loca por completo y ella daba mil gracias a Dios. Se extasiaba sobre todo con sus piececitos sonrosados; eran para ella una locura de gozo. Siempre los estaba besando y se maravillaba de su pequeñez. La calzaba, la descalzaba, los admiraba, se maravillaba, los ponía al trasluz, le daba pena ponerla a andat en su cuna y se habría pasado la vida entera de rodillas, calzándola y descalzándola, como si se tratara de los pies del Niño jesús.
-Es un cuento precioso -dijo a media voz Gervaise-, pero dónde aparece la gitana en todo esto.
-Ahora viene -le replicó Mahiette-. Llegaron un día a Reims una especie de caballeros muy extraños. Eran pícaros auténticos; truhanes que iban recorriendo el país, llevados por su duque y por sus condes. Eran cetrinos y tenían el pelo muy rizado y aros de plata en las orejas. Las mujeres eran aún más feas que los hombres; tenían el rostro más negro y to llevaban descubierto. Llevaban también una capa pequeña, un viejo paño, hecho de cáñamo, sobre los hombros y una larga cola de caballo. Los niños que se colgaban de sus piernas habrían asustado hasta a los monos. Era una verdadera banda de canallas que venía derecha desde el bajo Egipto hasta Reims, atravesando Polonia. El papa los había confesado, según se decía, y les había puesto de penitencia el it caminando durante siete años por el mundo sin dormir en camas. Por eso los llamaban penitenciarios y olían que apestaban. Se decía que antes habían sido sarracenos, to que explica que creyeran en Júpiter y que reclamaran diez libras tornesas en todos los arzobispados, obispados y abadías de monjes mitrados. Parece que tenían este derecho por una bula del papa que los amparaba. Venían a Reims a decir la buenaventura en el nombre del rey de Argelia y del emperador de Alemania. Comprenderéis que no hizo falta más para no permitirles la entrada en la ciudad. Así que toda aquella banda acampó tan tranquila cerca de la Porte de Braine, en el montículo aquel en donde hay un molino junto a los pozos de las antiguas yeserías. La ciudad entera fue a verlos: to miraban la mano y to hacían profecías maravillosas. Eran capaces de predecir que Judas llegaría a ser papa. Había muchos rumores sobre ellos como el de ser ladrones de niños y de dinero y el de comer carne humana. La gente sensata advertía a los imprudentes: «No vayáis», pero ellos se les acercaban a escondidas; era como una especie de arrebato y la verdad es que decían cosas insospechadas. Las madres estaban muy orgullosas de sus hijos desde que aquellas egipcias les hubieran leído en la paima de sus manos toda suerte de milagros escritos en pagano y en turco. Una creía tener en su hijo a un emperador, otra a un papa y otras a un capitán. La curiosidad se apoderó también de la pobre Chantefleurie y quiso saber qué tenía en su casa y si su linda hijita Agnés no llegaría a ser un día emperatriz de Armenia a otra cosa; así que la llevó a las egipcias y éstas venga acariciarla y admirarla y besarla con sus negras bocas y venga maravillarse de sus manitas; todo ello, claro, con gran satisfacción de la madre. Hicieron muchas alabanzas de sus piececitos sobre todo y de sus preciosos zapatos. La niña no tenía aún el año y ya empezaba a balbucir, riéndose con su madre como una locuela. Estaba gordita y rolliza y tenía mil gestos encantadores como si fuera un angelito del cielo; se asustó mucho de aquellas egipcias y se echó a llorar. Su madre entonces la abrazó muy fuerte y se fue encantada con la buenaventura que las adivinadoras aquellas habían echado a su hija Agnès. Llegaría a ser una belleza, un dechado de virtudes, una reina en fin. A1 día siguiente, aprovechó un momentito en que la niña dormía en su cama, pues la acostaba siempre con ella; dejó la puerta entreabierta y se fue a contarle a una vecina de la calle de la Séchesserie que llegaría un día en que su hija Agnès sería servida en la mesa por el propio rey de Inglaterra, por el archiduque de Etiopía y otras tantas sorpresas más. Al volver, como no oyera los lloros de la niña, mientra subía la escalera, se dijo: «Todavía está durmiendo». Vio que la puerta estaba mucho más abierta de to que ella la había dejado, entró, se acercó a la cama la pobre madre y vio que la cama estaba vacía. La niña no estaba a11í y encontró en el suelo uno de sus zapatitos. Salió de la habitación, se lanzó escaleras abajo y empezó a golpearse la cabeza contra las paredes gritando: «¡Mi hija! ¡Dónde está mi hija! ¡Quién me ha robado a mi hija!». La calle estaba vacía, la casa se encontraba aislada y nadie pudo decirle nada. Se fue entonces a la ciudad, registró todas las calles, corrió por todas las partes durante todo el día, loca, desvariada, terrible, olfateando puertas y ventanas como un animal salvaje que ha perdido sus cachorros. Iba jadeante, despeinada, asustaba el verla y tenía cal fuego en sus ojos que secaba hasta las lágrimas. Detenía a los transeúntes y les gritaba: «¡Mi hija, mi hija, mi pequeñita! Seré la esclava de quien me la devuelva, seré su perro y podrá, si quiere, arrancarme el corazón.» Encontró al cura de Saint-Remy y le dijo: «¡Señor cura; trabajaré la sierra con mis uñas, pero devuélvame a mi hijita!». Era desgarrador, Oudarde; y vi a un hombretón, duro él, a maese Ponce Lacabre, el procurador, Ilorar como un niño. ¡Ay, pobre madre! Por la noche volvió a casa. Durante su ausencia una vecina había visto a dos egipcias entrar a escondidas en su casa, con un paquete en el brazo, y luego salir y escaparse corriendo después de cerrar la puerta. Después se oía en la casa de Paquette como llantos de niño. La madre se echó a reír, loca de alegría, subió las escaleras como si tuviera alas, empujó la puerta como de un cañonazo y entró... ¡Algo terrible, Oudarde! En lugar de su linda Agnès, tan sonrosada y fresca que parecía un regalo de Dios, una especie de monstruo pequeño, repulsivo, cojo, tuerto y contrahecho gateaba por las baldosas. Ella se tapó los ojos asustada. «¡Oh!, se dijo; será que las brujas han convertido a mi hija en este espantoso animal.» Se llevaron rápidamente de a11í al pequeño patizambo, pues de to contrario se habría vuelto loca. Debía ser el hijo monstruoso de alguna egipcia que se había entregado al diablo. Parecía de unos cuatro años y hablaba una lengua que desde luego no era humana; eran frases imposibles. La Chantefleurie se había abalanzado sobre el zapatito, como único recuerdo de to que había amado tanto, y se quedó a11í inmóvil, muda y casi sin respirar durante tanto tiempo que creyeron que se había muerto. De pronto tuvo un estremecimiento, empezó a besar furiosamente su reliquia y se deshizo en sollozos como si su corazón acabara de estallar. Os aseguro que todas nos echamos a llorar igual. Ella seguía dicien- do: «¡Mi niña, mi bonita niña! ¿Dónde estás?» Y sus gritos nos desgarraban las entrañas. Todavía me entran ganas de llorar al acordarme. Nuestros hijos son como la médula de los huesos. ¡Mi pobre Eustaquio! ¡Eres tan bonito! ¡Si supierais qué bueno es! Ayer mismo me decía: «Yo quiero ser guardia.» ¡Oh Eustaquio! ¡Si llegara a perderte! La Chantefleurie se levantó de pronto y echó a correr por las calles de Reims gritando: «¡Al campamento de los egipcios! ¡Al campamento de los egipcios! ¡Que vengan los guardias para quemar a las brujas!» Pero los gitanos se habían marchado ya. Era una noche muy cerrada y no se pudo it tras ellos. A1 día siguiente, a dos leguas de Reims-, en una zona de brezos, se encontraron entre Sueux y Tilloy los restos de una gran fogata así como algunas cintas que habían pertenecido a la niña de la Paquette, manchas de sangre y boñigas de macho cabrío. La noche que acababa de pasar era precisamente la del sábado y ya nadie puso en duda que los egipcios habían celebrado aquelarre entre aquellos brezos y que habían incluso devorado a la niña en compañía de Belcebú, como es costùmbre entre los mahometanos. Cuando la Chantefleurie se enteró de aquellas cosas tan horribles no lloró; movió los labios como para decir algo, pero no pudo. Al día siguiente tenía todos los cabellos canos y al otro desapareció.
-Es en verdad una historia espantosa -dijo Oudarde-, que hará llorar hasta a un borgoñón.
-Ya no me extraña que tengáis tanto miedo a los gitanos -añadió Gervaise.
-Y vos habéis hecho muy bien en marcharos tan pronto con vuestro Eustaquio -continuó Oudarde- porque esos de ahí son también gitanos de Polonia.
-¡Qué va! -dijo Gervaise-, dicen que vienen de España y de Cataluña.
-¿De Cataluña? Es posible -respondió Oudarde-. Polonia, Cataluña, Valonia, confundo siempre esos países, pero to que sí es seguro es que son gitanos.
-Y que tienen los dientes to suficientemente largos como para comerse a los niños -añadió Gervaise-. Y no me extrañaría que también la Esmeralda los hubiera probado, aunque sea tan remilgadita. Su cabrita blanca hace cosas demasiado maliciosas como para no pensar que haya algo raro detrás de todo eso.
Mahiette andaba silenciosa; estaba absorta en esa especie de nebulosa que queda por así decir tras un relato triste y doloros y que no desaparece más que después de haberse propagado, a través de vibraciones, hasta las fibras más íntimas del corazón. A pesar de ello Gervaise le preguntó:
-¿Y no se ha podido saber qué ha sido de la Chantefleurie?
Mahiette no respondió. Gervaise le repitió otra vez la pregunta, sacudiéndola el brazo y llamándola por su nombre. Sólo entonces Mahiette pareció despertar de sus pensamientos.
-¿Que qué ha sido de la Chantefleurie? -dijo repitiendo maquinalmente las palabras que aún le sonaban en el oído; y haciendo luego un esfuerzo para concentrar la atención en el sentido de estas palabras, réspondió-: Nunca más se ha sabido de ella.
Y añadió después de una breve pausa:
-Unos dicen haberla visto salir de Reims, al anochecer, por la puerta de Flechembault, otros que al amanecer, por la vieja puerta Bassée. Un pobre encontró su cruz de oro colgada en la cruz de un crucero en el campo en donde tiene lugar la feria. Se trata de aquella joya que la perdió en el año 61. Era un regalo del buen vizconde de Cormontreuil, su primer amante. Paquette no quiso nunca deshacerse de ella por muchas miserias que hubiera pasado. La estimaba más que a su vida. Por eso cuando vimos que se había deshecho de su cruz pensamos todas que estaba muerta. Sin embargo, hay gente en Cabaret-les-Vantes que dice haberla visto pasar por el camino de París, andando descalza por los pedregales. Pero en ese caso tuvo que haber salido por la Puerta de Vesle y entonces las cosas no concuerdan. O, mejor dicho, yo creo que salió por la puerta de Vesle en efecto, pero para irse de este mundo.
-No os entiendo -dijo Gervaise.
-La Vesle -respondió Mahiette con una sonrisa melancólica- es el rfo.
-¡Pobre Chantefleurie! -dijo Oudarde tamblando-. ¡Ahogada!
-Ahogada -prosiguió Mahiette-, y, ¿quién habría dicho al tío Guybertaut cuando
pasaba bajo el puente de Tinqueux, río abajo, cantando en su barca, que un día su pequeña Paquette pasaría también bajo aquel puente pero sin barca y sin canción?
-¿Y el zapatito? -le preguntó Gervaise.
-Desapareció con la madre.
-Pobre zapatito -dijo Oudarde.
Oudarde, mujer gruesa y sensible, se habría contentado con suspirar acompañando a
Mahiette; pero Gervaise, más curiosa, tenía aún más preguntas.
-¿Y el monstruo? -dijo de pronto a Mahiette.
-¿Qué monstruo? -preguntó ésta.
-El pequeño monstruo egipcio, dejado por las brujas aquellas en la casa de la
Chantefleurie a cambio de su niña. ¿Qué habéis hecho con él? Supongo que también to ahogaríais.
-No -respondió Mahiette.
-¡Cómo! ¿Lo quemasteis? Es más lógico, claro; tratándose de un niño brujo...
-Ni to uno ni to otro, Gervaise; el señor arzobispo se interesó por el niño egipcio; to
exorcizó, to bendijo, hizo salir con mucho cuidado al diablo de su cuerpo y to envió a París para exponerlo en la tarima de madera, en Nuestra Señora, como niño expósito.
-¡Estos obispos! -dijo Gervaise entre dientes- como son tan sabios no hacen nada como los demás. ¿Qué os parece, Oudarde? ¡poner al diablo donde los niños expósitos!, porque no hay duda de que aquel pequeño monstruo era el demonio, ¿y qué han hecho con él en París, Mahiette? Porque estoy segura de que ninguna persona caritativa to quiso.
-No lo sé -respondió la de Reims-. Fue precisamente por esas fechas cuando mi marido se hizo con la escribanía de Beru, a dos leguas de la ciudad, y ya no volvimos a ocuparnos del caso. ¡Con eso de que delante de Beru están los dos cerros de Cernay que no to dejan ver las torres de la catedral de Reims!
Mientras hablaban así, las tres dignas burguesas habían llegado a la plaza de Gréve. En su preocupación habían pasado sin detenerse por delante del breviario público de la Tour-Roland y se dirigían maquinalmente hacia la picota en torno a la cual se reunía más gentío cada vez y es probable que el espectáculo que atraía en aquel momento todas las miradas las habría hecho olvidar por completo el agujero de las ratas y la paiada que habían decidido hacer allí si el gordinflón de Eustaquio, de seis años, al que su madre llevaba de la mano, no se to hubiera recordado bruscamente.
-Madre -dijo como si algo le advirtiese que el agujero de las ratas había quedado atrás-: ¿me puedo comer ya la torta?
Si Eustaquio hubiera sido más hábil, es decir menos goloso, habría esperado un porn más y, a la vuelta en la Universidad, en casa de micer Andry Musnier, en la calle Madame-la-Valence, cuando hubieran estado los dos brazos del Sena y los cinco puentes de la Cité entre el agujero de las ratas y la torta, habría lanzado entonces aquella pregunta tímidamente:
-Madre, ¿puedo comerme ya la torta?
Perd esa pregunta, hecha por Eustaquio en un momento poco prudente, despertó la atención de Mahiette.
-¡A propósito! -exclamó-, nos olvidamos de la reclusa. Decidme dónde está el agujero de las ratas para dejarle la torta.
-Ahora mismo -le respondió Oudarde-. ¡Es una obra de caridad!
No era ésa la opinión de Eustaquio.
-¡Adiós mi torta! -dijo levantando los hombros y acercándolos alternativamente hacia
los oídos, como expresión manifiesta de descontento.
Las tres mujeres volvieron sobre sus pasos y, al llegar a la proximidad de la
Tour-Roland, Oudarde dijo a las otras dos mujeres:
-No debemos mirar las tres a la vez por el agujero para que no se asuste la Sachette;
haced como que estáis leyendo el dominur en el breviario mientras asomo la nariz por el tragaluz. La Sachette me conoce un poco; ya os diré cuándo podéis venir.
Se fue ella sola hacia el tragaluz y cuando introdujo su mirada en el interior, sintió una inmensa compasión que se manifestó en todos los rasgos de su rostro; su expresión alegre y su fisionomía confiada cambiaron tan bruscamente de color como si hubiera pa- sado de un rayo de sol a un rayo de luna. Sus ojos se humedecieron, su boca se contrajo como para llorar y un momento más tarde, Ilevándose el dedo a los labios, hizo una seña a Mahiette para que se acercara a ver.
Mahiette se acercó emocionada, en silencio y de puntillas como cuando uno se acerca al lecho de un moribundo.
Era ciertamente un espectáculo penoso el que ofrecían las dos mujeres, mientras miraban sin moverse y sin respirar apenas por las rejas de la claraboya del Agujero de las Ratas.
La celda era estrecha, más ancha que profunda, con bóvedas de ojiva y su interior se parecía bastante al alveolo de una gran mitra de obispo.
En la losa desnuda del suelo, en un rincón, se veía a una mujer sentada o más bien acurrucada. Su mentón estaba apoyado en las rodillas y éstas a su vez estaban fuertemente asidas por los brazos. Así acurrucada, vestida con un saco marrón que la envolvía por completo entre sus pliegues, su larga cabellera gris echada hacia adelante le tapaba la cara y se deslizaba por sus piernas Ilegando casi hasta los pies. Tenía así, a primera vista, una forma extraña recortada sobre el fondo umbrío de la celda; parecía algo así como un triángulo negruzco cortado en dos por el rayo de luz que venía de la claraboya, una de cuyas partes aparecía iluminada y la otra oscura. Era como uno de esos espectros divididos en una parte de luz y en otra de sombra respectivamente, como pueden verse en los sueños o en la obra extraordinaria de Goya, pálidos, inmóviles, siniestros, acurrucados junto a una rumba o recostados contra la reja de un calabozo. No era ni mujer, ni hombre, ni ser viviente ni tenía tampoco una forma definida; era una figura, una especie de visión, mezcla de real y fantástico, como la luz y la sombra.
Apenas si, a través de sus cabellos extendidos hasta el suelo, podía distinguirse un perfil escuálido y austero; su ropa dejaba asomar la extremidad de un pie descalzo que se crispaba sobre el suelo duro y helado; y to poco que de forma humana podía adivinarse bajo aquella envoltura de luto hacia estremecerse.
Aquella figura, que parecía pegada al suelo, daba la impresión de no tener ni movimiento, ni pensamiento, ni aliento. Bajo aquel delgado saco de lienzo, en enero, descalza en un suelo de granito, sin fuego, a la sombra de un calabozo con una lucera oblicua por la que sólo entraba el viento y nunca el sol, ella no parecía ni sufrir ni sentir. Se hubiera dicho que se había hecho piedra con el calabozo y hielo con la estación. Tenía juntas las manos y fija la mirada. A primera vista se la podía confundir con un espectro, después con una estatua.
Sin embargo, sus labios amoratados se abrían a intervalos y temblaban, pero tan muertos y tan maquinalmente, como las hojas movidas por el viento.
También de sus ojos tristes se escapaba una mirada, una mirada inefable, una mirada profunda, lúgubre, imperturbable, fija en uno de los ángulos de la celda que no podía verse desde fuera; una mirada que parecía unir todos los pensamientos sombrios de aquel alma desesperada a no sé qué objeto misterioso.
Así era la criatura a la que llamaban rectuaa, por el lugar en donde se encontraba y Sachette por !a ropa que llevaba.
Las tres mujeres, ya que Gervaise se había unido a Mahiette y a Oudarde, miraban por la lucera. Sus cabezas interceptaban la débil luz del calabozo sin que la desventurada a la que se la quitaban pareciera ni siquiera fijarse en ellas.
-No la molestemos -dijo Oudarde en voz baja-; se encuentra como en éxtasis y está rezando.
Pero Mahiette contemplaba con una ansiedad cada vez mayor aquella cabeza demacrada, marchita y despeinada y sus ojos se Ilenaban de lágrimas.
-Sería curiosísimo-, murmuraba mientras pasaba la cabeza por los barrotes del tragaluz y conseguía dirigir la mirada hasta el ángulo en donde los ojos de la desdichada parecían estar invariablemente fijos.
Cuando retiró su cabeza de la claraboya, su rostro estaba inundado de lágrimas. -¿Cómo llamáis a esta mujer? -preguntó a Oudarde.
-La llamamos Gudule -respondió Oudarde.
-Y yo -prosiguió Mahiette-, yo la llamo Paquette la Chantefleurie.
Entonces, llevándose el dedo a la boca, hizo seña a Oudarde, que se había quedado estupefacta, de que introdujera la cabeza por la lucera y que mirase. Ésta miró y vio en el ángulo en el que la vista de la reclusa estaba clavada con aquella sombra de éxtasis, un zapatito de satén rosa, bordado con mil adornos de oro y plata.
Gervaise miró después a Oudarde y entonces las tres mujeres, contemplando a la desdichada madre, se echaron a llorar.
Pero ni sus miradas ni sus lágrimas habían logrado distraer a la reclusa, que seguía con sus manos juntas, sus labios mudos, sus ojos inmóviles. Para quien conociera su historia, ese zapatito sobre el que se concentraba su mirada, partía el corazón.
Las tres mujeres seguían aún sin decir palabra; no se atrevían a hablar ni incluso en voz baja. Aquel profundo silencio, aquel dolor tan inmenso y aquel gran olvido en donde todo había desaparecido excepto una sola cosa, les producía el efecto de un altar mayor en Pascua o en Navidad. Se callaban, se recogían y hasta casi estaban dispuestas a arrodillarse. Les daba .la sensación de haber entrado en una iglesia el día de tinieblas.
Por fin Gervaise, la más curiosa de las tres, y en consecuencia la menos sensible, intentó hacer hablar a la reclusa:
-¡Hermana! ¡Hermana Gudule! -repitió la llamada hasta tres veces, hablando más alto cada vez, pero la reclusa no se movió. Ni una mirada, ni una palabra, ni un suspiro, ni un signo de vida. Oudarde, a su vez, con una voz más dulce y acariciadora le dijo:
-¡Hermana! ¡Hermana Santa Gudule!
El mismo silencio, la misma inmovilidad.
-¡Extraña mujer! ¡Ni una bombarda la perturbaría! -exc~amó Gervaise.
-A to mejor está sorda -dijo Oudarde con un suspiro.
-O ciega, quizás -añadió Gervaise.
-O tal vez muerta -añadió Mahiette.
La verdad era que, si bien el alma no había aún abandonado aquel cuerpo inerte,
dormido y aletargado, sí se había ocultado tan profundamente, que las percepciones externas no le llegaban en absoluto.
-Tendremos que dejar la torta en la claraboya -dijo Oudarde-, alguien la cogerá, porque... ¿cómo podemos hacer para despertarla?
Eustaquio, que hasta entonces se había mantenido distraído por un carrito tirado por un perro, que acaba de pasar, se dio cuenta de pronto de que las tres mujeres estaban mirando algo por el tragaluz, se sintió, también él picado por la curiosidad y subiéndose a una gran piedra, se puso de puntillas y arrimó su cara redonda a la lucera diciendo:
-¡Madre, déjeme mirar!
Al oír aquella voz infantil clara, fresca, sonora, la reclusa se estremeció y volvió la cabeza con el movimiento brusco de un resorte metálico. Con sus dos largas y descarnadas manos apartó los cabellos que le caían por la frente y clavó en el niño unos ojos sorprendidos amargos y desesperados. Fue como un relámpago aquella mirada.
-¡Dios mío! -exclamó de pronto escondiendo la cabeza entre las rodillas, y parecía que su voz. ronca fuera a desgarrarle el pecho-, ¡por to menos no me enseñéis a los hijos de los demás!
-Buenos días, señora -le dijo el niño con gravedad.
Pero aquella impresión había despertado a la reclusa. Un largo escalofrío recorrió todo su cuerpo de pies a cabeza; sus dientes comenzaron a castañetear. Levantó un poco la cabeza y dijo apretando los codos contra las caderas y cogiéndose los pies con las manos como para calentarlos.
-¡Oh! ¡Qué frío tan horrible!
-Pobre mujer -dijo Oudarde con gran compasión-. ¿Queréis un poco de fuego?
Ella movió la cabeza rechazándolo.
-Tomad entonces un porn de hipocrás que os calentará -le dijo Oudarde al tiempo que
le ofrecía un pequeño frasco.
Ella movió nuevamente la cabeza, rechazándolo y, mirando fijamente, respondió. -Agua.
Oudarde insistió.
-No, hermana; no es el agua para este tiempo tan frío. Tenéis que beber un poco de
hipocrás y comeros esta torta de maíz que hemos hecho para vos.
Ella le rechazó la torta que Mahiette le ofrecía y dijo:
-Sólo pan negro.
-Vamos -dijo Gervaise llena de compasión, y quitándose la capa de lana se la ofreció
diciendo-: Tomad esta capa que os dará un poco más calor que la vuestra. Echáosla por los hombros -ella rechazó la capa como to había hecho antes con el frasco y la torta.
-Un saco -pidió.
-Pero tenéis que daros cuenta de que ayer fue fiesta -insistía la buena de Oudarde.
-Ya me he dado cuenta pues hace dos días que estoy sin agua en la jarra -y añadió después de un silencio-: Cuando hay fiesta se olvidan de mí, y así tiene que ser. ¿Por qué la gente va a pensar en mí si yo no pienso en ellos; a carbón apagado, cenizas frías. '
Y como si se hubiera cansado de canto hablar, dejó caer de nuevo la cabeza entre sus rodillas. La sencilla y caritativa Oudarde que creyó interpretar en sus últimas palabras que se quejaba de frío, le respondió con ingenuidad.
-¿Queréis entonces un porn de fuego?
-¡Fuego! -dijo la Sachette con un extraño acento-. ¿Haréis también un poco para calentar a la pobre niña que está bajo sierra desde hace quince años?
Todos sus miembros empezaron a temblar; su palabra vibraba, sus ojos brillaban y se había incorporado sobre sus rodillas. Entonces tendió de pronto su mano blanca y esquelética hacia el niño que la miraba sorprendido.
-¡Llevaos a este niño! -gritó- ¡Va a pasar la egipcia!
Entonces cayó de bruces al suelo y su frente se golpeó fuertemente al caer produciendo el ruido de una piedra contra otra. Las tres mujeres la creyeron muerta, pero poco después se removió y vieron cómo se arrastraba sobre sus rodillas y con los codos hasta el rincón en donde se encontraba el zapatito. Entonces ellas ya no se atrevieron a mirar pero oyeron los mil besos y los mil suspiros mezclados con gritos desgarradores y golpes sordos como los de una cabeza que se golpea contra la pared. Más tarde, después de uno de aquellos golpes, especialmente violento, las tres se estremecieron y ya no volvieron a oír nada.
-¿Se habrá matado? -dijo Gervaise decidiéndose a introducir la cabeza por entre la reja-: ¡Hermana, hermana Gudule!
-Hermana Gudule -insistió Oudarde.
-¡Ay Dios mío! ¡Ya no se mueve! -decía Gervaise-. ¿Se habrá muerto? ¡Gudule, Gudule!
Mahiette, asustada hasta el punto casi de no poder hablar, dijo haciendo un gran esfuerzo:
-¡Paquette, Paquette la Chantefleurie!
Un niño que sopla ingenuamente la mecha mal encendida de un petardo y que to hace estallar en sus propios ojos, no se queda tan asustado como Mahiette ante la reacción producida en la celda de la hermana Gudule al oír aquel nombre.
Todo el cuerpo de la reclusa se estremeció, se puso de pie y dio un salto hacia la claraboya con unos ojos tan encendidos que Mahiette y Oudarde, el niño y la otra mujer retrocedieron hasta la pared del malecón.
La figura siniestra de la reclusa aparecía agarrada a la reja de la lucera.
-¡Ahh! -gritaba con una risa espantosa-. ¡Me está llamando la egipcia!
Y entonces la escena que se desarrollaba en la picota retuvo su mirada huraña. Su
frente se frunció horrorizada y sacando por fuera de la reja sus dos brazos esqueléticos gritó con voz estentórea:
-¡Otra vez tú, hija de Egipto! ¡Me estás llamando otra vez ladrona de niños! ¡Maldita seas! ¡Maldita! ¡Maldita! ¡Maldita!.