LIBRO SÉPTIMO: I: DEL PELIGRO DE CONFIAR SECRETOS A UNA CABRA

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HABÍAN transcurrido varias semanas.
Eran los primeros días del mes de marzo. El sol, al que Dubartas, ese clásico antepasado de la perífrasis, no había aún llamado el gran duque de lat candelas, no estaba por ello menos alegre y esplendoroso. Era uno de esos días de primavera, tan tranquilos y bellos que todo París festeja como si fueran domingos, desparramándose por plazas y paseos. En esos días claros, cálidos y serenos, hay una hora muy propicia para admirar el pórtico de Nuestra Señora. Es justo el momento en que el sol, declinando ya hacia su ocaso mira casi de frente a la catedral. Sus rayos, cada vez más horizontales, se retiran lentamente del empedrado de la plaza, y van ascendiendo a pico a to largo de la fachada haciendo destacar con su luz y sus sombras los mil relieves que la forman, mientras que el gran rosetón central flambea como el ojo encendido de un cíclope destellante de reverberaciones.
Era aquella hora.
Frente a frente de la alta catedral, roja de sol poniente, en la balconada de piedra abierta sobre el pórtico de una rica mansión gótica que hacían ángulo con la plaza y con la calle del Parvis, un grupo de bellas muchachas refa y charlaba con gran alegría. Por la longitud del velo que caía desde to más alto de su tocado, adornado con numerosas perlas, hasta sus pies, por la finura de la blusa bordada que cubría sus hombros, dejando ver, según la atrevida moda de entonces, el nacimiento de sus bellos pechos virginales, por la riqueza de sus enaguas, más bonitas aún que sus vestidos (refinamiento maravilloso), por los tules, por los terciopelos con que estaban hechas todas sus ropas y principalmente por la blancura de sus manos, manifiestamente ociosas y desocupadas, no era difícil adivinar que se trataba de bellas y ricas herederas. Era en efecto la señorita Flor de Lis de Gondelaurier y sus compañeras Diana de Christeuil, Amelotte de Montmichel, Colombe de Gaillefontaine y la pequeña de Champchevrier. Todas ellas hijas de buena familia, reunidas en aquel momento en casa de la viuda de Gondelaurier, con motivo de la llegada a Paris de monseñor de Beaujeu y de su señora esposa para escoger a las damas de honor de la princesa heredera, Margarita, a la que había que recibir en Picardía, de manos de los flamencos.
Todos los hidalgos en treinta leguas a la redonda pretendían ese favor para sus hijas y muchos de ellos las habían ya llevado o enviado a París. Éstas habían sido confiadas por sus padres a la guarda discreta y vigilante de madame Aloîse de Gondelaurier, viuda de un antiguo jefe de los ballesteros del rey, retirada con su única hija en su casa de la plaza del Parvis de Nuestra Señora en Paris.
El balcón en donde se hallaban aquellas jóvenes pertenecía a una sala ricamente tapizada con cuero de Flandes de color leonado con ramos dorados. Las vigas que rayaban paralelamente el techo alegraban la vista con mil curiosas esculturas pintadas y doradas. En unos bargueños repujados, brillaban aquí y allí espléndidos esmaltes; una cabeza de jabalí, de porcelana, coronaba un magnífico aparador cuyos dos niveles testimoniaban que la dueña de la casa era mujer o viuda de un caballero distinguido. A1 fondo, al lado de una alta chimenea adornada de arriba a abajo con escudos y blasones se hallaba sentada en un riquísimo sillón de terciopelo rojo la dama de Gondelaurier, cuyos cincuenta años se dejaban notar tanto en sus vestidos como en su rostro. A su lado, permanecía de pie un joven de porte orgulloso, aunque un tanto vano y bravucón; uno de esos guapos mozos que caen bien a todas las mujeres aunque los hombres graves y fisionomistas los desprecien un tanto. Aquel joven lucía un brillante uniforme de capitán de los arqueros del rey, ínuy semejante al traje de júpiter que ya hemos tenido ocasión de admirar en el primer libro de esta historia, para evitarle así al lector la pesadez de una segunda descripción.
Las señoritas estaban sentadas, unas en la sala y otras en el balcón, sobre almohadones de terciopelo de Utrecht con cantonerás doradas unas y otras sobre escabeles de roble tallados con flores y ccn figuras. Cada una tenía en sus rodillas un trozo de un gran tapiz para tejer a mano, que estaban confeccionando en común y
del que un buen trozo se extendía por la estera que cubría el suelo. Charlaban entre ellas con esa voz susurrante y esas medias risas contenidas, propias de una charla de muchachas cuando hay un hombre joven entre ellas. Ese joven, cuya presencia bastaba para poner en juego el amor propio de aquellas muchachas, parecía no preocuparse demasiado por ellas, y mientras ellas intentaban sutilmente atraer su atención, él parecía más bien interesado en sacar brillo con su guante de piel a la hebilla de su cinturón.
De vez en cuando la señora le dirigía la palabra y él le respondía como buenamente podía, pero con una especie de cortesía torpe y un tanto forzada.
Por las sonrisas, por los gestos de complicidad de madame Aloîse, por los guiños que hacía a su hija Flor de Lis, mientras hablaba bajito con el capitán, se desprendía fácilmente que debían ya estar prometidos o que iban muy pronto a contraer matrimonio Flor de Lis y el joven acompañante, mas por la indiferencia y la actitud un canto forzada del oficial, podía deducirse también, al menos por su parte, que no era un compromiso de amor.
Todo su aspecto manifestaba una expresión de desagrado y aburrimiento que nuestros lugartenientes de guarnición traducen hoy admirablemente con la expresión: K¡Qué lata! ¡Hoy me ha tocado a mí!»
La buena señora, muy entusiasmada con su hija, como corresponde a una buena madre, no se daba cuenta del escaso entusiasmo del oficial y no se cansaba de señalarle muy bajito, las mil perfecciones con las que Flor de Lis tejía su tapiz o devanaba su ovillo.
-Fijaos -le decía tirándole de la manga para poder hablarle al oído-. Pero, ¡fijaos cómo se agacha!
-¡Ya to veo, ya! -decía el joven y volvía inmediatamente a su silencio distraído y glacial.
Poco después la joven se agachaba de nuevo y madame Aloîse le insistía:
-¿Habéis visto alguna vez cara tan atractiva y tan alegre como la de vuestra prometida? ¿Puede haberlas más blancas y más rubias? ¿No son sus manos las más perfectas? ¿Y su cuello, no es encantador? ¡Si hasta podría decirse que es como el de un cisne! ¡Cuánto os envidio a veces! ¡Y qué suerte tenéis de ser hombre, pícaro libertino! ¿A que mi hija es adorable? ¿Verdad que estáis perdidamente enamorado?
-¡Claro, claro! -respondía el oficial pensando en otras cosas.
-Pero, decidle algo -le indicó de pronto madame Aloise, empujándole hacia ella-. Os mostráis demasiado tímido.
Podemos asegurar a los lectores que la timidez no era virtud ni defecto del capitán; no obstante intentó hacer to que le pedía.
-Bella prima -dijo aproximándose a Flor de Lis-, ¿cuál es el tema de este bello tapiz en el que trabajáis?
-Querido primo -respondió Flor de Lis con un cierto aire despectivo-: ya os to he dicho más de tres veces: es la gruta de Neptuno.
Era evidente que Flor de Lis veía mucho más claro que su madre la actitud fría y displicente del capitán, hasta el punto que él sintió la necesidad de iniciar una conversación.
-¿Y para quién es toda esa neptunería? -le preguntó.
-Para la abadía de Saint-Antoine-des-Champs --le respondió Flor de Lis sin levantar la vista.
El capitán cogió una esquina del tapiz.
-¿Quién es bella prima, este gendarme gordinflón que sopla con todas sus fuerzas en una trompeta?
-Es Tritón -respondió la joven.
Se deducía de sus respuestas un tono de enfado y el joven comprendió que convenía decirle algo al oído, cualquier tontería, una galantería o cualquier cosa; así que se inclinó pero no fue capaz de encontrar en su imaginación nada más tierno o más íntimo que esto:
--¿Por qué vuestra madre lleva siempre un sobreveste con escudo de armas, como nuestras abuelas en tiempos de Carlos VII? Decidle, hermosa prima que ya no se llevan esas cosas y que su gozne y su laurel bordados en su vestido en forma de blasón le dan un aspecto de chimenea acampanada que anda. Además, os juro que no está bien que uno se siente encima de sus escudos de armas.
Flor de Lis elevó hacia él sus bellos ojos para reprocharle así su actitud.
-¿Eso es todo to que tenéis que decirme? -le dijo en voz baja.
Pero la buena señora Aloise, encantada de verles así tan juntos y susurrándose cosas
al oído, decía mientras jugueteaba con los cierres de su libro de las horas: -¡Qué emocionante escena de amor!
El capitán, cada vez más molesto, recurrió nuevamente a la tapicería: -¡Es en realidad un trabajo encantador! -exclamó.
A1 oír esto Colombe de Gaillefontaine, otra bella rubia de piel blanca con hermosos adornos de damasco azul en su cuello, se decidió a dirigir unas palabras a Flor de Lis con la esperanza de ser respondida por el capitán:
-Querida Gondelaurier, ¿habéis visto las tapicerías del hotel de la Roche-Guyon?
-¿Es el hotel en cuyo patio está el jardín de la lencera del Louvre? -intervino sonriente Diane de Christeuil, mostrando sus hermosos dientes, razón por la que sonreía por cualquier circunstancia.
-¿Y donde se encuentra el torreón de la antigua muralla de París -añadió Amelotte de Montmichel, una bellísima morena, rizosa y lozana, que tenía la costumbre de suspirar, tanto como la otra de reír, sin saber muy bien por qué.
-Querida Colomba -intervino madame Aloise-, ¿os referís a la residencia que pertenecía al señor de Bacqueville, durante el reinado dé Carlos VI? Ya to creo que guarda hermosas tapicerías.
-¡Carlos VI! ¡El rey Carlos VI, nada menos! -murmuró el joven capitán atusándose el bigote-. ¡Cuántos viejos recuerdos tiene esta buena señora!
Madame de Gondelaurier proseguía:
-¡Soberbias tapicerías, ya to creo! Un trabajo tan elaborado que no se encuentra otro igual.
En aquel momento Bérangére de Champchevrier, una espigada niña de siete años, que estaba mirando la plaza por entre los trifolios de la balconada, exclamó:
-¡Eh! Mirad, bella madrina Flor de Lis, qué hermosa bailarina está danzando en la plaza y cómo toca la pandereta.
Y, en efecto, se oía el alegre sonido de una pandereta.
-Será alguna gitana de Bohemia -dijo Flor de Lis, volviéndose displicente a mirar. -¡Vamos, vamos! -exclamaban sus compañeras y corrieron todas hacia el balcón,
mientras Flor de Lis, dolida por la frialdad de su prometido, las seguía lentamente, y éste, tranquilo porque el incidence había acabado con aquella conversación forzada, se retiraba hasta el fondo de la estancia con la impresión de un soldado que ha sido relevado de su servicio. Sin embargo, debería ser un agradable y encantador servicio el ocuparse de la bella Flor de Lis, al menos así to había sido al principio. Pero el capitán había ido desilusionándose poco a poco y la perspectiva de su próximo matrimonio le dejaba cada vez más frío. Además era un hombre de humor inconstante y, digámoslo, también de gusto un tanto vulgar. Aunque de muy noble cuna, la vida militar le había hecho contraer hábitos de soldadesca y así le gustaba frecuentar las tabernas y su ambience; sólo se encontraba a gusto diciendo palabrotas, entre galanteos militares y haciendo conquistas entre mujeres fáciles. Sin embargo su familia le había ofrecido una sólida educación y buenas maneras pero, desde muy joven, había comenzado a recorrer todo el país, de guarnición en guarnición, llevando vida de cuartel y cada día aquel barniz de gentilhombre se iba borrando un poquito con el roce de su talabarte de oficial. Aunque la seguía visitando de vez en cuando por un resto de dignidad, se sentía doblemente molesto en casa de Flor de Lis; primeramente porque, a fuerza de dispersar su amor en todo tipo de lugares y ocasiones, le quedaba ya muy poco para ofrecerle a ella, y además porque rodeado de damas tan bellas, tan estiradas, tan emperifolladas y tan decentes, tenía el recelo constante de que su boca, acostumbrada por demás a palabrotas y blasfemias, pudiera en cualquier momento perder su freno y dejar escapar alguna expresión tabernaria. ¡Puede uno imaginarse el efecto producido!
Además todo esto se mezclaba en él con grandes pretensiones de elegancia de buena presencia y de distinción. Así que cada cual se las arregle como buenamente pueda para entender esto. Yo sólo soy historiador y me limito a exponer los hechos.
De modo que, pensando o sin pensar, llevaba ya un ratito en silencio, apoyado en la chambrana esculpida de la chimenea, cuando Flor de Lis se volvió de pronto hacia él y le dirigió la palabra. Después de todo, si la pobre muchacha estaba enfadada, no era por ella sino por culpa de su corazón.
-Querido primo, ¿no nos habéis hablado de una joven zíngara a la que salvasteis hace dos meses, de manos de una docena de ladrones, mientras hacíais la ronda nocturna?
-Creo que sí, bella prima.
-¿Y no será acaso esta misma que está ahora bailando en la plaza? Acercaos, primo Febo, a ver si la reconocéis.
Él percibió un secreto deseo de reconciliación en aquella amable invitación que le hacía para acercarse a ella y por el hecho de haberle llamado por su nombre. El capitán Febo de Châteaupers (pues es él a quien tiene el lector ante su vista desde el comienzo del capítulo) se aproximó lentamente al balcón.
-Fijaos -le dijo Flor de Lis, tomando tiernamente el brazo de Febo-, mirad esa jovencita que baila en medio de la gente, ¿es la zíngara que conocéis?
Febo la miró un instante y dijo:
-Sí; la reconozco por su cabra.
-¡Ah, es verdad! Tiene una cabritilla -exclamo Amelotte con admiración.
-¿Es verdad que sus cuernos son de oro? -preguntó Bérangére.
Madame Aloise contestó sin moverse de su sillón:
-¿No es una de esas gitanas que llegaron el año pasado por la Porte Gibard?
-Mi señora madre -corrigió amablemente Flor de Lis-, esa puerta se llama ahora Porte
d'Enfert.
La señorita Gondelaurier conocía hasta qué punto aquella manera anticuada de hablar
de su madre chocaba al capitán y en efecto éste había ya empezado a rezongar, diciendo entre dientes:
-¡La Porte Gibard! ¡La Porte Gibard! ¡Ni que tuviera que pasar por ella Carlos VI!
-¡Madrina! -exclamó Bérangère moviendo sin cesar los ojos y fijándolos en las torres de Nuestra Señora-. ¿Quién es ese hombre de negro que se ve a11á arriba?
Todas las jóvenes levantaron la mirada hacia las torres y vieron en efecto a un hombre con los codos apoyados en la balaustrada superior de la torre septentrional que daba a la plaza de Gréve. Era un clérigo. Se distinguían claramente sus ropajes y su rostro apoyado en ambas manos y se mantenía tan quieto que parecía una estatua.
Su mirada estaba fija en la plaza. Era algo así como la mirada del milano que acaba de descubrir un nido de pájaros al que no quita la vista.
-Es el señor archidiácono de Josas -dijo Flor de Lis.
-Tenéis una vista magnífica si sois capaz de reconocerle desde aquí -precisó la Gaillefontaine.
-¡Con qué atención mira a la bailarina! -añadió Diane de Christeuil.
-Pues que tenga cuidado esa egipcia -dijo Flor de Lis- ya que al archidiácono no le gusta Egipto.
-Pues es una pena que la mire de esa manera porque la verdad es que baila maravillosamente -añadió Amelotte de Montmichel.
-Primo Febo -dijo de pronto Flor de Lis-, ya que conocéis a esa gitanilla, ¿por qué no le pedís que suba? Nos distraería mucho.
-¡Muy bien! -dijeron todas las muchachas aplaudiendo.
-Es una locura -respondió Febo-. Seguramente ya no se acuerda de mí y yo no conozco ni su nombre; pero puesto que así to deseáis, señoritas, voy a intentarlo -y, asomándose a la balaustrada del balcón, se puso a gritar.
-¡Pequeña!
La bailarira no tocaba la pandereta en ese momento y volvió la cabeza hacia el lugar de donde venía aquella voz. Su mirada se fijó en Febo y se paró de repente.
-¡Pequeña! -insistió el capitán, al tiempo que con el dedo le hacía signos para que subiera.
La joven volvió a mirar se ruborizó como si una llama le hubiera subido hasta las mejillas, y cogiendo la pandereta bajo él brazo, se dirigió por entre los espectadores asombrados hacia la puerta de la casa desde la que Febo la llamaba, lentamente, titubeando y con la mirada perdida de un ave que cede a la fascinación de una serpiente.
Poco después se descorrió la cortina que había ante la puerta y apareció la gitana en el umbral de aquella sala. Estaba ruborizada, confusa, sofocada, bajo sus grandes ojos y sin atreverse a dar un paso más.
Bérangére se puso a aplaudir.
La bailarina sin embargo permanecía inmóvil en el umbral de la puerta. No cabía duda de que su aparición había producido también un efecto singular en aquel grupo de jóvenes. También era cierto que un vago a impreciso deseo de agradar al apuesto oficial animaba a todas a la vez y que su espléndido uniforme era el punto de mira de todas sus coqueterías y que, desde su llegada, existía entre ellas una cierta rivalidad secreta y sorda que no se confesaban casi ni a sí mismas pero que no por ello dejaba de manifestarse constantemente en sus gestos y en sus palabras. Ahora bien, como la belleza de todas ellas era pareja, todas luchaban en igualdad de condiciones y todas podían esperar la victoria. Y, claro, la aparición de la gitana había roto bruscamente aquel equilibrio. Era tan rara su belleza que cuando surgió a la entrada de la estancia parecía despedir una especie de luz propia; en aquella sala cerrada, un canto sombría bajo los artesonados y los tapices de las paredes, ella aparecía incomparablemente más hermosa y más radiante que en la plaza pública. Era como una antorcha trasladada de la claridad a la penumbra; y aquellas nobles damiselas se sintieron, a su pesar, deslumbradas. Cada una de ellas se sintió herida en su belleza, y por esta razón su frente de batalla, perdónesenos la expresión, cambió inmediatamente sin decirse una sola palabra entre ellas, pero todas to entendieron perfectamente. El espíritu femenino se compenetra más rápidamente que la inteligencia de los hombres. Una enemiga acababa de presentarse; y todas tuvieron este mismo sentimiento y todas se aliaron contra ella. Basta una gota de vino para teñir todo un vaso de agua; y para teñir o cambiar el ambience de toda una reunión de hermosas mujeres basta con la llegada de una más bonita que ellas; sobre todo si en la reunión hay un solo hombre.
Por ello el recibimiento que hicieron a la gitana fue maravillosamente glacial. La miraron de arriba a abajo después se miraron entre ellas y todo quedó dicho. Sabían perfectamente to que querían. Por su parte la muchacha esperaba que le dijeran algo y es- taba tan emocionada que no se atrevía a levantar los párpados.
Fue el capitán el primero que rompió el silencio.
-¡A fe mía, que es una criatura encantadora! -afirmó con un tono intrépido de ligereza-. ¿Qué opináis vos, mi querida prima?
Esta observación que un admirador más delicado debería haber hecho en voz baja, no ayudó precisamente a disipar los celos de las jóvenes que permanecían muy atentas a la gitana.
Así Flor de Lis respondió al capitán con una disimulada afectación desdeñosa.
-No está mal.
Las otras hicieron sus cuchicheos ante esta respuesta, hasta que madame Aloîse, que
no era la menos celosa, pues to estaba por su hija, se dirigió a la bailarina.
-Acercaos, pequeña.
-Acercaos, pequeña -repitió con una dignidad cómica Bérangère, que apenas si le
llegaba a la cadera.
La egipcia se acercó hacia la noble dama.
-Bella niña -dijo Febo con énfasis acercándose unos pasos hacia ella-. No sé si tengo
la enorme dicha de ser reconocido por vos...
Ella le interrumpió dirigiéndole una sonrisa y una mirada llena de una infinita
delicadeza.
-¡Oh, sí! -le dijo.
-Tiene buena memoria -observó Flor de Lis.
-Es que la otra noche -añadió Febo- desaparecisteis rápidamente. ¿Os asusté acaso? -¡Oh, no! -dijo la gitana.
Y había en el acento con que aquel ¡oh, no! fue pronunciado, después del ¡oh, .rí.á
anterior, algo inefable que hirió a Flor de Lis.
-Pues me dejasteis en sustitución vuestra, preciosa niña -continuó el capitán cuya
lengua se iba soltando al hablar a una chica de la calle- a un maldito tipo tuerto y jorobado; el campanero del obispo creo que era. Me han dicho que era hijo bastardo de un archidiácono y diablo de nacimiento. Tiene un nombre la mar de divertido; se llama Témporas o Pascua Florida o Martes de Carnaval(1), ya no sé cómo: ¡Un nombre de fiesta, de las de repicar campanas! ¡Se permitía raptaros como si estuvieseis hecha para un muñidor! ¡Es por demás! Decid, ¿qué pretendía de vos ese cárabo?
-No lo sé -respondió ella.
1. Una nota de Víctor Hugo en sus papeles de Nuestra Señora de París dice: «nombres para elegir el del campanero: Malempant, Mardi-Gras, Babylas, Quatre-vents, Quasimodo, Guerf, Mammés, Ovide, Ischirion.
-¡Es inconcebible! ¡Un campanero raptar a un chica como si fuera un vizconde! ¡Un villano cazar furtivamente la caza de los nobles! ¡Es increíble! Hay que decir de paso que bien caro lo ha pagado, pues maese Pierrat Torterue es el más rudo palafrenero que jamás haya zurrado a un pícaro; y además os diré, por si os sirve de consuelo, que la piel de vuestro campanero ha sido bien vapuleada con sus manos.
-¡Pobre hombre! -respondió la gitana, a la que aquellas palabras habían reavivado el recuerdo de las escenas de la picota.
El capitán soltó una risotada.
-¡Cuernos! ¡Es ésa una compasión que le cae a ese bribón como una pluma en el culo de un cerdo! Que me vuelva barrigudo como un papa si...
Se detuvo en seco.
-Perdón, señoras. Creo que iba a decir alguna tontería.
-¡Por Dios, señor! -dijo la Gaillefontaine.
-Está hablando a esa criatura en su propia lengua -añadió a media voz Flor de Lis
cuyo despecho crecía por momentos y desde luego no disminuyó viendo cómo el capitán estaba encantado de la gitana y principalmente de sí mismo, ni al verle pavonearse repitiendo con galantería grosera y soldadesca:
-Una hermosa mujer, a fe mía.
-Y bastante burdamente vestida -dijo Diane de Christeuil luciendo su dentadura con una sonrisa.
Esta reflexión abrió un rayo de luz para las demás, pues les hizo ver el lado más vulnerable de la gitana. Ya que no podían morder en su belleza, atacaban su vestimenta.
-Es cierto, pequeña -dijo la Montmichel-. ¿Dónde has aprendido a correr por las calles vestida así sin toca ni gorguera?
-Y esa falda tan corta es para echarse a temblar -añadió la Gaillefontaine.
-Y además, querida, insitió con cierta crudeza Flor de Lis -corréis el riesgo de que os detenga la guardia de la docena por llevar ese cinturón dorado.
-Pequeña -siguió la Christeuil con una sonrisa implacable-, si to cubrieras honestamente esos brazos, no to los quemaría Canto el sol.
Realmente era un auténtico espectáculo, digno de un espectador más inteligente que Febo, el ver cómo aquellas hermosas jóvenes con sus lenguas envenenadas a irritadas, serpenteaban, se deslizaban y se retorcían alrededor de la bailarina callejera. Eran crueles y graciosas. Rebuscaban, hurgaban malignamente con sus palabras en su pobre y extraña vestimenta, adornada con lentejuelas y oropeles. Todo eran sonrisas, ironías y humillaciones continuas. Llovían sobre la egipcia la falsa y altiva amabilidad, los sar- casmos y las miradas despectivas. Eran como aquellas jóvenes romanas que se divertían clavando alfileres de oro en los senos de una hermosa esclava. Eran como elegantes galgas cazadoras girando, con las fauces abiertas y los ojos exaltados, en torno a una pobre cervatilla del bosque, a las que la mirada del amo no permite matar.
¿Qué era, después de todo, ante aquellas jóvenes de gran abolengo una miserable bailarina callejera? No les preocupaba to más mínimo su presencia y hablaban de ella, ante ella o a ella misma, en voz alta como de algo sucio y bastante abyecto, aunque bas- tante bonito a la vez.
La gitana no era insensible a aquellas punzadas y de vez en cuando subía a su rostro un rubor de vergüenza, y un destello de cólera encendía sus ojos o sus mejillas; más de una réplica desdeñosa estuvo a punto de aflorar a sus labios y hacía con evidente desprecio aquel mphín del que ya hemos hablado al lector en otras ocasiones, pero se callaba. Inmóvil dirigía a Febo una mirada de resignación, triste y dulce; había también algo de dicha y de ternura en aquella mirada. Podría decirse incluso que prefería estar callada por miedo a que la echasen de allí.
Febo, por su parte, sonreía y tomaba partido por la gitana con una mezcla de impertinencia y de compasión.
-Déjalas que hablen, querida -repetía haciendo sonar sus espuelas de oro-; vuestra vestimenta tiene mucho de extravagante pero, ¿qué importancia puede tener eso siendo como sois una joven encantadora?
-¡Dios mío! -exclamó la rubia Gaillefontaine, resaltando su cuello de cisne con una sonrisa amarga-, observo que los señores arqueros de la ordenanza del rey se encandilan gustosamente ante los bellos ojos de las egipcias.
-¿Y por qué no? -contestó Febo.
Ante esta respuesta displiceñte del capitán, lanzada como una piedra sin preocuparse del lugar en donde pueda caer, Colombe se echó a reír y Diana y Amelotte y también Flor de Lis, a la que al mismo tiempo le brotó una lágrima de sus ojos.
La gitana, que había bajado la vista ante.las palabras de Colombe de Gaillefontaine, la elevó de nuevo radiante de alegría y de orgullo para mirar a Febo con agradecimiento. Estaba muy hermosa en aquel momento.
La buena señora Alo?se, que presenciaba aquellas escenas, se sintió ofendida y no acertaba a comprender.
-¡Virgen santa! -exclamó de pronto-. ¿Qué es eso que se mueve entre mis piernas? ¡Ay, desgraciado animal!
Era la cabra que acababa de llegar buscando a su dueña y que, al precipitarse hacia ella, había metido sus cuernos entre el revuelo de rtipa que formaba a sus pies el vestido de la noble dama cuando permanecía sentada.
Aquello fue una diversión más. La gitana la separó sin decir una palabra.
-¡Oh! ¡Es ésta la cabritilla con sus pezuñas doradas! -exclamó Bérangère dando saltos de alegría.
La gitanilla se puso de rodillas y apoyó en sus mejillas la cabeza suave y acariciadora de la cabrita. Parecía como si la pidiera perdón por haberla abandonado de aquella manera.
Diane se puso a susurrar algo al oído de Colombe.
-¡Dios mío! ¡Pero cómo no to habré pensado antes! Es la gitana de la cabra. La llaman bruja y dicen que su cabra hace imitaciones y trucos milagrosos.
-¡Pues que nos divierta también la cabra haciéndonos uno de esos milagros! Diane y Colombe se dirigieron vivamente a la gitana diciéndola:
-¡Dile a to cabra que nos haga un milagro, pequeña!
-No sé to que queréis decir con ello -respondió la bailarina.
-Pues eso; un milagro; magia, en fin, cualquier brujería de ésas.
-No sé hacerlo.
Y se puso a acariciar de nuevo la linda cabeza de su cabra mientras le decía:
-¡Djali! ¡Djali!
Flor de Lis se fijó entonces en una bolsita de cuero bordada que la cabra llevaba
colgada del cuello.
-¿Qué es eso? -preguntó a la gitana.
La gitana la miró con sus grandes ojos y respondió muy seriamente:
-Eso es mi secreto.
-Ya me gustaría conocer cuál es to secreto -pensó Flor de Lis.
Entonces se levantó la buena señora y dijo con cierto tono de enfado.
-Veamos, gitanilla; si tú y to cabrita no vais a bailarnos nada, ¿qué hacéis aquí
adentro?
La gitanilla, sin responder, se dirigió lentamente hacia la puertá y sus pasos eran más
lentos cuanto más se acercaba a ella; era como si un invencible imán la retuviera y de pronto se volvió hacia Febo con los ojos húmedos de lágrimas.
-¡Válgame Dios! -exclamó el capitán-. No puede uno marcharse así. Volved y bailad algo para nosotros. A propósito, querida, ¿cómo os llamáis?
-La Esmeralda -contestó la bailarina sin dejar de mirarle.
Ante este extraño nombre, una risotada loca estalló entre las jóvenes.
-¡Vaya nombre tan horrible para una señorita! -dijo Diane.
-Ya veis que es una embrujadora -replicó Amelotte.
-Desde luego, querida -dijo solemnemente madame Altiise-, ese nombre no to han
pescado vuestros padres en la pila del bautismo.
Desde hacía ya algunos minutos y sin que nadie se fijara, Bérangère había atraído a la
cabra hacia un rincón ofreciéndole un mazapán y en un momento las dos se habían hecho buenas amigas. La curiosa niña había soltado el saquito que la cabra llevaba colgado del cuello, to había abierto y había vaciado su contenido sobre la alfombra. Se trataba de un alfabeto en el que cada letra estaba grabada por separado en una pequeña tablilla de boj. Apenas aquellos juguetes quedaron extendidos en la alfombra cuando la niña vio con sorpresa, y éste debía ser uno de los milagros, retirar algunas letras con su patita dorada y alinearlas en un orden perfecto. Al cabo de unos momentos quedó formada una palabra que la cabra debía tener la costumbre de escribir, por to poco que tardó en formarla. Bérangére exclamó de pronto juntando las manos con admiración:
-¡Madrina, Flor de Lis, fijaos to que acaba de hacer la cabra!
Flor de Lis se acercó y al verlo se estremeció. Las letras ordenadas en el suelo formaban esta palabra:
FEBO
-¿Ha sido la cabra la que lo ha escrito? -preguntó ella con la voz alterada.
-Sí, madrina -respondió Bérangére.
-Era imposible dudar de ello pues la niña no sabía escribir.
-¡Ése es el secreto! -pensó Flor de Lis.
Pero al grito de la niña habían acudido todos; la madrer las jóvenes, la bohemia y el
oficial.
La gitana vio la tontería que había escrito su cabra y se puso roja y luego pálida y
finalmente se echó a temblar ante el capitán como si fuera culpable. Éste se quedó muy sorprendido mirándola con una sonrisa.
-¡Febo! -murmuraban estupefactas las jóvenes-. ¡Es el nombre del capitán!
-¡Tenéis una memoria excelente! -dijo Flor de Lis a la gitana que se había quedado petrificada. Un porn después, rompiendo a llorar y cubriéndose el rostro con sus bellas manos exclamó balbuciente-: ¡Es una bruja! -pero en el fondo de su corazón oía otra voz más amarga aún que decía: ¡Es una rival!
Y se desvaneció.
-¡Hija mía! ¡Hija mía! ¡Vete, gitana del infierno!
En un abrir y cerrar de ojos la Esmeralda recogió las inoportunas letras, hizo una seña
a Djali y salió por una puerta mientras se llevaban por otra a Flor de Lis.
El capitán Febo, que se había quedado solo, dudó un momento entre las dos puertas y
siguió a la gitana.

Nuestra señora de París ( El jorobado de notre-dame ) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora