EL lector ya sabrá que una parte de la Corte de los Milagros estaba cerrada por la
antigua muralla del recinto de la ciudad, y que buena parte de las torres de esa muralla empezaban ya a derrumbarse en aquella época. Una de aquellas torres la habían convertido los truhanes en lugar de diversión. Habían hech
un bar en la sala de abajo y las demás cosas en los pisos de arriba. Aquella torre era el lugar más activo y en consecuencia el más re pugnante de la truhanería. Era como un enjambre monstruos zumbando noche y día. De noche, cuando el resto de la pordio sería estaba ya durmiendo y cuando no se veía ya ninguna luz e las ventanas de aquellas casas de adobes, cuando ya no se oía nin gún grito en aquel innumerable montón de casas, en aquellos hor migueros de ladrones, de prostitutas, de niños robados o de bas tardos, se podía reconocer siempre aquella torre alegre por el rui do que de ella surgía y por la luz escarlata que se difundía a 1 vez por los respiraderos y por las ventanas y por las grietas d sus ruinosos muros; aquel resplandor se escapaba, por decirlo así por todos los poros de la torre.
El sótano hacía, pues, de taberna. Se bajaba a ella a través d una portezuela y de una escalera tan escarpada como un alejandrino clásico. En la puerta aparecía, a guisa de emblema, una pintura mal embadurnada que representaba unas monedas nuevas y unos pollos muertos y desplumados. Por debajo de aquella pintura figuraba una inscripción interpretativa de la misma: Aux ronneurs pour les trépatsés(6).6 Juego fonético de palabras sin equivalencia en español, que podría ser más o menos: Aux sols (sous) neufs poulets trépassés (a monedas nuevas, pollos muertos), que fonéticamente y con cierta imaginación podría leerse: Aux sonneur pour les trépassés (a los campaneros para los muertos).
Una noche, cuando el toque de queda sonaba en todas las torrres de París, si a los vigías les hubiera dado por entrar en la temible Corte de los Milagros, habrían podido ver que en la taberna aquella había más jaleo que de costumbre, que se bebía y se juraba más que nunca. Afuera había varios grupos que hablaban en voz baja, como cuando se está tramando una conspiración, mientras que acá o a11á, algunos de aquellos tipos afilaban contra a empedrado las hojas de sus cuchillos.
Sin embargo, en el interior, el vino y el juego distraían tan fuertemente aquella noche a los truhanes que habría resultado muy difícil adivinar, por to que ellos decían, de qué se trataba. Sólo se veía que estaban más alegres que de ordinario y que a todos se les veía de vez en cuando algún arma entre las ropas; una hoz, un hacha, un tajo o el cañón de un viejo arcabuz.
La sala, de forma redonda, era muy amplia pero las mesas se hallaban tan juntas unas de otras y los bebedores eran tantos que todo to que había en la taberna: hombres, mujeres, bancos, jarras de cerveza, los que bebían, los que dormían y los que jugaban, los sanos, los lisiados... parecían amontonados con tanto orden y armonía como un montón de conchas de ostras. Había algunas velas de sebo encendidas por las mesas, pero la verdadera luminaria de la taberna, to que hacía el papel de araña de techo en un teatro de ópera, era el fuego. Aquel sótano eran tan húmedo que nunca se dejaba apagar la chimenea, ni incluso en pleno verano. Era enorme, con campana esculpida, protegida con fuertes parrillas de hierro y atizadores. Tenía uno de esos grandes fuegos de leña y de turba que de noche, en las calles de los pueblos, reflejan en rojo, sobre las paredes de enfrente, el espectro de las ventanas enrejadas. Un encargado, sentado gravemente cerca del fuego, hacía girar un asador, lleno de trozos de carne.
Aunque la confusión era grande, en una primera ojeada podían distinguirse entre el gentío tres grupos principales que se apiñaban en torno a tres personajes, ya conocidos del lector: uno, curiosamente ataviado con muchos adornos a la moda oriental, era Mathias Hungadi Spicali, duque de Egipto y de Bohemia. El bribón estaba sentado encima de una mesa con las piernas cruzadas, el dedo levantado, haciendo exhibición de su ciencia, en voz alta, hablando de magia blanca o de magia negra a cuantos le rodeaban boquiabiertos. Otro grupo se agolpaba en torno a nuestro antiguo amigo, el valiente rey de Tunos, armado hasta los dientes. Clopin Trouillefou, con aspecto serio y en voz baja, organizaba el pillaje de un enorme tonel lleno de armas, medio reventado ya, del que salían en cantidad hachas, espadas, cazoletas, cotas de malla, cuchillos, puntas de lanza y azagayas, saetas y más hierros, como salen manzanas y uvas del cuerno de la abundancia. Cada cual iba cogiendo del montón, uno un morrión, otro un estoque, otros un puñal; incluso los niños se armaban y hasta algún lisiado había que, armado y hasta acorazado, pasaba por entre las piernas de los bebedores como un enorme escarabajo.
Y, finalmente, un tercer grupo, el más ruidoso y jovial y también el más numeroso, Ilenaba los bancos y las mesas en medio de los cuales peroraba entre juramentos una voz aflautada que surgía por debajo de una pesada armadura completa, desde el casco a las espuelas. El individuo que así se había colgado toda una panoplia, desaparecía de cal manera tras aquella vestidura de guerra que sólo se veía de su persona su descarada nariz, roja, respingona, unos rizos rubios, una boca rosa y unos ojos inquietos.
Llevaba el cinturón cuajado de dagas y puñales; una gran espada al costado, una ballesta oxidada a su izquierada y una enorme jarra de vino ante él, sin contar a una rolliza moza descarriada, que se encontraba a su derecha. Todas las bocas que le rodea- ban bebían, juraban y reían.
Añádase a todo esto otros veinte grupos secundarios, las mozas y mozos de servicio que iban de acá para allá con las jarras en la cabeza, los jugadores en cuclillas dándole a los dados, o a las bolas, a las tabas o al juego apasionante de las anillas; con las discusiones en un rincón y las caricias y los besos en otro. Mecclando todo esto podrá tenerse una idea de aquel cuadro sobre el que vacilaba la luz de aquella gran chimenea llameante, que proyectaba sobre las paredes de la taberna mil sombras desmesuradas y grotescas. En to que al ruido se refiere, era como el interior de una campana en pleno repique.
La grasera de la que saltaba una lluvia de grasa llenaba con su chisporroteo continuo los intervalos de los mil diálogos que se entrecruzaban de una a otra parte de la sala.
Había en medio de todo aquel jaleo, al fondo de la taberna, en el banco interior de la chimenea, un filósofo que se hallaba meditando; tenía los pies en las cenizas y los ojos puestos en los tizones; era Pierre Gringoire.
-¡Vamos, rápido! ¡Apresuraos! ¡Armaos! ¡Antes de una hora estamos en marcha! -decía Clopin Trouillefou a todos aquellos charlatanes. Había también una muchacha que tarareaba:
Bonsoir, mon père et ma mère!
Les derniers couvrent le feu(7).
7. Buenas noches, padre, hasta mañana, madre, / los últimos que se acuesten tapan el
fuego.
Dos jugadores de cartas discutían.
-¡Tramposo! -gritaba el más enfadado de los dos, amenazando al otro con el puño-.
¡Te voy a dejar la cara hecha un trébol! Y así podrás pasar por Mistigri(8) en el juego de cartas de monseñor el rey.
-¡Uf! -protestaba un normando, reconocible por su acento gangoso-. Estamos aquí amontonados como los santos de Caillouville (9).
8 El Valet o la Sota de trébol en la baraja.
9 Varios centenares de estatuas de santos se amontonaban en la pequeña capilla de Caillouville, cerca de la abadía de Saint-Wandrille. Víctoe Hugo hace notar en su documentación para Nuertra Señora de Parfr el refrán normando «tassés comme les saints de Caillouville».
-Hijos -decía el duque de Egipto a su auditorio, hablando en falsete-, las brujas de Francia van a los aquelarres sin escoba ni grasa ni montura; sólo van con algunas palabras mágicas. Las brujas de Italia tienen siempre un macho cabrío esperándolas a la puerta, pero todas ellas salen por la chimenea.
La voz del joven bribón, armado de pies a cabeza, dominaba aquel barullo.
-¡Bravo! ¡Bravo! ¡Hoy hago mis primeras armas! ¡Truhán! Por Cristo que soy truhán. ¡Llenadme el jarro de vino! Amigos míos; me llamo Jehan Frollo du Moulin y soy gentilhombre. Estoy seguro de que si Dios fuera gendarme se acabaría haciendo saltea- dor. Hermanos, vamos a hacer una bonita expedición y todos somos valientes. Asaltaremos la iglesia, derribaremos sus puertas y sacaremos de a11í a la muchacha; la salvaremos de los jueces y de los curas; desmantelaremos el claustro y quemaremos al obispo en el obispado. Y además to haremos todo en menos tiempo del que tarda un burgomaestre en tragarse una cucharada de sopas. Nuestra causa es justa. Saquearemos la catedral y se acabó. Colgaremos a Quasimodo. ¿Conocéis a Quasimodo, señoritas? ¿Le habéis visto jadear con el bordón el día de Pentecostés? ¡Por todos los diablos que es digno de verse! ¡Se diría un diablo a caballo de una gárgola! ¡Amigos míos, escuchadme! Soy truhán hasta el fondo de mi corazón y tengo alma de bellaco. He sido rico y me comí mis bienes. Mi madre quería hacer de mí un oficial y mi padre subdiácono; mi tía consejero de los tribunales, mi abuela protonotario del rey y mi tía abuela tesorero togado; pero yo me he hecho truhán. Se to dije a mi padre y me escupió a la cara su mal- dición; se to dije también a mi madre que se echó a llorar, la pobre señora, y a babear como ese tronco en la parrilla. ¡Viva la alegría! ¡Soy un auténtico liberado! Tabernera, amiga mía, ¡más vino que todavía puedo pagarlo! Pero que no sea de Suresnes que me raspa el gaznate; preferiría, ¡qué diablos!, hacer gárgaras con un cesto.
El auditorio aplaudía y se reía a carcajadas; viendo todo aquel jaleo a su alrededor el estudiante prosiguió.
-¡Qué bien suena este ruido! Populi debacchantis populosa debacchatio!(10)
Y se puso a cantar, con la vista turbada, como en éxtasis y como un canónigo entonando las vísperas.
-¡Quae cantica!;quae organa!;quae cantilenae!¡quae melodiae hic tine fine decantantur! Sonnat melliflua hymnorum, organa suavitaima angelorum melodia, cantica canticorum mira(11).