CLAUDE Frollo no estaba ya en Nuestra Señora cuando su hijo adoptivo cortaba tan
por to sano aquel nudo fatal con el que el desgraciado archidiácono había atado a la gitana y se había atado a sí mismo. Cuando llegó a la sacristía, se quitó el alba, la capa y la estola, arrojándolo todo en las manos de uno de los sacristanes y salió rápidamente por una puerta semioculta del claustro. Allí ordenó a un barquero del Terrain que le cruzara a la orilla izquierda del Sena. Una vez a11í se perdió por entre las empinadas calles de la Universidad sin rumbo fijo, encontrando a cada paso grupos de hombres y mujeres que se apresuraban alegres hacia el Pont Saint-Michel con la esperanza de llegar aún a tiempo de ver colgar a la bruja. Iba pálido, perdido, turbado, más ciego y confuso que un ave nocturna suelta y perseguida en pleno día por una pandilla de muchachos.
No sabía dónde estaba ni to que pensaba. Iba como en sueños; andaba, caminaba, corría, tomando cualquier calle al azar, sin saber cuál era, empujado constantemente hacia adelante por la Grève, por la horrible Grève que sentía confusamente a sus espaldas.
Atravesó así la montaña de Sainte Geneviève saliendo por fin de la ciudad por la Porte Saint-Victor, y continuó alejándose del recinto de torres de la Universidad hasta que las casas empezaron a hacerse más escasas, hasta que, por fin, una elevación del terreno le hizo perder de vista aquel odioso París. Cuando ya se creyó a cien leguas, en el campo, en zona deshabitada, se detuvo y le pareció que por fin respiraba.
Entonces ideas horribles se amontonaron en su cabeza. Comenzó a ver claro en su alma y se estremeció.
Pensó en aquella desventurada muchacha que le había perdido y a quien él, a su vez, había perdido. Echó una mirada huraña a la doble vía tortuosa que la fatalidad había obligado a seguir a sus dos destinos hasta llegar a aquel punto de intersección en que el destino mismo los había destrozado implacablemente. Pensó en el absurdo de los votos perpetuos, en la vanidad de la ciencia, de la castidad, de la religión, de la virtud, incluso en la misma inutilidad de Dios. Se hundió conscientemente en malos pensamientos y, a medida que se hundía más en ellos, sentía estallar en sus entrañas una risa satánica y cavando así en su álma, al comprobar cuán grande era el espacio que la naturaleza había reservado en ella a las pasiones, su risa se hizo aún más amarga. Removió en el fondo de su corazón todo su odio, toda su maldad y reconoció, con la mirada fría de un médico que examina a un enfermo, que ese odio y esa maldad no no eran más que amor viciado; que el amor, ese manantial en el hombre de todas las virtudes humanas, se tornaba en algo horrible en el corazón de un sacerdote, y que un hombre como él se convertía en demonio al hacerse sacerdote. Entonces su risa fue atroz y de pronto se quedó pálido al considerar el aspecto más siniestro de su fatal pasión; de ese amor corrosivo, envenenado, rencoroso, implacable que únicamente había conseguido el patibulo para uno y el infierno para el otro; condenados ambos.
Luego volvió a reírse pensando que Febo estaba vivo que, después de todo el capitán vivía, que estaba alegre y contento, que tenía un uniforme más bonito que nunca y una nueva amante a la que llevaba para ver cómo colgaban a la anterior. Pero aquella risa sarcástica fue mayor cuando se dio cuenta de que, de entre todos los seres vivos a los que habría deseado la muerte, la egipcia única criatura a la que no odiaba, era a la única a la que no había perdonado.
Su pensamiento pasó luego del capitán al pueblo y tuvo un arrebato inaudito de celos: pensó que también el pueblo, todo el pueblo habla tenido ante sus ojos y casi desnuda a la mujer que él amaba. Se retorcía los brazos al pensar que aquella mujer, cuya forma, entrevista sólo por él en la oscuridad, le hubiera proporcionado la suprema felicidad, había sido entregada, en pleno día, a todo un pueblo, vestida como para una noche de voluptuosidad. Lloró de rabia por todos aquellos misterios de amor profanados, manchados, desnudos, marchitos para siempre. Lloró de rabia imaginando cuántas miradas inmundas se habrían recreado en aquel sayal mal ajustado; pensando que aquella bella muchacha, aquella virginal azucena, aquel vaso de pudor y de delicias al que sólo temblando se habría atrevido él a aproximar sus labios, acababa de convertirse en una escudilla pública a la que el populacho más vil de París, los ladrones, los mendigos, los lacayos, se habían acercado a beber, todos juntos, un placer desvergonzado, impuro y depravado.
Y cuando intentaba hacerse una idea de la dicha que habría podido encontrar en la tierra si ella no hubiera sido gitana ni él sacerdote; si Febo no hubiera existido y si ella le hubiera amado; cuando se figuraba que una vida llena de serenidad y de amor le habría sido posible, también a él; que en aquellos momentos y en cualquier lugar de la tierra había parejas felices, disfrutando de dulces charlas bajo naranjos o a la orilla de cualquier arroyuelo, o ante un atardecer o bajo una noche estrellada; y que, si Dios to hubiera permitido, habría podido formar con ella una de esas felices parejas, su corazón se deshacía en ternuras y se llenaba de desesperación.
-¡Oh! ¡Es ella! ¡Es ella!
Era ésta la idea fija que le asediaba sin cesar, que le torturaba, que le presionaba el cerebro y que le desgarraba las entrañas; sin embargo, no to lamentaba, no se arrepentía; todo to que había hecho, volvería a hacerlo una vez más. Prefería verla en las manos del verdugo que en los brazos del capitán; pero estaba sufriendo; sufría tanto que a veces se arrancaba los cabellos para ver si habían encanecido.
Hubo un momento entre otros en que pensó que quizás en aquel mismo instante la horrible cadena que había visto por la mañana podría estar apretando su nudo de hierro alrededor de aquel cuello tan frágil y tan gracioso, y ese pensamiento le hizo sudar por todos los poros de su cuerpo.
Hubo otro momento en que, mientras se reía diabólicamente de sí mismo, se representó a la Esmeralda tal como la viera el primer día, vivaz, despreocupada, alegre atractivamente vestida, inquieta, alada, armoniosa, y la Esmeralda del último día, con el sayal y la cuerda al cuello, subiendo lentamente con sus pies descalzos por la empinada escalera del patíbulo; su imaginación le presentó de cal manera este doble cuadro que no pudo evitar un grito terrible en su garganta.
Mientras que aquel huracán de desesperación transformaba, rompía, doblaba, arrancaba de raíz todo en su alma él se quedaba contemplando la naturaleza que vivía a su alrededor. A sus pies unas gallinas rebuscaban picoteando entre la maleza; los escara- bajos de esmalte corrían al sol y por encima de su cabeza algunas nubes grises huían por el cielo azul y por el horizonte la torre de la abadía de Saint-Victor asomaba por un altozano su obelisco de pizarra y el molinero del otero de Copeaux contemplaba silbando el lento girar de las aspas de su molino. Toda aquella vida tranquila, activa, organizada que bajo mil aspectos, se iba reproduciendo en su entorno, le molestaba y por ello reanudó su huida.
Siguió así, campo a través, hasta la noche. Aquella huida de la naturaleza, de la vida, de sí mismo, del hombre, de Dios, de todo, se prolongó durante el día entero. A veces se tiraba al suelo y arrancaba con sus uñas plantas de trigo todavía tiernas; a veces se detenía en la calle desierta de un pueblo y sus pensamientos le resultaban tan insoportables que se cogía la cabeza con las dos manos como para arrancársela y lanzarla al suelo.
Hacia el atardecer se examinó de nuevo y se encontró casi loco; la tempestad levantada en él desde el instante en que había perdido la esperanza y la voluntad de salvar a la gitana no había dejado en su conciencia ni sola idea sana, ni un solo pensamiento en su sitio. Su razón permanecía prácticamente destruida por completo. Sólo aparecían en su mente dos imágenes muy nítidas: la Esmeralda y el patíbulo; el resto era oscuridad. Aquellas dos imágenes juntas dibujaban en su espíritu un grupo espantoso y cuanto más atención les prestaba, más se agigantaban en una progresión fantástica; una llena de gracia, de encanto, de belleza, de luz y el otro Reno de horror, de manera que, al final, la Esmeralda se le aparecía como una estrella y la horca como un enorme brazo descarnado.
Algo destacable es que, durante aquella horrible tortura, nunca le surgió la idea seria de morir. ¡Así estaba hecho aquel miserable! Se aferraba a la vida y hasta es posible que, detrás de todo ello, viese realmente el infierno.
El día seguía declinando y el ser vivo que aún existía en él, pensó confusamente en la vuelta. Se imaginaba lejos de París pero, cuando se orientó mejor, comprobó que no había hecho sino rodear el recinto de la Universidad. La torre de Saint-Sulpice y las tres altas agujas de Saint-Germain-des-Prés se recortaban en el horizonte, a su derecha y cuando oyó el quién vive de los hombres de armas del abad, los vigilantes del recinto almenado de Saint-Germain, se volvió y tomó el sendero que había delante entre el molino de la abadía y la leprosería uel burgo y un momento después se encontró cerca del Pré-aux-Clercs. Aquel prado era famoso por los tumultos que se organizaban día y noche; era la hidra de los monjes de Saint-Germain, quod monachis Sancti-Germani pratensis hydra fuit, clericis nova semper dissidiorum capita surcitantibus(1).
1. Que para los monjes de San Germán fue una hidra, pues los clérigos suscitaban siempre nuevos motivos de disputa. (Cita de Du Breul.)