II: UN SACERDOTE Y UN FILÓSOFO HACEN DOS

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EL sacerdote que las jóvenes habían visto en lo alto de la torre septentrional, asomado
a la plaza y muy atento a la danza de la gitana, era en efecto el archidiácono Claude Frollo.
Nuestros lectores no se han olvidado de aquella misteriosa celda que el archidiácono se había reservado en esa torre (no sé, para decirlo de pasada, si es la misma cuyo interior puede verse aún hoy por una pequeña ventana cuadrada, abierta hacia el levante a la altura de un hombre, en la plataforma de donde arrancan las dos torres; un cuartucho, hoy vacío y destartalado, cuyas paredes, mal revocadas, están adornadas aquí y a11á con algunos dibujos amarillentos que representan fachadas de catedrales. Imagino que ese agujero esté habitado por murciélagos y arañas, en competencia unos y otras, y haciendo los dos una guerra de exterminio a las posibles moscas).
Todos los días, una hora antes de la puesta del sol, el archidiácono subía la escalera de la torre y se encerraba en aquella celda en donde a veces pasaba noches enteras.
Aquel día, una vez llegado ante la puerta del cuartucho, en el momento en que metía en la cerradura la pequeña y complicada llave que llevaba siempre consigo en la escarcela colgada del costado, llegó a sus oídos un ruido de pandereta y de castañuelas que procedía de la plaza del Parvis. La celda, ya lo hemos dicho, no tenía más que una lucera que daba a la parte posterior de la iglesia.
Claude Frollo volvió a guardar precipitadamente la llave y unos instantes más tarde se encontraba en la parte superior de la torre, en aquella actitud sombría y de recogimiento en que las jóvenes to habían visto.
Estaba a11í serio, inmóvil, absorto en un pensamiento y con la mirada fija en algún punto. Todo París estaba a sus pies con las mil flechas de sus edificios y su horizonte circular de colinas suaves, con su río serpeando bajos los puentes y sus gentes circulando por las calles, con las nubes de humo de sus chimeneas y con la cadena montañosa de sus tejados aprisionando a Nuestra Señora. Pero de toda la ciudad, el archidiácono sólo miraba un punto concreto de la calle: la plaza del Parvis; y de entre toda aquella multitud sólo una figura atraía su atención: la gitana.
Habría sido difícil definir la naturaleza de aquella mirada y de dónde procedía la llama que de ella surgía. Era una mirada fija, Ilena de turbación y de tumultos. Y por la inmovilidad profunda de todo su cuerpo, agitado a intervalos por un escalofrío maquinal como un árbol por el viento, por la rigidez de sus codos, más mármol que la balaustrada en la que se apoyaban, por la sonrisa petrificada que contraía su rostro, se habría dicho que en Claude Frollo sólo había una cosa viva; su mirada.
La gitana estaba bailando. Giraba la pandereta con la punta de los dedos y la lanzaba al alto danzando zarabandas provenzales; ágil, ligera, alegre y sin sentir el peso de la mirada terrible que caía a plomo sobre su cabeza.
El gentío se agolpaba en torno a ella. De vez en cuando un hombre vestido con una casaca amarilla y roja ordenaba aquel círculo e iba luego a sentarse en una silla, a unos pasos tan sólo de la bailarina, y apoyaba la cabeza de la cabra en sus rodillas. Aquel hombre parecía ser el compañero de la gitana. Claude Frolllo, desde aquel lugar tan elevado en donde se encontraba, no podía distinguir sus rasgos.
Desde el momento mismo en que el archidiácono descubriera al desconocido aquel, su atención pareció repartirse entre la bailarina y él. De pronto se incorporó y un temblor recorrió todo su cuerpo:
-¿Quién puede ser ese hombre? -se dijo hablando entre dientes-. ¡Siempre la había visto sola!
Entonces se metió en la bóveda tortuosa de la escalera espiral y bajó. A1 pasar ante la puerta del carillón, que se encontraba entreabierta, vio algo que le llamó la atención; vio a Quasimodo que, asomado a una abertura de esos tejadillos de pizarra que se asemejan a enormes celosías, estaba también mirando a la plaza. Su atención era tan grande que ni siquiera se dio cuenta de que pasaba por a11í su padre adoptivo. Su ojo salvaje tenía una expresión singular. Era una mirada cautivada y dulce.
-Sí que es raro -murmuró Claude-. ¿Será a la gitana a quien está mirando así? -y siguió bajando. Al poco rato el preocupado archidiácono salió a la plaza por la puerta que se encuentra bajo la torre.
-¿Qué ha pasado con la gitana? -preguntó mezclándose con el grupo de espectadores que la pandereta había reunido allí.
-No to sé --contestó alguien- acaba de desaparecer. Creo que se ha ido a bailar algún fandango a esa casa de ahí en frente, de donde la han llamado.
En lugar de la gitana, en aquella misma alfombra cuyos arabescos se borraban momentos antes bajo los dibujos caprichosos de la danza, el archidiácono no vio más que al hombre de rojo y amarillo quien a su vez, para ganar algunas monedas, se paseaba al- rededor del corro en donde bailaba la gitana con los codos en las caderas, con la cabeza echada hacia atrás y la cara congestionada con el cuello estirado y llevando una silla entre los dientes. En aquella silla tenía atado a un gato que le habría prestado una vecina y que maullaba muy asustado.
-¡Por Nuestra Señora! -exclamó el archidiácono cuando el saltimbanqui, sudando a mares, pasó ante él con aquella pirámide de silla y gato encima-. ¿Qué hace aquí maese Pierre Gringoire?
La voz severa del archidiácono sobresaltó tanto al pobre diablo que perdió el equilibrio con todo su edificio, y silla y gato cayeron sobre las cabezas de aquel público en medio de un griterío ensordecedor.
Seguramente maese Pierre Gringoire (porque se trataba de él) habría tenido que vérselas con la vecina del gato y con muchos de los espectadores a causa de los golpes y arañazos, si no se hubiera apresurado, aprovechándose del tumulto, para refugiarse en la iglesta a donde Claude Frollo le hacía señas para que le siguiese.
La catedral estaba ya vacía y en penumbra. La oscuridad se apoderaba de las naves laterales y las lámparas de las capillas comenzaban a brillar en contraste con las tinieblas que envolvían las bóvedas. Sólo el gran rosetón de la fachada principal, envolviendo en mil colores los últimos rayos horizontales del sol, destacaba en la penumbra como un revoltijo de diamantes reflejando en el otro extremo su espectro deslumbrador.
Después de andar unos pasos, dom Claude se apoyó en un pilar y se quedó mirando a Gringoire fijamente. No era aquella mirada la que preocvpaba a Gringoire, avergonzado como estaba de haberse visto sorprendido por una persona grave y docta con aquel traje de payaso. La mirada del cura no encerraba ni burla ni ironía; era más bien seria, tranquila, penetrante y fue el archidiácono el primero en romper el silencio.
-Venid acá, maese Pierre. Vais a tener que explicarme muchas cosas. Primero: ¿a qué se debe el que hace dos meses que no se os haya visto y que aparezcáis ahora por las plazas, vestido con tanta elegancia ¡a fe mía!, con trajes medio amarillos y medio rojos como si fueseis una manzana de Caudebec?
-Micer -dijo lastimosamente Gringoire-, se trata en verdad de una extraña indumentaria y me encuentro más apurado por ello que un gato con una calabaza encima. Sé que no está bien, y to lamento mucho, exponer el húmero de un filósofo pitagórico a las porras de los guardias, si llegan a encontrarme de cal guisa. Pero, ¿qué queréis, reverendo? La culpa la tiene mi antiguo jubón que me abandonó cobardemente a comienzos del invierno, con el pretexto de que se caía a pedazos y que necesitaba it a descansar al cesto del trapero. ¿Qué se puede hacer? La civilización no ha avanzado aútr hasta el punto de permitirle a uno it desnudo por ahí como pretendía el antiguo Diógenes. Añádase a esto que se avecinaba un tiempo muy frío y no es precisamente el mes de ene- ro el mejor para intentar con éxito hacer avanzar un paso así a la humanidad. Apareció esta casaca, la cogí y dejé mi viejo blusón negro que, para un hermético como yo, estaba ya muy poco herméticamente cerrado. Así que aquí me tenéis, vestido de histrión, como San Ginés. ¿Qué queréis? Es como un eclipse; como si Apolo hubiera guardado los rebaños de Admeto.
-¡Pues habéis encontrado un buen oficio! -replicó el archidiácono.
-Estoy de acuerdo, maestro, en que es mejor filosofar y poetizar, soplar la llama en el horno o recibirla del cielo, que andar llevando gatos por el empedrado. Por eso cuando os habéis dirigido a mí me he quedado tan desconcertado como un asno ante un asador pero, ¿qué queréis, maestro? Hay que vivir todos los días y los versos alejandrinos más bellos no valen para comer to que un trozo de queso de Brie. Hice para la princesa Margarita de Flandes aquel famoso epitalamio que ya conocéis, pero la ciudad no me to paga so pretexto de que no era muy bueno. ¡Vamos!, como si se pudiera dar por cuatro perras una tragedia de Sófocles. Así que iba a morirme de hambre cuando por suerte me di cuenta de que no andaba mal de mandíbulas y las he dicho: haced una exhibición de fuerza y de equilibrio y alimentaos vosotras mismas. Ale to iptam. Un montón de vagabundos que se han hecho buenos amigos míos me han enseñado unos cuancos trucos hercúleos y así puedo ofrecer todos los días a mis dientes el pan que han ganado a to largo de la jornada con el sudor de mi frente. A pesar de todo, concedo, reconozco que es un pobre empleo de mis facultades intelectuales y que el hombre no está hecho para pasarse la vida tocando el pandero o mordiendo sillas. Pero, reverendo padre, no basta con pasar la vida, hay que ganársela.
Dom Claude le escuchaba en silencio. De pronto sus ojos hundidos se hicieron tan sagaces y penetrantes que Gringoire se sintió, por decirlo así, escudriñado hasta el fondo del alma por aquella mirada.
-Muy bien, maese Pierre, pero, ¿de dónde viene el encontrarnos en compañía de esta bailarina de Egipto?
-Bueno, pues por nada -contestó Gringoire-, porque ella es mi mujer y yo soy su marido.
Los ojos tenebrosos del sacerdote se inflamaron.
-¿Habrás sido capaz de tal cosa, miserable? -le gritó cogiendo con furia el brazo de Gringoire-. ¿Hasta tal punto to ha abandonado Dios como para poner tus manos en esa joven?
-Os juro, monseñor por la parte que me pueda corresponder del paraíso -le respondió Gringoire temblando por todo su cuerpo- que nunca la he tocado, si es eso to que os inquieta.
-¿Y por qué hablas entonces de marido y mujer?
Gringoire se apresuró entonces a contarle, to más sucintamente posible, todo to que el lector conoce ya de sus aventuras en la Corte de los Milagros y de su matrimonio y del cántaro roto. Parecía, por to demás que aquel matrimonio no se había consumado y que la gitana le escamoteaba todos los días su noche de bodas, como ya ocurriera aquel primer día.
-Es un fastidio -dijo para terminar-, pero se debe a que he tenido la desgracia de desposar a una virgen.
-¿Qué queréis decir? -preguntó el archidiácono que se había ido apaciguando gradualmente al it escuchando el relato.
-Es harto difícil de explicar -le respondió el poeta-, pues se trata de una superstición. Mi mujer, es por to que me ha dicho un viejo hampón, al que llaman entre nosotros el duque de Egipto una niña abandonada, o perdida que da to mismo. Lleva colgado del cuello un amuleto, que según aseguran, le ayudará algún día a encontrar a sus padres, pero que perdería su virtud si la joven perdiera la suya. Y de ahí se desprende el que nosotros dos seamos tan virtuosos.
-Así pues -prosiguió dom Claude cuya frente se despejaba por momentos-, vos creéis, maese Pierre, que esta joven no se ha aproximado jamás a ningún hombre.
-¿Qué creéis, dom Claude, que puede hacer un hombre ante una superstición así? Ella tiene eso metido en la cabeza. Estoy seguro de que esa pudibundez de monja no es sino una rareza que se ha conservado ferozmente entre estas jóvenes gitanas tan fáciles de dominar. Ella sin embargo dispone de tres cosas para su protección: el duque de Egipto que la tomado bajo su protección para venderla, quizás, a algún señor abad; segundo, toda su tribu que siente por ella más veneración que si de Nuestra Señora se tratara y luego una navaja preciosa que la muy pícara lleva siempre escondida en alguna parte, a pesar de las ordenanzas del preboste y que le aparece siempre en las manos en cuanto se la coge por la cintura. ¡Es como una avispa furiosa, creedtne!
El archidiácono siguió acosándole a preguntas.
La Esmeralda era, a juicio de Gringoire, una criatura inofensiva y encantadora a incluso guapa si no fuera por un mohín que le era muy propio; una muchacha ingenua y apasionada, desconocedora de todo y apasionada por todo. Desconocía aún, incluso en sueños, cuál era la diferencia entre un hombre y una mujer; era así; loca sobre todo por la danza, por el ruido, por la libertad; algo así como una mujer abeja con alas invisibles en los pies y viviendo siempre en un torbellino. Esa manera de ser la debía al tipo de vida que había llevado siempre. Gringoire había llegado a saber que de muy niña había recorrido España y Cataluña y había estado hasta en Sicilia; también creía Gringoire que había ido con la caravana de zíngaros, de la que ella misma formaba parte, al reino de Argelia, país situado en la Acadia, que limita por un lado con Albania y Grecia y por el otro con el mar de Sicilia y que está nada menos que en el camino de Constantinopla.
Los gitanos, decía Gringoire, eran vasallos del rey de Argelia en su calidad de jefe de la nación de los Moros Blancos. Lo que era cierto es que Esmeralda había venido a Francia desde Hungría, siendo aún muy niña. De todos estos países la muchacha había conservado jirones de jergas extrañas, canciones a ideas extranjeras que hacían que su lenguaje fuese algo tan abigarrado como sus vestidos, medio parisinos y medio africanos. Además las gentes de los barrios que ella frecuentaba la querían por su alegría, por su gentileza, por sus modales decididos, por su forma de bailar y sobre todo por sus canciones. En toda la ciudad, sólo había según ella dos personas que la odiaran y de las que ella hablaba muy frecuentemente y con gran temor: la Sachette de la Tour-Roland, una vulgar reclusa que no se sabía por qué, pero sentía un extraño odio hacia los gitanos y que maldecía a la pobre bailarina cada vez que pasaba ante su lucera y a un sacerdote que siempre que la encontraba la miraba y le hablaba de cal forma que ella sentía miedo. Esta última circunstancia confundió al archidiácono sin que Gringoire se preocupara demasiado por su turbación. Hasta cal punto habían bastado dos meses para que el des- preocupado poeta olvidara los detalles singulares de aquella noche en que había encontrado a la gitana y la presencia del archidiácono en aquel asunto. Por to demás la bailarina no temía nada. Como no echaba la buenaventura, estaba al abrigo de procesos por magia tan frecuentes entre los gitanos.
Además Gringoire era para ella como un hermano, no como un marido, y el filósofo soportaba muy pacientemence aquella especie de matrimonio platónico que al menos le proporcionaba una morada y pan. Cada mañana salía de la truhanería generalmente con la gitana, y la ayudaba a hacer la colecta por las plazas recogiendo las monedas de cobre y de plata y por la noche volvía con ella y se quedaban bajo el mismo techo; ella sin embargo se encerraba en su cuartucho y se dormía con el sueño de los justos.
Una exístencia muy dulce y muy propicia a la fantasía y además en su alma y en su conciencia no escaba muy seguro de estar perdidamente enamorado de la gitana. Casi le gustaba la cabra tanco como ella. Era un animalito encantador, dulce, inteligente, es- piritual; casi casi una cabra sabia. Nada más frecuente en la Edad Media que esos animales sabios que maravillaban a todos los que los veían y que con tanta frecuencia habían llevado a la hoguera a Bus instructores. Sin embargo, las brujerías de la cabrita de pezuñas doradas eran truquitos inocentes. Gringoire se los explicó al archidiácono a quien parecían interesar mucho aquellos detalles. Bastaba casi siempre con presentar a la cabra la pandereta en cal o cual posición para que ella realizara la gracia pretendida. Fue la misma gitana quien le había adiestrado en ello pues mostraba para esas habilidades un talento tan notable que le habían bastado dos meses para enseñar a la cabra a escribir con las letras sueltas la palabra Febo.
-Febo -dijo el cura-; ¿por qué Febo?
-No lo sé -contestó Gringoire-. Debe tratarse de alguna palabra que ella cree dotada de algún poder mágico y secreto. Incluso to repite en voz baja cuando cree estar sola.
-¿Estáis seguro -insistió Claude con su mirada penetrantede que se trata de una palabra y no de un nombre?
-¿Un nombre de quién? -preguntó el poeta.
-Yo qué sé -contestó el sacerdote.
-Yo imagino, micer, que estos bohemios son bastante supersticiosos y adoran al sol y
de ahí vendrá to de Febo.
-No me parece tan claro como a vos, maese Pierre.
-A mí me da igual. Puede estar repitiendo Febo cuantas veces quiera. Lo que es cierto
es que Djali me quiere tanco como a ella.
-¿Qué es eso de Djali?
-Es su cabra.
El archidi£cono apoyó el mentón en la mano y se quedó medicando un momento y de
pronto se volvió bruscamente hacia Gringoire. -¿Y puedes jurarme que no la has tocado? -¿A quién? -dijo Gringoire-, ¿a la cabra? -No, a esa mujer.
-¿A mi tnujer? Os juro que no.
-¿Y to encuentras a Bolas con ella mochas veces?
-Todas las noshes durance más de una hors.
Dom Claude frunció el entrecejo.
-¡Oh! Solus cum sola non cogitabantur orare paler noster(2).
2 Solo y sola no podrá pensarse que rezan el padrenuestro.
-A fe mía que podría rezar no ya el padrenuestro sino el ave María y el credo in Deum
patrem omnipotentem sin que ella se preocupe m£s de mí que una gallina de una iglesia. Júrame por to madre -repitió el archidi£cono con violencia-, que no has tocado a esa
criarura ni con la puma de los dedos.
-Os to juraría también por la cabeza de mi padre pues ambas cosas se relacionan, pero
permitidme a mi vez una pregunta, reverendo maestro.
-Hablad, señor.
-¿Por qué os importa canto?
La p£lida figura del archidi£cono se tornó roja coal las mejillas de una muchacha y se
quedó cortado un momento; luego dijo visiblemente rurbado.
-Escuchad, maese Pierre Gringoire. Que yo sepa, aún no estáis condenado; me
intereso por vos y os deseo to mejor; sin embargo, cualquier contacto, el más mínimo incluso, con esa gitana del demonio, os haría vasallo de Satanás. Sabéis que el alma se pierde siempre por el cuerpo, pues bien; ¡desgraciado de vos si os acerc£is a esa mujer! No puedo deciros más.
-Lo intenté una vez el primer dia -dijo Gringoire rascándose una oreja.
-¿Tuvisteis tal atrevimiento, maese Pierre? -y la frente del sacerdote se ensombreció. -En otra ocasión -prosiguió el poeta, sonriendo-, miré por el ojo de la cerradura antes
de acostarme y vi en camisón a la criatura más deliciosa que jamás haya hecho crujir los travesaños de la cama con sus pies desnudos.
-¡Vete al diablo! -le gritó el cura con su mirada terrible, empujando por los hombros al maravillado Gringoire y desapareció con grandes zancadas por entre los arcos sombríos de la catedral.

Nuestra señora de París ( El jorobado de notre-dame ) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora