VIII: UTILIDAD DE LAS VENTANAS QUE DAN AL RIO

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CLAUDE Frollo (pues presumimos que el lector, más ihteligente que Febo, no ha
visto en toda esta aventura más fantasma encapuchado que el archidiácono) tanteó durante unos segundos el reducto tenebroso en donde Febo le había encerrado.
Era uno de esos recovecos que los arquitectos aprovechan a veces entre los puntos de intersección entre el tejado y el muro de descarga. El corte vertical de aquella perrera, como tan bien to había definido Febo, habría dado un triángulo. Por otra parte no había ni ventana ni lucera y el abuhardillado del techo impedía mantenerse de pie. Claude se acurrucó, pues, entre el polvo y los cascotes que había por el suelo. Le ardía la cabeza y tanteando con las manos a su alrededor encontró un trozo de vidrio que apoyó en su frente y cuyo frescor le alivió un poco. ¿Qué pasaba en aquel momento por el alma oscura del archidiácono? Sólo Dios y él to sabían. ¿En qué orden fatal colocaba en su pensamiento a la Esmeralda a Febo, a Jacques Charmolue a su hermano pequeño, tan amado y abandonado por él en medio del barro, su sotana de archidiácono, su reputación, quizás, arrastrada hasta casa de la Falourdel, o a todas aquellas visiones y aventuras? No sabría decirlo, pero sí es cierto que aquellas ideas tenían que formar en su espíritu un horrible conjunto.
Hacía ya un cuarto de hora que estaba esperando y le parecía haber envejecido un siglo, cuando de pronto oyó crujir las tablas de la escalera. Alguien estaba subiendo. La trampilla se abrió y apareció un rayo de luz pues en la portezuela apolillada de aquel cuchitril había una rendija bastante ancha a la que pegó inmediatamente su cara. Así podría ver todo to que ocurriera en la habitación de al lado. La vieja con cara de gato fue la primera en pasar por la trampilla; llevaba una lámpara a iba seguida de Febo que se retocaba el bigote; después seguía una tercera persona que no era sino la bella y graciosa figura de la Esmeralda. El sacerdote la vio surgir de abajo como una aparición deslumbrante. Claude se echó a temblar; una especie de nube cubrió sus ojos y notaba en sus arterias la presión del corazón. Todo comenzó a zumbar y a girar a su alrededor y ya no vio vio ni oyó nada más.
Cuando volvió en sí, Febo y la Esmeralda se encontraban solos, sentados en el arcón de madera, al lado de la lámpara, cuya luz permitía destacar perfectamente las figuras de los dos jóvenes; había también un miserable camastro al fondo de aquel cuartucho.
Junto al camastro una ventana cuyo cristal hundido, como una tela de araña mojada por la lluvia, dejaba ver un pedazo de cielo y la luna tumbada a to lejos entre blandos edredones de nubes.
La joven estaba ruborizada, violenta, excitada. Sus largas pestañas daban sombra de púrpura a sus mejillas y el oficial, al que no se atrevía ni a mirar, estaba radiante. Distraídamente y con un gesto encantadoramente torpe iba trazando con su dedo unas líneas incoherentes sobre el banco y luego se quedaba contemplando su dedo. No podían verse sus pies pues la cabritilla estaba echada encima.
Mucho le costó a dom Claude enterarse de to que decían a causa del zumbido de su sangre y de su propia confusión.
(Nada hay más banal que la charla de dos enamorados; se limita a una repetición continua de o.r amo; frase musical bastante torpe a insípida para quienes la escuchan indiferentes si no va adornada con alguna floritura. Pero Claude no los estaba escuchando con indiferencia.)
-¡Oh! -decía la joven sin levantar los ojos-, no me despreciéis, señor Febo, comprendo que está muy mal to que estoy haciendo.
-¡Despreciaros, mi bella niña! -respondía el capitán con un aire de galantería superior y distinguida-. ¿Por qué iba a despreciaros, pardiez?
-Por haberos seguido hasta aquí.
-En estépunto no vamos a ponernos de acuerdo, preciosa. No debería despreciaros sino odiaros.
La joven se le quedó mirando asustada.
-¿Odiarme? ¿Qué es to que os he hecho?
-Por haberos hecho tanto de rogar.
-¡Ay! -le respondió-, es que si falto a mi promesa... no encontraré a mis padres... y el
amuleto perderá su hechizo... Pero... ¡qué me importa ahora tener padre y madre!
Y al decir esto fijaba en el capitán sus enormes ojos negros, humedecidos por la
felicidad y la ternura.
-¡AI diablo si os entiendo! -exclamó Febo.
La Esmeralda permaneció silenciosa unos momentos y luego, con una lágrima en sus
ojos y un suspiro en sus labios, dijo.
-¡Os amo señor!
Rodeaba a la joven tal perfume de castidad y tal encanto de virtud que Febo no
acababa de encontrarse a gusto junto a ella. Sin embargo se sintió enardecido por aquella confesión.
-¡Que me amáis, decís? -esbozó entusiasmado al tiempo que pasaba su brazo por la cintura de la gitana.
Era ésta la ocasión que estaba esperando. El sacerdote to vio y tocó con la yema del dedo un puñal que llevaba oculto en el pecho.
-Febo -prosiguió con dulzura la gitana apartando suavemente de su talle las manos tenaces del capitán-, sois bueno, generoso y bello y me habéis salvado a mí que no soy más que una pobre muchacha perdida en Bohemia. Hace mucho tiempo que sueño con un oficial que me salva la vida. Ya soñaba con vos antes de conoceros, Febo. En mi sueño había un hermoso uniforme, como el vuestro, una gran apostura, una espada. Además os llamáis Febo que es un nombre muy bonito; me gusta vuestro nombre y vuestra espada. Sacadla, Febo, para que pueda verla.
-¡Qué niña! -dijo el capitán al tiempo que desenvainaba su sable sonriente. La gitana miró la empuñadura, la hoja y examinó con adorable curiosidad las iniciales de la guarda y besó la espada diciéndole.
-Sois la espada de un valiente. Amo a mi capitán.
Febo aprovechó nuevamente aquella ocasión para besar su hermoso cuello, to que hizo que la joven, escarlata como una cereza, se incorporara.
Los dientes del archidiácono rechinaron en la oscuridad de su escondrijo.
-Febo, dejadme hablaros -dijo la gitana-. Andad un porn para que pueda ver to apuesto que sois y para que oiga resonar vuestras espuelas. ¡Qué guapo sois!
El capitán se levantó para complacerla riñéndola con una sonrisa de satisfacción.
-¡Sois como una niña! A propósito, encanto, ¿me habéis visto alguna vez con uniforme de gala?
-No; ¡qué lástima! -le respondió ella.
-¡Eso sí que me cae bien!
Febo volvió a sentarse pero en esta ocasión mucho más cerca de ella.
-Escuchad, querida.
La gitana le dio unos golpecitos en la boca con su linda mano, con un gesto lleno de
gracia y de alegría.
-No, no os escucharé. ¿Me amáis? Quiero oíros decir que me amáis.
-¡Que si to amo, ángel de mi vida! -exclamó el capitán arrodillándose-. Mi cuerpo, mi
alma, mi sangre, todo es tuyo, todo es para ti. Te quiero y no he querido a nadie más que a ti.
El capitán había repetido tantas veces esta misma frase y en tantas situaciones tan similares que la soltó de corrido y sin un solo error. Ante esta declaración apasionada, la egipcia dirigió hacia el sucio techo, a falta de un cielo mejor, una mirada llena de ângélica felicidad.
-¡Oh! -dijo entre murmullos-; ¡éste es uno de los momentos en que uno debería morir!
Febo dedujo que era un buen «momento» para robarle otro beso, que sirvió para prolongar la tortura del archidiácono en su miserable rincón.
-¡Morir! -exclamó el enamorado capitán-. ¿Qué es to que estáis diciendo, ángel mío? ¡Es justamente el momento de vivir! ¡Morir al comienzo de algo tan dulce! ¡Por los cuernos de un buey, qué tontería! ¡Ni hablar!; escuchadme mi querida Similar... Esme- narda... Perdón, pero vuestro nombre es tan prodigiosamente sarraceno que me resulta difícil pronunciarlo. Es como la espesura por donde sólo despacio se puede andar.
-¡Dios mío! -dijo la pobre muchacha-. ¡Yo que creía que mi nombre era bonito por su singularidad!, pero, puesto que no os agrada, me gustaría llamarme Goton.
-¡Ay! ¡No hay que llorar por cosas tan triviales, encanto! Es un nombre al que sólo hay que acostumbrarse y eso es todo; en cuanto me to aprenda bien, saldrá solito; ya verás. Escuchadme, querida Similar, os adoro con pasión. Y to que es realmente mi- lagroso es que os amo de verdad. Sé de una jovencita que se muere de rabia.
La joven, un poco celosa, le interrumpió.
-¿Quién es?
-¡Qué más nos da! -dijo Febo-. ¿Vos me amáis?
-¡Oh! -exclamó ella.
-Pues entonces no hay más que hablar. Ya veréis cómo también yo os amo. Que
Neptuno me ensarte si no os hago la criatura más feliz del mundo. Encontraremos una casita en cualquier parte y haré desfilar a mis arqueros bajo vuestras ventanas. Van todos a caballo y dejan pequeños a los del capitán Mignon. Hay ballesteros, lanceros y culebrines de mano. Os llevaré a ver las grandes maniobras de los parisinos al campo de Rully. ¡Es magnífico! ¡Ochenta mil hombres armados y treinta mil arneses blancos! Las sesenta banderas de todos los cuerpos, estandartes del parlamento, del tribunal de cuentas, del tesoro de los generales... en fin, una parada de todos los demonios. Os enseñaré los leones del palacio del rey, que son bestias realmente salvajes. A todas las mujeres les gusta mucho.
Hacía ya algún tiempo que la muchacha, subyugada por sus felices pensamientos, estaba soñando al eco de la voz del capitán, pero no escuchaba sus palabras.
-¡Oh! ¡Ya to creo que seréis feliz! -proseguía el capitán al tiempo que soltaba suavemente el cinturón de la gitana.
-Pero, ¿qué estáis haciendo? -dijo ella con presteza.
Aquella vía de hecho la había despertado de sus fantasías.
-Nada -respondió Febo-. Sólo decía que sería conveniente abandonar toda esta
vestimenta de fantasía y de bailarina cuando viváis conmigo.
-¡Cuando viva contigo, mi querido Febo! -dijo la joven con ternura. Y se quedó
silenciosa y pensativa.
El capitán, animado por esa ternura, la tomó nuevamente del talle sin que ella se resistiera y comenzó muy suavemente a soltar los lazos de la blusa de la muchacha y soltó tanto su gorgueruelo que el archidiácono, nervioso, vio aparecer por entre el tul de la blusa el bello hombro desnudo de la gitana, suave y moreno cual una luna surgiendo en el horizonte entre brumas.
La joven dejaba hacer a Febo y parecía no darse cuenta de ello. La mirada del joven capitán se encendía.
De pronto, volviéndose hacia él con expresión amorosa, le dijo:
-Febo, tienes que instruirme en to religión.
-¿En mi religión? -exclamó Febo soltando una risotada-. ¡Instruiros yo en mi religión!
¡Rayos y truenos! ¿Qué pensáis hacer con mi religión?
-Es para casarnos -respondió ella.
El rostro del capitán adquirió una expresión que reflejaba al mismo tiempo la sorpresa
y el desdén, la despreocupación y la pasión libertina.
-Pero, bueno, ¿nos vamos a casar?
La gitana se quedó pálida y dejó caer tristemente la cabeza sobre su pecho.
-Veamos, mi bella enamorada. ¿Qué locuras son ésas? ¡Valiente cosa el matrimonio!
¿Se es acaso menos amante por no haber soltado unos latinajos delante de un cura?
Y mientras decía estas cosas con una voz dulce, se iba aproximando cada vez más a la gitana; sus manos acariciadoras habían vuelto a su posición primera, rodeando aquel talle tan fino y grácil; sus ojos se encendían con más viveza y todo anunciaba que el señor Febo había llegado a uno de esos momentos en que el mismo Júpiter hace tantas tonterías
que el bueno de Homero se ve obligado a llamar a una nube en su ayuda.
Sin embargo, dom Claude to presenciaba todo; aquella portezuela estaba hecha con duelas de tonel, podridas ya, que le permitían ver cómodamente a través de sus anchas rendijas. Aquel sacerdote de piel cetrina y de anchos hombros, condenado hasta entonces a la austera virginidad del claustro, se estremecía y enardecía ante aquellas escenas de
amor de noche y de voluptuosidad.
Aquella joven y hermosa muchacha, entregada apasionadamente a aquel otro joven
ardoroso, le encendía la sangre en sus venas y se producían en su interior extrañas reacciones. Su vista se perdía, celosa y lasciva, en to que las manos del capitán iban desvelando.
Si alguien entonces hubiera podido contemplar el aspecto del desventurado clérigo pegado a aquellas tablas apolilladas habría creído ver a un tigre observando cómo un chacal devoraba a una gacela. Sus pupilas brillaban como ascuas a través de las grietas de la puerta.
De pronto, Febo arrancó de un gesto rápido el gorgueruelo de la gitana. La pobre muchacha que se había quedado pálida y soñadora, reaccionó con un sobresalto y se separó bruscamente del intrépido capitán al ver desnudos su cuello y sus hombros, roja de confusión y muda de vergüenza, cruzó sus brazos sobre sus senos para ocultarlos. A no ser por el fuego encendido de sus mejillas, viéndola así silenciosa a inmóvil, se habría dicho que era la estatua del pudor. Sus ojos se mantenían bajos. Pero aquel gesto del capitán puso al descubierto el miserioso amuleto que le colgaba del cuello.
-¿Qué es esto? -le dijo tomándolo como pretexto para acercarse de nuevo a la joven a la que acababa de asustar.
-No to toquéis -respondió ella con viveza-, es mi guardián. Él me permitirá un día encontrar a mi familia. Si me conservo digna de ello. ¡Oh! ¡Dejadme, capitán! ¡Madre mía, mi pobre madre! ¿Dónde estás? ¡Ayúdame! ¡Por favor, señor Febo, devolvedme mis prendas!
Febo retrocedió y dijo fríamente. -¡Ay! ¡Ya veo que no me queréis!
-¡Que no os amo! -exclamó la pobre desventurada, al tiempo que se abrazaba al capitán, al que hizo sentarse a su lado. ¡Que no os amo, Febo de mi alma! ¡Que no os amo, Febo de mi vida! ¡Qué estás diciendo, cruel, que me desgarras el corazón! ¡Tóma- me! ¡Tómame toda! ¡Haz de mí to que desees! ¡Soy toda tuya! ¡Qué puede importarme el amuleto! ¡Qué me importa mi madre! ¡Tú eres mi madre pues es a ti a quien yo amo! ¡Febo, mi bien amado Febo! ¿Me ves? Soy yo, mírame. Soy esa muchacha, a la que tú no deseas abandonar, que viene a ti, que to busca. Mi vida, mi alma, mi cuerpo, todo os pertenece, capitán. No nos casaremos si eso to disgusta; pero además, ¿quién soy yo? Una desgraciada mujer del arroyo, mientras que tú, Febo, eres un gentilhombre. ¡Buena cosa en verdad! ¡Una bailarina casándose con un oficial! ¡Estaba loca! No, Febo, no. Seré to amante, to diversión, to placer. Siempre que to desees seré tuya. ¡Qué me importa ser despreciada, manchada, deshonrada! Para eso he nacido. ¡Ser amada! Seré la más feliz y la más orgullosa de todas las mujeres. Y cuando sea vieja y fea, Febo, cuando ya no sirva para amaros, entonces aún podré serviros; otras os bordarán pañuelos; yo seré la criada que se ocupará de vos; me permitiréis sacar brillo a vuestras espuelas, cepillar vuestro uniforme, quitar el polvo a vuestras botas de montar. ¿Verdad, Febo mío, que me permitiréis hacerlo? Mientras tanto, ¡tómame! ¡Toma, Febo, todo to pertenece! ¡Ámame, no to pido más! Nosotras las gitanas sólo eso necesitamos: amor y aire libre.
Y mientras así hablaba, colgaba sus brazos del cuello del oficial; le miraba alzando los ojos, suplicante, con una bella sonrisa y toda llorosa mientras su delicado pecho rozaba la sobreveste de paño y los ásperos bordados. Su bello cuerpo medio desnudo se asía a sus rodillas.
El capitán, embriagado de deseo, colocó sus ardientes labios en aquellos bellísimos hombros africanos. La muchacha, con la mirada perdida en el techo, echada hacia atrás, se estremecía jadeante bajo aquel beso.
De pronto, por encima de la cabeza de Febo, ella vio otra cabeza, un rostro lívido, verdoso, convulsionado, con una mirada de condenado y junto a aquella cara, vio también una mano que sostenía un puñal. Eran la cara y la mano del archidiácono que había roto la puerta y que estaba a11í, aunque Febo no podía verle. La joven permaneció inmóvil, helada, muda, ante aquella espantosa visión, como una paloma que levantara su cabeza en el momento mismo en que el gavilán fija en su nido una mirada de presa con sus ojos redondos.
Ni siquiera pudo lanzar un grito. Vio cómo el puñal descendía sobre Febo y luego volvía a elevarse, humeante.
-¡Maldición! -dijo el capitán y cayó al suelo.
Ella se desvaneció.
En el momento en que sus ojos se cerraban, cuando todas sus sensaciones se
desvanecían, creyó percibir en sus labios un contacto de fuego, un beso más abrasador que el hierro rojo de un verdugo.
Cuando recobró sus sentidos, se hallaba rodeada de los soldados de ronda que se llevaban al capitán, bañado en sangre; el clérigo había desaparecido; la ventana del fondo, que daba al río, estaba abierta de par en par, Recogieron una capa que suponían debía pertenecer al oficial y oyó a alguien decir cerca de ella.
-Es esta bruja la que ha apuñalado al capitán.

Nuestra señora de París ( El jorobado de notre-dame ) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora