LA Esmeralda palideció y descendió de la picota tambaleante, perseguida aún por la
voz de la reclusa:
-¡Baja, baja, gitana ladrona, que ya subirás algún día!
-Es una chifladura más de la Sachette -murmuraba el populacho y no hicieron más
caso. Esa clase de mujeres eran temidas y su misma condición las hacía sagradas, pues nadie se atrevía a molestar a quien rezaba continuamente noche y día.
Llegó por fin la hora de llevarse a Quasimodo. Lo desataron y el populacho se dispersó.
Cerca del Grand Pont, Mahiette, que volvía con sus dos come pañeras, se detuvo bruscamente:
-A propósito, Eustaquio, ¿qué has hecho de la torta?
-Madre, mientras que hablabais con esa dama del agujero, un perro ha mordido la torta y yo he hecho to mismo.
-Cómo, señorito -dijo la madre-, ¿te la has comido entera?
-Madre, ha sido el perro; yo le reñía, pero como no me hacía caso yo he hecho to mismo, claro.
-Este niño es terrible -dijo la madre sonriendo y riñéndole al mismo tiempo-. ¿Podéis creer, Oudarde, que él solito se comió todas las cerezas de nuestro huerto de Charleraege? Por eso su abuelo dice que, de mayor, será capitán. ¡Que no se repita, eh, señorito! Andando, leoncete.
