IV: UNA LÁGRIMA POR UNA GOTA DE AGUA

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ESTAS palabras eran, por decirlo así, el punto de unión de las dos escenas que hasra
allí se habían desarrollado paralelamente y en el mismo momento aunque cada una en su teatro Particular. Una, la que acabamos de leer, en el Agujero de las Ratas, y la otra, que leeremos ahora, en las gradas de la picota. La primera no había tenido más testigos que las tres mujeres que el lector acaba de conocer; la segunda había tenido como espectadores a todo el público que ya hemos visto antes agolparse en la plaza de Grève en torno a la picota y a la horca.
Todo aquel gentío, al que los cuatro guardias, colocados desde las nueve de la mañana en cada una de las esquinas de la picota, hacían suponer una ejecución sencilla, no un ahorcamiento sino más bien una flagelación, un desorejamiento, o algo por el estilo; toda aquella turba había aumentado de tal manera que los cuatro guardias, con la gente acosándolos demasiado cerca, se habían visto obligados en más de una ocasión a apretarla, como se decía entonces, con fuertes latigazos o incluso con las grupas de los caballos.
Aquel gentío, acostumbrado ya a la espera de las ejecuciones públicas no se mostraba demasiado impaciente y se entretenla contemplando la picota, que era una especie de construcción muy sencilla formada por un cubo de mampostería, de unos diez pies de altura y hueco en el interior. Unos escalones de piedra, sin labrar, a los que se llamaba por antonomasia la ercalera, llevaban a la plataforma superior, en la que se veía una rueda horizontal, de madera de roble, maciza. Se ataba al condenado a esta rueda, de rodillas y con los brazos a la espalda. Un eje de madera, accionado por un cabrestante oculto en el interior, imprimía rotación a la rueda, que se mantenía constantemente en un plano horizontal, presentando así la cara del condenado a todos los ángulos de la plaza. A eso se le llamaba girar al criminal.
Vemos, púes, que la picota de la Grève estaba lejos de ofrecer todas las distracciones que ofrecía la de las Halles. Nada tenía de monumental ni de arquitectural. Carecía de techo en forma de cruz de hierro y de bóveda octogonal y de las frágiles columnillas que al llegar a to alto se desplegaban en capiteles de acanto y de flores; no tenía tampoco gárgolas con animales monstruosos ni delicadas tallas esculpidas en piedra como en las Halles.
Había que contentarse con aquellas cuatro paredes de barro con dos filas de baldosas de gres y una mala horca de piedra al lado, sencilla, sin ningún adorno.
Poca cosa era aquello para los entusiastas del arte gótico. Claro que nada había menos entusiasta en arte que aquellos papanatas de la Edad Media, a quienes la belleza de cualquier picota les importaba un bledo.
El condenado llegó por fin, atado al fondo de una carreta, y en cuanto le izaron a la plataforma y cuando pudo ser contemplado desde los cuatro ángulos de la plaza, atado ya con cuerdas y correas a la rueda de la picota, un abucheo impresionante surgió en toda la plaza entre risas y aclamaciones. Todos habían reconocido a Quasimodo.
Porque era él, en efecto, y el cambio era curiosísimo, pues hoy se encontraba en aquella picota de la misma plaza en la que el día anterior había sido aclamado y proclamado como papa y príncipe de los locos, formando su cortejo el duque de Egipto, el rey de Thunes y el emperador de Galilea. Lo que es indudable es que no había nadie entre aquel gentío, ni incluso él mismo, que pensase un poco en esa doble circunstancia de triunfador y condenado. Faltaban en aquel espectáculo Gringoire y su filosofía.
A1 poco rato Michel Noiret, trompeta oficial del rey, nuestro señor, impuso silencio al populacho y pregonó la sentencia según orden y mandato del señor preboste. Después se retiró tras la carreta con sus hombres, vestidos con uniforme y librea.
Quasimodo, impasible, no pestañeaba. Cualquier resistencia habría sido inútil por to que se llamada entonces, en el estilo de la cancillería criminal, la vehemencia y la firmexa de la.r atadurat, to que quería decir que, en caso de resistencia, las ligaduras y las cadenas se le habrían incrustado probablemente en la carne. Es ésta, por to demás, una tradición carcelaria y penitencial que no se ha perdido, y asl las esposas la conservan aún, como recuerdo, en nuestros días y entre nosotros, pueblo civilizado, dulce y humano (el penal y la guillotina entre paréntesis).
Quasimodo se había dejado llevar y empujar subir, atar y encadenar. Excepto el gesto estúpido de asombro de un salvaje, nada podía deducirse de su fisionomía. Se sabía que era sordo, pero habría podido decirse que era también ciego.
Le pusieron de rodillas sobre la rueda y no hizo el menor gesto. Le despojaron de su jubón y de su camisa quedándose desnudo hasta la cintura y no hizo el menor gesto. Le ataron de nuevo con más correas y clavillos y se dejó hacer. Sólo suspiraba ruidosamente de vez en cuando como un ternero cuya cabeza cuelga y se balancea asomándose por los bordes de la carreta del carnicero.
-El muy cernícalo -dijo Jehan Frollo du Moulin a su amigo Robin Poussepain (pues los dos estudiantes habían seguido al reo, como es lógico)- comprende menos que un moscardón encerrado en una caja.
Fue una carcajada inmensa la que provocó en el gentío la joroba, al desnudo, de Quasimodo, su pecho de camello y sus hombros callosos y peludos. En medio de aquella algazara un hombre de uniforme, de baja estatura y aspecto robusto, subió a la plataforma y se colocó junto al reo. Su nombre comenzó a circular en seguida entre la asistencia; se trataba de maese Pierrat Torterue, torturador oficial del Chátelet.
Empezó por colocar en uno de los ángulos de la picota un reloj de arena, cuya cápsula superior estaba llena de arena roja, que dejaba fluir hacia el recipiente inferior; después se despojó de un gabán corto que llevaba y se le vio coger en su mano derecha un látigo fino con largas correas blancas, relucientes, anudadas, trenzadas, provistas de uñas metálicas. Con la mano izquierda se remangaba la camisa del brazo derecho.
Jehan Frollo gritaba, levantando su cabeza rubia y rizada por encima de la gente (para ello se había subido a los hombros de Robin Poussepain).
-¡Vengan a ver, señoras y señores! ¡Vengan pues van a flagelar perentoriamente a maese Quasimodo, el campanero de mi hermano, el señor archidiácono de Josas; una curiosa muestra de arquitectura oriental, con la espalda en forma de cúpula y las piernas como columnas salomónicas!
Y la multitud aplaudía y to celebraba con risotadas, principalmente los niños y las mvchachas.
Finalmente, el torturador golpeó el suelo con el pie y la rueda comenzó a girar. Quasimodo se tambaleó entre sus ligaduras. El estupor que se dibujó bruscamente en su rostro deforme provocó de nuevo otra oleada de carcajadas.
De pronto y cuando la rueda en su giro presentó ante maese Pierrat la espalda montañosa de Quasimodo, Pierrat levantó el brazo y las finas correas silbaron cortantes en el aire como un manojo de culebras y cayeron con furia en los hombros del des- dichado.
Quasimodo saltó sobre sí mismo, como si despertase sobresaltado y empezó a darse cuenta de to que pasaba. Se retorció entre sus ligaduras y una violenta contracción de sorpresa y de dolor descompuso los músculos de su rostro, pero no lanzó una sola queja; únicamente volvió la cabeza hacia atrás, a la derecha y luego a la izquierda con movimientos nerviosos, como un toro picado en la grupa por un tábano.
Un segundo latigazo siguió al primero y luego otro y otro y otro sin parar. La rueda no cesaba de girar y los latigazos seguían Iloviendo. Pronto empezó a surgir la sangre; se la vio chorrear en mil hilillos por los negros hombros del jorobado y las finas correas del látigo, al g.irar silbando, la esparcían en gotas entre la multitud.
Quasimodo había recobrado, al menos en apariencia, su impasibilidad del principio. Primero había intentado sordamente sin grandes sacudidas visibles romper sus ligaduras. Se había visto cómo se encendían sus ojos, cómo se tensaban sus músculos, cómo se contraían sus miembros, cómo se estiraban las correas y crujían las cadenas. Era un esfuerzo poderoso, prodigioso, desesperado; sin embargo las viejas cadenas de la prebostería no cedían, crujieron un porn y nada más. Quasimodo acabó agotado y del estupor pasó a un sentimiento amargo y profundo de desesperación; cerró su único ojo, dejó caer la cabeza sobre su pecho y se hizo el muerto.
Desde ese momento ya no se movió. Nada consiguió provocarle un solo movimiento; ni su sangre, que seguía fluyendo, ni los latigazos que descargaban sobre él con furia redoblada, ni la cólera del torturador que se excitaba a sí mismo y se embriagaba con la ejecución, ni el ruido de aquellas correas horribles, aceradas y silbantes.
Por fin un ujier del Châtelet, vestido de negro, montado sobre un caballo negro, parado junto a la escalera desde el comienzo de la ejecución, extendió su vara de ébano hacia el reloj de arena. El torturador se detuvo. La rueda se detuvo también y el ojo de Quasimodo comenzó a abrirse lentamente.
La flagelación había terminado. Dos criados del torturador oficial lavaron los hombros ensangrentados del reo, los frotaron con no sé qué ungüento que cerró al momento todas las llagas y le echaron por los hombros una especie de paño amarillo a guisa de casulla. Mientras Pierrat Torterue hacía gotear en el suelo las correas rojas, empapadas de sangre.
Pero aún no había acabado todo para Quasimodo; aún le quedaba aguantar aquella hora de picota que maese Florian Barbedienne había tan juiciosamente añadido a la sentencia de micer Robert d'Estouteville. Y todo ello a la mayor gloria del viejo juego de palabras fisiológico y psicológico de Jean de Cumène: Surdur abturdxt.
Así que dieron la vuelta al reloj de arena y dejaron al jorobado atado a la rueda para que se hiciera justicia hasta el final.
El pueblo, principalmente en la Edad Media, es en la sociedad to que el niño en la familia; mientras permanece en ese estado de ignorancia primaria, de inmadurez moral a intelectual, se puede decir de él como del niño:
Cet âge est sans pitié(15).
15. Esa edad no tiene piedad (La Fontaine, Fábular, IX-2, «Las dos palomas»).
Ya hemos indicado cómo Quasimodo era generalmente odiado y por más de una razón en verdad. Seguro que no habría ni un solo espectador entre toda aquella multitud que no tuviera o no hubiera creído tener alguna razón para quejarse del temible jorobado de Nuestra Señora. La alegría había sido total al verle aparecer en la picota y el castigo tan rudo que acababa de sufrir y la lamentable situación en que le habían dejado, lejos de enternecer al populacho, habían hecho su odio más encendido, animándolo con una punta de alegría.
Por eso, una vez satisfecha la vindicte publique como dicen todavía hoy los leguleyos, llegó el turno de las mil venganzas particulares. Aquí, como en la gran sala, eran sobre todo mujeres las que actuaban... pues todas le tenían algún motivo de rencor; unas por su. malicia, otras por su fealdad; éstas eran las que más furiosas se mostraban.
-¡Máscara del anticristo! -le decía una.
-¡Cabalgador de mangos de escoba! -le gritaba otra.
-¡Mira qué cara tan trágica nos pone! -aullaba una tercera-. ¡Como para hacerte papa
de los locos si ayer fuera hoy!
-Está bien -añadía una vieja-; ésa es la mueca de la picota. ¿Cuándo veremos la de la
horca?
-¿Cuándo to taparán con to gran campana, y a cien pies bajo el suelo, maldito
campanero?
-¡Y pensar que es este diablo el que toca el ángelus!
-¡Eh, tú! ¡Sordo! ¡Tuerto! jorobado! ¡Monstruo!
-¡Tu cara es mejor abortivo que cualquier medicina o cualquier fármaco!
Y los dos estudiantes, Jehan du  y Robin Poussepain, cantaban a voz en grito
el viejo estribillo popular:
Une hart Pour un pendart! Un fagot Pour le magot (16).
16 Una cuerda para el bribón / un haz de leña para el monigote.
Y le llovían otras mil injurias más y abucheos a imprecaciones y risotadas y pedradas por doquier.
Quasimodo era sordo pero veía muy bien y el furor público no estaba pintado en los rostros con menos fuerza que en las palabras y además las pedradas explicaban muy bien las risotadas.
En principio lo aguantó todo, pero poco a poco aquella paciencia que se había endurecido bajo el látigo del torturador, cedió y abrió el camino a todas aquellas picadas de insectos. El toro de Asturias que no se inmuta apenas por el puyazo del picador, se irrita por las mordeduras de los perros y por las banderillas. Primero paseó una mirada amenzadora sobre la multitud pero, agarrotado como estaba, su mirada no tuvo fuerza suficiente para espantar a las moscas que le picaban en sus llagas. Entonces se removió como para librarse de sus ligaduras y sus furiosos esfuerzos hicieron chirriar los ejes de la vieja rueda de la picota. Ante esa circunstancia las risas y los abucheos redoblaron.
Entonces el miserable, al no poder romper su collar de fiera encadenada, se apaciguó y únicamente, y a intervalos, algún suspiro de rabia contenida henchía todas las cavidades de su pecho. Su rostro no denotaba ni vergüenza ni rubor, pues se encontraba demasiado alejado del estado de persona sociable y demasiado cer:a del estado natural para saber qué era la vergüenza, aunque, bien mirado, su extrema deformidad le hacía seguramente insensible a la infamia. Pero la cólera, el odio, la desesperación hacían descender lentamente hacia aquel rostro repulsivo una nube cada vez más sombría y más cargada de electricídad que se deshacía en mil relámpagos en el ojo del cíclope.
Aquella nube, sin embargo, se iluminó por un momento, al paso de una mula que cruzaba entre el gentío llevando a un sacerdote.
Tan pronto como vio a la mula y al cura la expresión de su rostro se suavizó y al furor que contraía las facciones de su cara sucedió una extraña sonrisa llena de dulzura de una sumisión y de una ternura inefables. A medida que el sacerdote se aproximaba, aquella sonrisa se hacía más abierta, más clara, más radiance. Era como si el desdichado reo saludara la venida de un salvador. Sin embargo, en el momento en que la mula se acercó to suficiente a la picota para que su caballero pudiera reconocer al reo, el cura bajó la mirada, dio media vuelta bruscamente y espoleó a la mula como si tuviera prisa por librarse de los gritos y reclamaciones humillantes y como si le molestase el ser reconocido y saludado por un pobre diablo en tan lamentable situación.
Aquel cura era el archidiácono Claude Frollo. La nube entonces ensombreció aún más la frente de Quasimodo y aún seguía dibujándose en su rostro la sonrisa, pero ya una sonrisa amarga, decepcionada y profundamente triste.
El tiempo iba transcurriendo. Hacía ya hora y media al menos que permanecía a11í desgarrado, maltratado, entre burlas continuas y casi hasra apedreado.
De pronto, agitándose nuevamente entre sus cadetias con una desesperación increíble que hizo retemblar todo aquel armazón que le sostenía y rompiendo por una vez el silencio que con tanta obstinación había mantenido hasta entonces, gritó con una voz ronca y furiosa que semejaba más bien un ladrido que un grito humano y ,que ahogó las burlas y el griterío de la gente:
-¡¡Agua!!
Aquella exclamación desesperada, lejos de provocar la compasión, fue como un nuevo pretexto de diversión para el buen público parisino que rodeaba la escalera y que, es preciso aclararlo, tomado así, en masa y multitudinario, no era menos cruel y menos embrutecido que aquella horrible tribu de truhanes entre la cual ya hemos paseado a nuestros lectores y que no era sino la capa más ínfima del populacho. Ni una sola voz surgió en torno al desventurado Quasimodo que no fuera para hacer mofa de su sed. También es cierto que en aquel momento aparecía más gro-
tesco y repulsivo que lastimoso con su cara enrojecida y chorreando sangre, con la mirada de su ojo totalmente perdida, con su boca espumeante de cólera y de sufrimiento y su lengua casi colgando. Hay que decir además que, aunque se hubiera encontrado entre aquella turba algún alma buena y caritativa de algún burgués o de alguna burguesa que hubiera intentado acercar un vaso de agua a aquella mierable criatura en pena, existía alrededor de la escalera de la picota un prejuicio cal de vergüenza y de ignominia que habrían sido suficientes para desanimar y hacer retroceder al buen samaritano.
Pocos minutos después, Quasimodo paseó por entre la multitud aquella una mirada de desesperación y volvió a repetir con voz más desgarradora esta vez:
-¡¡Agua!!
Y todos se echaron a reír.
-¡Bebe esto! -gritaba Poussepain, tirándole a la cara una esponja empapada en el agua
que corría por la calle-. ¡Toma, maldito sordo! Soy deudor tuyo.
Una mujer le tiró una piedra a la cabeza.
-Eso to enseñará a despertarnos a todos con to maldito carillón.
-¿Y qué? -gritaba un lisiado intentado alcanzarle con su muleta-. ¿Vas a seguir
echándonos conjuros desde arriba de las torres de Nuestra Señora?
-¡Aquí tienes una escudilla para beber! -añadía un hombre lanzándole una jarra rota
contra el pecho-. Seguro que has sido tú el que, al pasar por delante, has hecho dar a luz a mi mujer un niño con dos cabezas.
-Y a mi gata un gato con seis patas -gruñó una vieja al tiempo que le lanzaba una teja. -¡Agua! -repitió por tercera vez Quasimodo.
Entonces vio cómo se apartaba el gentío. Una muchacha curiosamente ataviada salió
de entre la gente. Iba acompañada de una cabrita blanca de cuernos dorados y llevaba una pandereta en la mano.
El ojo de Quasimodo centelleó. Era la bohemia a la que había intentado raptar la noche anterior, fechoría por la que comprendía vagamente que estaba sufriendo aquel castigo, to que, por otra parte, no era cierto ni mucho menos, pues se le estaba castigando por la desgracia de ser sordo y por haber sido juzgado por un sordo. Estaba seguro de que también ella había venido para vengarse y darle, como hacían los otros, su golpe correspondiente.
Y en efecto, la vio subir rápidamente a la escalera. La cólera y el despecho le ahogaban. Hubiera deseado derrumbar la picota y si con el centelleo de su ojo hubiera podido fulminar a la zíngara, ésta habría quedado pulverizada antes de alcanzar la plataforma.
Ella, sin decir una sola palabra, se aproximó al reo, que se retorcía en vano para librarse de ella, y soltando una calabaza que a guisa de recipiente tenía atada a la cintura, la acercó muy despacio a los labios áridos del desdichado.
Entonces, de aquel ojo tan seco y encendido hasta entonces, se vio desprenderse una lágrima que fue lentamente deslizándose por aquel rostro deforme y contraído hacía ya mucho rato por la desesperación. Quizás era la primera lágrima jamás vertida por aquel infortunado. No se acordaba ya de la sed y la gitana, con su gracioso gesto de impaciencia, acercó sonriente el cuello de la calabaza a la boca con dientes enormes de Quasimodo. Éste bebió a largos tragos pues tenía una sed ardiente.
Al acabar, el desdichado alargó sus labios amoratados para intentar besar sin duda la bella mano que acababa de socorrerle, pero la joven que, quizás debido al incidente de la noche anterior, no se mostraba demasiado confiada, retiró su mano con el gesto asustado de un niño que teme ser mordido por un animal.
Entonces el pobre sordo, con una tristeza infinita, fijó en ella una mirada llena de reproches.
En cualquier otro lugar habría sido un espectáculo enternecedor el que una bella muchacha, fresca, pura, encantadora, y tan débil al mismo tiempo, ayudase con tanta caridad a un ser tan deforme y tan horrible, pero en aquella picota el espectáculo era sublime.
Toda la multitud se sintió sobrecogida y comenzó a aplaudir furiosamente al tiempo que gritaba:
-¡Bravo! ¡Bravo!
Fue entonces cuando la reclusa vio desde la lucera de su agujero a la gitana, subida en la picota, y cuando lanzó su siniestra imprecación:
-¡Maldita seas, hija de Egipto! ¡Maldita! ¡Maldita! ¡Maldita!.

Nuestra señora de París ( El jorobado de notre-dame ) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora