NO creo que pueda haber en el mundo nada más alegre que las ideas que despierta en
el corazón de una madre la vista de los zapatitos de su hijo principalmente cuando se trata de los zapatos de una fiesta, de los domingos, del día del bautizo; esos zapatitos bordados hasta la misma suela con los que el niño no ha dado todavía un paso. Ese zapatito tiene tanta gracia, le es tan imposible andar que, para la madre, es como si viera a su hijo. Le sonríe, to besa y le habla. Se pregunta cómo un pie puede ser tan pequeñito y, aunque no esté el niño, sólo basta el zapatito para hacer aparecer ante los ojos de la madre a la dulce y frágil criatura. Cree verla y to consigue en realidad; la ve viva, sonriente, con sus delicadas manitas, con su cabecita redonda y sus labios puros; con sus ojos serenos cuyo cristalino es azulado. Si es en invierno, ahí está, gateando por la alfombra y trepando con grandes dificultades a un taburete y la madre tiembla pensando que pueda acercarse al fuego. Si es en verano, va gateando por el patio o por el jardín, o arranca la hierba de entre las piedras, mira ingenuamente a los grandes perros, a los grandes caballos, sin miedo alguno; juega con las conchas, con las flores y enfada al jardinero que encuentra los macizos llenos de arena y tierra por los caminos del jardín. Todo es alegre y brillante a su alrededor, como to es él y hasta el soplo de aire y el rayo de sol que juegan a placer entre los rizos alborotados de-su pelo. E1 zapato sugiera a la madre todo esto y le derrite el corazón como el fuego a la cera.
Pero cuando el niño se pierde, esos mil recuerdos alegres y tiernos que se agolpan en torno al zapatito se convierten en otros tantos motivos de cosas horribles. Ese bonito zapato bordado no es más que un instrumento de tortura que destroza continuamente el corazón de la madre. La fibra afectada siempre es la misma; la más profunda, la más sensible; pero ya no es un ángel quien la acaricia sino un demonio el que la desgarra.