8· "Que tengas plata vos... o un milagro"

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Al día siguiente, nos encontramos tal lo previsto en la única plaza que tenía el pueblo. Era la peor hora del día para andar en bicicleta, entre el calor y el sol arrollador de medio día. Aquelo eligió esa hora «porque los mayores dormían la siesta».

Afortunadamente corría una leve brisa que permitía que el sudor nos sirviera de ventilación. Iba detrás, a un par de metros de Aquelo, por lo que podía ver al gordito zarandearse furioso, luchando con el serrucho y los pozos de la ruta, intentando llegar. De hecho, verlo pedalear era hipnótico. Me preguntaba que pensaba en tanto, que clase de deseo lo hacia pedalear con tanto ahínco.

Recorrimos algunos kilómetros, y en un instante, interrumpiendo el sonido rítmico e hipnótico, Aquelo dejo de pedalear haciendo que la bicicleta se detenga lentamente mientras miraba hacía atrás para cerciorarse que yo aún estuviera allí.

—La laguna, si no fuese salada y los piojos de pato, me iría a meter.

Tomo un respiro, sacudió las piernas un poco, al mismo tiempo que sacaba de su mochila una cantimplora y observaba en general el apesadumbrado paisaje

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Tomo un respiro, sacudió las piernas un poco, al mismo tiempo que sacaba de su mochila una cantimplora y observaba en general el apesadumbrado paisaje. Tomó un sorbo tras otro y luego me ofreció. Acepté al instante.

—Habrá que seguir —continuó él—, según mis cálculos en menos de una hora tendríamos que estar llegando, si necesitás que pare me avisás... ¿Sabés? —continuó inesperadamente— tengo mucha hambre. Recorrer tantos kilómetros con este sol hace mella. Al llegar vamos a comer algo, mi panza lo pide a gritos.

Y vaya que lo hacía, sonaba como una orquesta.

Dijo aquello último sin mirarme a los ojos. Estaba ocultando algo. Durante lo que quedaba de viaje —un tanto para olvidar el hostigamiento del calor— tal como me pidió Aquelo pensé, lo que deberíamos comer en cuando lleguemos al pueblo. Debía de ser algo nutritivo pero al mismo tiempo barato, ya que dudé que él dispusiera de mucho dinero. Por mi parte no traía nada en mis bolsillos; todo lo que tenía estaba guardado en una botella para cuando viniera el Parque. Para la hora que llegaríamos, a eso de las cinco, debería haber ya algún almacén de ramos generales abierto, y allí escogeríamos con más detalle, viendo las posibilidades.

Pasamos más lagunas, varias sierras y finalmente comenzó a verse muy a lo lejos el verdor. En un paso nivel a la entrada del pueblo nos detuvimos. Aquelo se detuvo por un instante y seguidamente apoyó la palma de su mano en el hierro de las vías para sentir que tan caliente se encontraba. Quitó la mano rápidamente. Agachado en cuclillas exclamó:

—¡Auch! ¡esto quema!

Y siguió ya sin tanto espamento,

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Y siguió ya sin tanto espamento,

Llegamos al pueblo Juancito, costó, pero llegamos. Ahora tenemos que ver que comer. Es temprano, por lo que no debe haber nada abierto todavía. Vamos despacio y vemos si podemos encontrar algo.

«Genial», pensé, «también aprovechó el camino para pensar qué comer». Tomamos las bicicletas y entramos al pueblo por la calle principal, por la cual debíamos acceder para tomar luego una calle que se convertiría, al salir del pueblo, en un sendero cada vez más pequeño hasta el punto de desaparecer. En ese momento el plan era que Aquelo sacara un mapa que nos guiaría finalmente hasta el objetivo. Pero primero teníamos que comer, el viaje estaba a medias.

El silencio en aquel pueblo era monumental. Era incluso más silencioso que el nuestro. Si dejábamos de pedalear por un momento y prestábamos atención solo a lo que podía oírse, entonces se escuchaban algunos perros ladrar a lo lejos y unos gorriones cantando en los arboles. En tanto avanzábamos, en una de las casas, había una niña apoyada en la puerta con los pelos enmarañados, que nos miraba venir, hasta le parecimos amenazantes y se escondió. Estaba adormilada, recién levantada de la siesta.

Era bastante más pequeño de lo que Aquelo dijo. De hecho, desde donde estábamos podíamos ver delimitados sus bordes en cualquier dirección. Nos pareció curioso que, a pesar de lo pequeño fuera tan compacto; las casas estaban separadas por pocos metros unas de otras y había más vegetación, de forma que la sombra de las plantas daban una sensación unánime de frescura. De todas formas, el sol era inflexible en la calle descubierta. La luz procedía de todas las direcciones. Estábamos a cuadras de llegar al final del pueblo pero por algún motivo Aquelo se detuvo, se sentó junto a su bici y observaba atentamente lo que había al otro lado de aquella calle. Cuando miré hacia aquella dirección, vi una Iglesia, bastante descuidada y un par de metros junto a la esta, un pequeño almacén. Conjeturé que estaba haciendo tiempo para que este último abra, ya que en su interior se veían algunos movimientos. Atiné a preguntarle si ya sabía que comprar.

— ¿Comprar qué? No tengo plata. ¿Vos trajiste?

— No.

— ¿Y ahora Juancito?

Aquelo tenía una habilidad innata para echarle la culpa a los demás.

— ¿Sabías que no traías plata? —le pregunté.

— Bueno si, me di cuenta en la laguna cuando veníamos, pero ya no había retorno.

— ¿Entonces que esperás si no tenés plata? —contesté enojado.

— Que tengas plata vos... o un milagro —contestó—, Iglesia a la izquierda, negocio a la derecha, dios y el diablo por si acaso. Ahora todas las opciones son válidas.

Aquelo levantó la mirada con los ojos entrecerrados por el sol y con un notable malestar observaba la campana de la Iglesia

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Aquelo levantó la mirada con los ojos entrecerrados por el sol y con un notable malestar observaba la campana de la Iglesia. Estaba cansado de programarlo todo, y sin embargo olvidarse lo esencial siempre. Esto lo tenia un tanto preocupado. «¿Como se supone que una persona pueda vivir con normalidad si, para un acontecimiento cualquiera, se olvida algo tan esencial como la plata?», se decía a sí mismo en voz alta. O cosas como «Debo de tener un problema grave en el cerebro. Un estudio hecho en 1962 dice que...» eran cosas que solía decir con frecuencia. 

De todas formas, esta ves se limitó a decir solo lo siguiente:

—Sabés Juancito, tengo alma comunista. No puede ser que me olvide siempre de andar con la plata. Siempre que me mandan a comprar me dicen, «no te olvides la plata»... porque se me olvida siempre, Juancito.

En ese instante abrió los ojos grande.

—Un momento —mientras se llevaba las manos al bolsillo—, siempre ando con monedas para los helados, viste con esa cosa que nunca se sabe cuando va a pasar el heladero uno tiene que estar preparado. Quizá tengo una moneda en este... No, nada. Bueno, nada no, este bicho que encontré el otro día.

Era un escarabajo particularmente grande. Se quedó viéndolo con la lengua afuera hasta que reaccionó por sorpresa;

—¡Se le salió una pata!

A Aquelo parecía no importarle nada.

AQUELO y el Edén de la JuventudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora