15· "Bienvenidos a Estancia «La Juventud»"

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Estábamos de nuevo en el punto de partida, allí donde según mi apreciación del tiempo habíamos estado hacía ya años. Del cielo surgió la luna que estaba hasta entonces tapada por una larga y densa nube. De golpe pude ver la vastedad del campo. Entre las montañas se divisaba la casa de piedra donde vimos la liebre, aquel para mi, lejano verano. La aventura había terminado. Estábamos de nuevo en el mundo real.

Cuando vi la cara de resignación de Aquelo, caí más en cuentas. Estaba seguro, como en sueños, que todo era real pero despertaba comprendiendo que había sido un gran, majestuoso, sueño. Nos encontrábamos en medio del campo. Un hombre nos miraba fijamente, con una sonrisa curiosa y con un hombro apoyado en la ventanilla de la camioneta. Sin salir nos preguntó;

—¿Por qué están llenos de barro?

Pensó un poco más y se corrigió a sí mismo;

—La tormenta...

Apagó la camioneta y se bajó con un cigarro encendido.

—Son las 6 de la madrugada, ¿que hacen acá?

No le parecíamos una amenaza. No estábamos seguro que estuviera comprendiendo lo que estaba pasando. El hombre se limitó a mirarnos un poco. Se apoyó en la caja de la camioneta y dando otra pitada continuó; 

—Los llevo al pueblo si quieren, suban a la caja. Pasamos a la estancia a dejar víveres y nos vamos al pueblo.

Dio una pitada más y se subió despreocupado a la camioneta

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Dio una pitada más y se subió despreocupado a la camioneta. Al ver nuestras gélidas caras y que no reaccionábamos, aclarándose la voz un poco repitió:

— ¡Suban chicos, los llevo!

Nadie más podía darnos un aventón hasta el pueblo desde allí. Nos subimos a la caja con una gran decepción. No tenía sentido quedarse puesto que ya todo estaba perdido. Nada podía hacerse para reparar la pérdida. Por la luneta vi el interior de la camioneta, sostenía una botella de vino y el cigarro en una mano y tenía varias botellas vacías más esparcidas sobre el asiento y el piso. Avanzamos un largo trecho por un camino hasta que vimos ya con una suave luz del alba que emergía del horizonte un enorme cartel. Para nuestra sorpresa este decía con grandes letras:


BIENVENIDO A ESTANCIA «LA JUVENTUD»


Se encontraba a varios kilómetros de aquel vistoso cartel y era un hermoso campo, lleno de plantas y animales pero no se parecía al «Edén de la Juventud». Eso si, generaba una gran y extraña sensación de nostalgia. Sobre todo aquella agradable atmósfera y el especial efecto de la luz del sol de la madrugada, que de refilón generaba una sombra alargada en todas las cosas, que daba una impresión espectral. La tranquilidad del lugar era incomparable, cosa que pudimos corroborar desde el instante el borracho apagó el motor de la camioneta.

Paró la camioneta por delante de una cerca que dividía la tierra común de un pequeño jardín delantero, bastante lejos de la casa en sí. Nos quedamos en completo silencio mientras que esperábamos que dejara el bolsón de comida y hablara con quienes allí vivían. El silencio era tal, que podíamos sentir los pequeños crujidos que emitía la camioneta estando apagada. Además oíamos a la distancia unos teros, junto a la conversación que se entablaba a lo lejos...

—Buen día, ¿cómo están?, ¿alguna novedad?, les dejo los víveres... ¿Necesitan algo más?

Desde el interior oscuro de la casa se oía que le decían algo, no logré distinguir qué. Luego una leve pausa y continúo hombre:

—El patrón dijo que le diga que el martes viene y que dejen los caballos en el potrero pa' la junta. Pero no se preocupen; es un trabajo duro, él va a traer gente para eso. Vengo también. Si no necesitan nada más me despido. Por cierto, serían ustedes tan amables de...

Se metió en la sala y no lo oímos más hasta que finalmente;

Muchas gracias. Adiós.

Volvió a la camioneta bamboleándose mientras se ponía la boina que se sacó al saludar por primera vez. Traía en una de sus manos algo que luego partió en dos y nos dio. Un trozo para Aquelo y otro para mí. Se subió a la camioneta y desde allí nos hablaba por la ventanilla, mientras que acomodaba unas cosas antes de partir.

—Ahora sí, nos vamos al pueblo. Le pedí una galleta para ustedes que tienen cara de hambre. Ellos amablemente me dieron la última que les quedaba, así que traten de disfrutarla. Espero que les tape un poco el hambre... Yo tengo mucho sueño, anoche anduve en la parranda y tanta jarra me olvidé que tenía que dejarles comida —refiriéndose a los moradores de la Juventud—. Por suerte ahora ya tienen más pa la galleta... Basta de cháchara, ¡Nos vamos! —dijo mientras prendía la camioneta—.

Fue en ese momento que pasó algo algo impensado. Mientras nos marchábamos lentamente vi salir a la distancia por una de las pequeñas ventanas verdes de la casa, un joven, que nos miraba con la vista entrecerrada, con cara de fastidio matutino. Eran los inconfundibles rasgos de Nils.

—¿Lo viste? —le pregunté a Aquelo—

—Sí. Fue una reminiscencia, Juancito.

Cuando llegamos al pueblo, cosa que nos tomó alrededor de una hora, nos bajamos de la camioneta y aprovechamos para preguntarle al borracho —que ya se estaba componiendo de su borrachera— que quienes vivían en la estancia y por qué estaban allí. Se bajó también él, apoyó los brazos en el capó entrecruzando sus dedos y nos contó extensamente la historia mientras miraba el amanecer.

Era una familia alemana. El padre era escritor y pasaría allí todo el año. Quería terminar una larga novela y para ello necesitaba la tranquilidad infinita del campo, alejarse lo más posible del revuelo cotidiano que representaba la Alemania moderna de posguerra. Buscaba lograr la inspiración necesaria. El alemán y su familia llegaron hasta estos pagos. En principio solo tenían pensado alquilar una bonita casa en el pueblo pero después de un tiempo conocieron al viejo dueño de La Juventud —quién según las palabras del borracho estaba «más chau que hola»—. Vivía solo y no tenía herederos y necesitaba cuidar la estancia. Así fue que llegaron a un acuerdo: ellos hacen las labores básicas del campo y la mantención de la casa, el viejo les ofrecía a cambió techo y alimento para él y su familia.

—Estoy a cargo de llevarles las provisiones y orientarnos en las tareas —continúo él—. Hoy casi me olvido, el bailongo se puso lindo pero se terminó con la tormenta. Le entró agua al generador de energía y cuando estaba sentado tratando de prender este traste me acordé que tenía que traerles las provisiones. Estaban con las últimas. Les pedí una galleta para ustedes y me ofrecieron la última que tenían hecha —volvió a repetir— De cualquier manera viven muy bien, la casa del patrón es espaciosa y cómoda.

Las cosas comenzaban encajaban.

—Chicos, hasta acá los acerco. Ahora les falta llegar a su pueblo. ¡Saludos y Buena Vida! Son unos chicos muy mozos, con toda la vida por delante. ¡A disfrutarla!

Se subió a la camioneta con ademanes y se marchó dejando una estela de humo negro.

Nos quedamos esperando. Era una de esas mañanas las cuales es posible disfrutar de la briza y la temperatura, antes que el sol se apodere de todo y la sombra desaparezca por completo. Durante ese tiempo no pronunciamos ni una sola palabra. Estábamos sobrepasados por las vivencias. Además teníamos mucho sueño pues no dormíamos hacía horas.

AQUELO y el Edén de la JuventudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora