No teníamos para comer, hacía calor y todavía nos faltaba un largo trecho. Aquelo se sacó una de las desgastadas alpargatas de yute para sacarse la tierra que le entraba por un agujero, cuando oímos desde un ranchito, que se encontraba atrás del negocio, una puerta que se abría y vimos un perro salir contento moviendo la cola, directamente hacia su plato. Detrás, una señora gorda con delantal intentaba abrir con el codo la puerta que este había dejado entreabierta y llevaba en las manos una hoya llena de... ¡caldo de puchero! Aquelo me miró sorprendido y sonriente, y le devolví la mirada, sabiendo exactamente lo que en sus adentros estaba pensando.
—¡Que me importa si tiene baba! Yo tengo hambre —exclamó—. Solo tendríamos que esperar que el cuatro patas se sacie. En algún momento lo hará, se irá y ¡Zas!
Y esperamos. El silencio nos permitía oír al perro tomar la sopa cada vez con menos empeño. Cada sorbo más lentamente. Se detuvo, y tal como lo imaginamos se tumbó, jadeante y acalorado, cerca del comedero, que aún tenia suficiente caldo. Creímos que moriría de lo lleno. Pero se incorporó apesadumbrado y se acostó más lejos, debajo de una cerca de jarillas, que estaba dispuesta en la parte trasera de la casa y le proporcionaba la sombra que necesitaba. En ese momento comenzamos a acercarnos con gran cautela hacia el plato, bajo la mirada imperante del guardián. Sin embargo estaba demasiado satisfecho por lo que solo una vez dejó de jadear levantando sus orejas dispuesto a cuidar su comedero, pero finalmente prefirió entregarse a la comodidad y se distrajo mirando al unísono tratando de digerir tanta grasa.
Nos acercamos lentamente y con asco hundimos los labios en el caldo pero aún así nos bebimos hasta la ultima gota. El comedero era una vieja palangana de chapa por lo que había suficiente para todos. El perro tomó hasta el hartazgo y sin embargo quedaba poco más de tres centímetros de caldo para nosotros. Nos limpiamos la boca con el brazo y nos alejamos lentamente para no despertar su atención, ni la de nadie; saber que alguien nos haya visto allí, en cuclillas, seria una cosa muy humillante.
Volvimos a las bicicletas y como si no pasara nada comenzamos pedalear lentamente aumentando poco a poco nuestra velocidad para no llamar la atención. Recorrimos dos cuadras sobre la calle principal y doblamos hacia la izquierda tal como estaba previsto. Ahora teníamos que salir hacia un sendero, pero debíamos hacerlo con cuidado para que nadie nos vea. Así que con disimulo seguimos de largo por aquella calle y encontramos una senda que estaba descrita en el mapa de Aquelo. Debíamos esquivar con sumo cuidado cualquier espina que pueda sobresalir por los bordes o que se encontrare en el angosto camino.
Comenzamos a subir. Se sumaba la dificultad del terreno, cada vez más pedregoso dado estábamos cruzando la ladera de dos montañas que eran una suerte de unión entre ambas y generaba una pequeña elevación del terreno. Aquelo estaba aterrado de que alguien nos viera, y esto terminaba siendo contraproducente, ya que al mirar hacia atrás, en repetidas ocasiones se salía del camino y se llevaba por delante piedras, lo que producía que se sacudiera aún más. Tenía la terrible sospecha que nos estaban siguiendo, podía verse en sus gestos, sin embargo no dijo palabra alguna al respecto, seguramente por faltarle unos indicios más fuertes. Hasta que en un momento se detuvo.
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AQUELO y el Edén de la Juventud
AventuraEn un caluroso verano dos jóvenes amigos, Juancito y Aquelo, deciden emprender una odisea hacia lo desconocido, ubicado en algún lugar en medio de las montañas a kilómetros de donde viven. Acceden a un extraño lugar que denominan «El Edén de la Juve...