Los cinco —Dennis, Yolanda, Aquelo, Nils y yo—, partimos hacia la gran entrada que decía con letras grandes y joviales «Bienvenidos al Edén de la Juventud» y detrás de un muro de piedra de unos ochenta centímetros se distribuían luces por doquier, diluyéndose hacia los faldeos de las montañas.
Pese a todos los contratiempos y problemas para llegar se podía respirar un aire de felicidad pues estábamos a pasos de aquello tan soñado. La tormenta había pasado pero dejó entre nosotros un delicado aroma y una temperatura muy agradable. Aún era la noche pero podíamos ver como asomaba una especie de alba al sudoeste. Valiéndonos de nuestros sentidos, sobre todo de la vista y el tacto, fuimos pasando cada molle, cada jarilla, con cuidado de no pisar algo que pueda lastimarnos, guiados por la tranquilizante farola de Nils.
—Cuidado las espinas —decía Aquelo a cada rato, irreflexivo—.
En un momento Nils escuchó una de las repeticiones de Aquelo.
—Aquí no hay espinas, tampoco piedras, solo tierra suave y arena. Te puedes tropezar con alguna rama pero nada grave. Este mundo es una maravilla, Aquelo. Ya verás.
Lo era. Cuando pasé el umbral de la gran entrada, me di cuenta de lo genial que sería. Aquelo, quién se encontraba sobresaltado desde el comienzo. Poco después de entrar me pidió que le sostuviera el helado —uno nuevo— y sacó de la mochila sus chancletas, se puso sus gafas de sol, se quitó la remera y salió a toda velocidad hacia un grupo de chicos aglomerados a un par de metros de donde estábamos.
—Les voy a dar a estas mariposas —dijo Aquelo, con aires de grandeza.
Se metió dividiendo al gentío con las manos hasta llegar al centro. Nosotros íbamos detrás. Tres chicos gordinflones competían por ver quién comía más torta. Uno llevaba tres y otro cuatro. Los demás daban mensajes de aliento. Uno de los gordinflones llegó a la quinta torta y mientras terminaba su último bocado hacía señas con la mano que no podía más.
Aquelo llegó y se sentó de inmediato, tomó su primer torta y se la comió sin problemas. Luego otra y otra, hasta que llegó a su torta cuarta. El hambre de Aquelo no tenía límites. La atención recayó sobre él. Todos comenzaron a alentarlo para que destrone al que se había comido cinco. Continuó la sexta con entusiasmo y luego disminuyó la velocidad al comer poco más de la mitad. Una vez hubo terminado cayó rendido de espalda, con la boca manchada de chocolate, mirando el cielo con un dejo de satisfacción. Los chicos alrededor estaban exaltados y aplaudían. Nunca supe si su cara era por el éxito logrado o por el sabor de las tortas.
Los concursos de tortas y las luchas de barro le gustaban mucho. Estas últimas también me gustaban a mí. La primera vez me empujaron. Tuve un poco de vergüenza. No estaba acostumbrado a ese contacto directo. Luego de un tiempo me fui soltando y con el pasar del tiempo aprendí que lo mejor era dejarme de rodeos y disfrutar lo más que pudiera. Nils era un gran luchador, solía inmovilizarme y me hacía cosquillas hasta que no podía más. A pesar que era un poco mayor que yo, Nils se convirtió en un gran amigo y siempre estábamos juntos. Pasábamos todo el día caminando de aquí para allá hablando y haciendo cosas como nadar, tomar tragos de frutas, juntarnos en fiestas al borde del Gran Lago a disfrutar de una fogata, donde cada tanto veíamos sumergidos bajo la blanquecina luz de la luna a Dennis y Yolanda tomados de la mano, caminando por la costa, cómo si el resto no importara para ellos.
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AQUELO y el Edén de la Juventud
AdventureEn un caluroso verano dos jóvenes amigos, Juancito y Aquelo, deciden emprender una odisea hacia lo desconocido, ubicado en algún lugar en medio de las montañas a kilómetros de donde viven. Acceden a un extraño lugar que denominan «El Edén de la Juve...