La noche se le hacía demasiado larga, y pensaba pasarla caminando y descansar el día siguiente, hasta encontrarse en la zona límite de las estepas exteriores.
No le quedaba mucho camino, pero las heridas le debilitaban un poco y le empezaban a doler de verdad desde hacía dos noches y dos días. De todos modos el descanso era necesario, aunque él se negaba ante los deseos de su cuerpo. Necesitaba quedarse en algún sitio, y dormir ya. Una vez más su cuerpo le insistía...y se apoyó contra un muro, mareado y falto de aliento. Los músculos de las piernas se le habían recalentado pese al frío externo, y algo de su sangre se le había escarchado al manar por las heridas de desgarros en los muslos.
"Espera... ¿un muro entero? ¿De dónde ha salido? ¡Pero si juraría que no lo había visto!", se repitió dos veces para sí mismo.
Se alejó unos pasos para comprobar la estructura que se alzaba negra en la noche: era lo que había conocido como un castillo. Con dos torres y sus respectivos alféizares en los ventanales de arco, las almenas, y la gran luna detrás junto a un muerto astro flotando sobre su oscuro mundo. Y con luces en las ventanas, aunque tan débiles, que sólo una criatura de la noche podía verlas.
¿Tal vez habría alguien viviendo allí? ¿Cerca de las estepas exteriores? ¡Qué locura, vivir en la tierra de los bárbaros, sabiendo que los clanes podrían derrumbar el castillo y matar a los ocupantes con un chasquido de dedos!
Bueno, era una posibilidad. Algún ermitaño, un puesto fronterizo, aunque quedaba lejos algo similar a esto último, y jamás los civilizados intentaron una otra incursión desde hace ciento cincuenta años al menos. El vello de la nuca y los brazos se le ponía de punta, pues juraría que ese lugar jamás estuvo allí realmente, ya que fue imposible verlo entre la neblina a primera vista. Pese a eso, de muy pequeño le habían contado sobre un castillo de piedra oscura que aparecía poblado por la noche entre la niebla, y que a la mañana estaba vacío y sin vida. Mas los incautos que se aventuraron tras sus muros jamás volvieron a sus aldeas. Dejando de lado aquella leyenda que su abuelo paterno le había contado poco antes de ir al Gran Viaje, encontró varios huecos entre las juntas de los ladrillos, bien hechos por la erosión, o por algo desconocido aunque a propósito.
Podía escalar las piedras, pero, fracasó en su primer intento, nervioso por escuchar una especie de ronroneo gutural, y cayó raspando con el torso por el muro, cuando había escalado más de tres metros hasta casi llegar a un estrecho ventanal. La noche se presentaba hostil, las nubes cubrían la luna, y el supersticioso joven temía que alguna bestia de la noche se acercase en sigilo y le matase para comérselo. Por caminos secretos que no transitaban ni los demonios, había conseguido pasar del Páramo de las Bestias (un lugar plagado de animales antiguos, terribles y extraños) sin tener que cruzarlo, en casi una semana de camino. Pero que no estuviera en el páramo y que ninguna de sus bestias le haya parecido seguir, no significaba que no se hubiera extraviado alguno de los animales al oler su rastro de sangre, impulsado por el hambre.
Entonces, profundizó en los muros del castillo por donde subió hasta el ventanuco cuadrado. Cuando fue a poner una mano, sobre una de las losas, descubrió una marca en la piedra. Encajaba un poco con cuatro dedos de su mano izquierda, aunque eran vestigios demasiado afilados como para hacerlos con unos dedos normales. Aunque a la fuerza y desnudándose podía pasar por el agujero, algo le golpeó en la parte superior de su espalda, una sensación. Era un escalofrío que le dejaba tenso el cuerpo.
Descendió por la pared en la que se encontraba enganchado como un mono, pensándoselo de nuevo, con algo superior a él en su ser obligándole a no intentar internarse ni siquiera por el boquete cuadrado.
Escuchó el parlamentar de dos personas tras el muro de la entrada al castillo, pues aunque eran muros altos, el aire de la noche transmitía el sonido hasta sus oídos. Apenas podía entender del todo el lenguaje común, pero pensó en darse un voto de confianza a sí mismo. Era la voz de una mujer, luego, otra voz más ronca, también de fémina. No podía ser nada malo lo que hubiera tras los muros. Se acercó hasta el portalón de madera, y tocó fuertemente con sus puños, pues era una pieza ancha rematada en hierro negro de forja.
—¡Ah... del... castillo! ¡Ah del castillo!—.
Pasaron unos pocos segundos, y se acercó alguien a abrir la puerta de gruesos y oxidados goznes. Khôr no se esperaba que le abriese alguien con mucha cordialidad, y tan extraño le resultaba el encontrar una construcción en las tierras bárbaras tanto como el que alguien viviera dentro. Seguía repitiéndose mentalmente, una vez y otra las leyendas del viejo de voz aguda al que hacía un año no veía. Abrió una muchacha de cabellos rubios, con los brillantes y dorados bucles resaltando un óvalo suave y anguloso sobre el que dos ojos marrones claros brillaban a la luz de una vela que ella portaba encerrada dentro de una pequeña lámpara.
—¿En qué puedo ayudarle, joven señor?—.
La voz de la muchacha, suave y cristalina cautivó el corazón del joven bárbaro, y le provocó un rubor, aunque le llevó entender sus palabras un instante silencioso e incómodo.
—Soy... viajero extraviado. ¿Hablar con tú?—dijo él con su bárbaro acento, a los oídos de la joven sonaba gutural cada "R", y siseante cada "S" que Khôr pronunciaba.
—Mi joven señor, debéis estar calado de frío y... ¡Oh! ¿Acaso os han atacado los lobos?—, preguntó la interlocutora de facciones delicadas, sobrecogida por los toscos vendajes de túnica de piel que el bárbaro llevaba alrededor de las piernas y el brazo izquierdo.
Ella, al no verle gesto de dolor alguno en el rostro, con la sangre que se había escarchado sobre sus piernas, se llevó una mano a la boca, asombrada y con preocupación a la vez. Khôr se miró incluso heridas en las que no reparó en su momento, que consideraba leves y por eso no hizo más jirones de su ropa.
—Lobos, sí. Pero yo escapó—.
El joven se frotó el oscuro cabello que le llegaba hasta un poco más abajo de las cejas que un dedo, omitiendo cualquier detalle del terrorífico encuentro. De todos modos, no encontraba palabras para explicarle nada a la preocupada muchacha que vestía de oscuro, con los blancos hombros escotados.
—¡Pasad, pasad! ¡Tenemos que curar esas heridas! ¡Se os pueden infectar, buen mozo!—le susurró la joven al inesperado invitado, como con tono ansioso por lo que debería urgir la curación de esos mordiscos de lobo.
La muchacha cogió de la mano a Khôr, y se lo llevaba a la puerta principal de la estructura, pasando un enorme patio terroso que, según el joven, parecía revuelto hacía poco. Como él también trabajaba la tierra como podía, se esforzó por preguntarle mientras llegaban al amplio arco custodiado por gruesas columnas y más muros, que dejaban un espacio entre el muro exterior y la construcción en el que un afilado vallado dejaba un pasillo por el que circulaban silenciosas bestias en la oscuridad. La respuesta que recibió de la joven de manos destempladas fue que la cosecha estaba siendo tan mala, que ni tan si quiera plantarían rosales de nuevo. Al llegar dentro del castillo, tras abrirse los portones que daban al interior de aquella residencia, Khôr admiró la magnificencia y elegancia de su interior.
Era un lugar espacioso y de piedra bien trabajada, oscuro, temible e incluso triste si profundizaba en su poca iluminación y su mobiliario rústico y de madera tan oscura que parecía negra. El sebo ardía e inundaba con sus círculos luminosos las paredes y esquinas, pese a que contra los oscuros ladrillos, la amarilla luz no parecía rebotar lo suficiente. La joven tomó en mano un candelabro con dos velas, y guió los pasos del muchacho hasta una habitación donde encendió teas que alumbraban por la estancia, el calor de entre los muros reconfortaba al extraño invitado. La muchacha rubia conversaba con él, mirándole con sana curiosidad. Le preguntaba si vivía cerca, si había algún pueblo de montaña cerca, si la población se había decidido a colonizar el exterior de las estepas, o si era cierto que había tribus de salvajes que luchaban a caballo y que disparaban en movimiento sobre uno sin errar una flecha sobre un enemigo.
La respuesta de él no fue menos que satisfactoria:
—No vive nadie extranjero. Yo vengo lejos, allá en tribu. Montañas Negras. No otros que vosotros aquí. Yo Cymyr, nosotros mejores en caballo. Nadie más fuerte con espada y martillo. Nadie dispara arco igual—le dijo él, lleno de orgullo.
La muchacha sonrió dibujando esa curva en sus rosados labios, suaves y para nada cuarteados que brillaban. Brillaban como los de Sunna... Khôr extrañó su aldea, y a su prima.
Pero si volvía con la piel del oso al que estaba buscando, sería un guerrero, un adulto, y viviría con honor. Sunna (si la encontraba yendo a su tribu, cosa a la que estaba dispuesto) sería su esposa. Le admiraría y él la amaría por siempre y le haría muchos hijos fuertes. Entonces, cuando notó que la tibieza del calor en el hogar que la anfitriona encendía en la habitación le reblandecía la piel agradablemente y notaba el escozor de sus heridas, su mente se alejó de su propósito, y contempló maravillado el tejido con el que la rubia iba vestida.
Nunca había visto el terciopelo, como el traje de la muchacha, ni el brillante cuero, como el del chaleco que llevaba dejando ver su apretado escote, que para la aparente corta edad de ella ya era imponente.
—¿Cómo os llamáis, joven señor?—le preguntó ella, mientras acomodaba un jergón pegado a la pared.
—Khôr. ¿Tú nombre?—.
—Mi nombre es Vivianne—le respondió ella poniéndose una de sus esbeltas manos, la derecha, sobre la otra a la altura de la cintura.
Khôr la miraba con cierta confusión cuando ella estaba preparando algo de beber en un cuenco, tras la presentación, de mientras que él se sentaba en el camastro, más intrigado por su anfitriona. Pero ante todo quería saber que hacían tan lejos seres civilizados, pues no conocía bien su habla, y su acento se notaba más que el perfecto y fluido dialecto de la muchacha rubia.
—¿Preparas comida?—susurró él aunque audiblemente, inseguro.
—Sí, lo calentaré al fuego, y luego de tomarlo, te sentirás nuevo mientras curo tus heridas—.
—¿Tú una princesa?—.
Vivianne echó a reír, divertida, y se acercó a él, con las manos tras la cintura, escondiéndolas. Luego, se inclinó sobre Khôr y le acarició el rostro con ambas, besando su frente.
—Soy la humilde sierva de la señora Tarja. Ella sí que es una princesa...—.
El suspiro de Vivianne encendió en el joven un ansia incomprensible, pero avergonzado y a falta de contacto con las costumbres de los civilizados y algo de su idioma, no se atrevió a preguntarle algo que pensaba. Así que recalculó instantáneamente su posición, y escogió las palabras.
—Tú hermosa. Y buena conmigo, pero, ¿Tarja no regaña Vivianne? Yo extraño en yurta... de piedra—.
Echando a reír musicalmente de nuevo, la joven de rizados mechones dorados y ojos grandes de miel clara a la luz de las velas se volvió hacia el cuenco, y lo puso unos segundos en un infiernillo sobre el fuego. El inesperado huésped era un salvaje cuya gente aún vivía en tiendas.
—No, ella se alegrará de tener visita. Hace tanto que no viene nadie a visitarla... mi pobre señora se alegrará mucho de tener un invitado. Eres un joven muy guapo. ¿Qué edad tienes?—interrogó Vivianne, alejándose del fuego para desviar su brillante mirada hacia él.
El joven la miraba, casi atravesándola. No entendía la pregunta.
Ella obvió la incultura y la dificultad de entender y hablar idiomas del joven salvaje, y siguió vigilando el utensilio sobre el fuego. En cuanto la escudilla humeaba, ella sirvió el contenido en un vaso de madera liso, y se lo acercó al invitado. Él levantó las manos para cogerlo, y ella, torpemente, tropezó con algo y se echó encima del joven, que aspiró profundamente por instinto la vaporosa esencia que salía del vaso. Se sintió con náuseas, un mareo terrible, y luego, sus ojos se volvieron hacia arriba y al notar que una mano invisible constreñía su garganta por dentro, perdió la consciencia sobre la cama.
"Ha funcionado", se dijo la sierva para sus adentros.
Acarició con sus esbeltas manos el enmarañado cabello del Cymyr, húmedo y pegoteado por el sudor, la escarcha del interior de las montañas, y despeinado por el viento. Luego, con sonrisa triunfante, se largó de la habitación y volvía con dos hombres más, esbeltos, y de bocas sensuales, con ropajes negros y anchos, una especie de túnicas. Los cabellos largos de ambos no ocultaban una mirada casi voraz.
—Sangre joven y salvaje...—dijo uno de ellos, un tipo alto con melena castaña y los ojos verdes.
La rubia le dio un suave lametón a la herida en el brazo izquierdo del joven, destapando el tosco vendaje, y se repasó los labios mientras cerraba los ojos, y los abría de nuevo por completo, extasiada.
—Además virgen... ¡cómo me voy a poner!—suspiró Vivianne con cierto deje goloso.
—¡Vivianne, tenemos derecho a una parte! ¡Íbamos a salir por él en cuanto entrase al osario! Le vimos primero—replicó el otro muchacho también de piel pálida y cenicienta, más bajo que su compañero y con los ojos oscuros, al igual que su cabello rizado y largo.
—¡Yo lo traje adentro antes que vosotros, lelos! ¡Está bien, no me miréis así... os daré un poco solamente!—dijo resignada y señalándoles con la mano el pecho del muchacho nómada, el joven fláccido y sumido en un sueño inducido por una solución extraña cuyo halo le había embriagado.
Los tres abrieron sus bocas, con un susurrante jadeo, y los dientes caninos se les alargaron y afilaron. Arrancaron violentamente los vendajes de piel del bárbaro para darse el festín del que hablaban, pero en ese preciso instante, una muchacha de melena lisa castaña con los ojos marrones irrumpió en la habitación sosteniendo una palmatoria con una vela encendida. Se les heló la sangre al ver que tras la silenciosa mujer joven, que podría tener unos 25 años fácilmente, entraba la señora del castillo. Dejaron su presa sobre los blancos muslos y brazos, y se levantaron de sobre el muchacho, con las manos tras la cintura, en actitud servil.
—Hola, mis queridos siervos. ¿Visitas tras tanto tiempo?— dijo con su ronca voz de mujer, señalando con la mirada al joven que yacía en el camastro.
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Acero Virgen
Fantasy~ En el lejano cosmos se encuentran nebulosas celestiales que albergan infinitos mundos sin explorar. Muchos se estancaron en el descubrimiento del fuego, mientras que algunos pocos, dominan tecnologías de miles de años de adelantamiento. Otros, v...