Un trapo de fibras vegetales reposaba en el suelo, mecido por un suave viento, teñido de purpúrea sangre.
Una esquina se levantaba, bajaba luego y como si debajo se escondiera un ratón, el aire hacía bulto y salía de nuevo. A un par de pasos, se encontraba quien lo había desechado, firme y estático como una sombra de hierro al sol. Habiendo limpiado su arma en el paño poco antes, los ojos de este solitario jinete contemplaron el cuerpo atravesado del asesino de su esposa, un hombre de armas de Jerjegune que yacía a sus pies sacrificado por el honor. Le había tomado algo de tiempo encontrarlo pero lo consiguió. En lo alto de una colina en la estepa, Bortochoou sostenía una lanza de hoja parecida a una corta espada curva y se había vestido para batallar. Tras él, un torcido árbol desafiaba al viento.
Existía además al frente un montículo hacia el que, observándolo bien, uno podía hallar una puerta que conducía a sus entrañas. Los Ilonios tenían la costumbre de usar este tipo de formaciones horadadas a propósito y construir en lo alto un depósito para sus difuntos, los cuales los cuervos y otros seres se encargaban de enviar al cielo y la tierra librando el alma de la carne y los huesos. Lo que quedaba, se enterraba luego debajo en un nicho, en alguna cámara, y se inscribía en una tablilla el nombre del fallecido.
La esposa del guerrero reposaba ahí. Asesinada por un Aolita, fue vengada y el corazón del responsable reposaba en un cuenco como ofrenda.
Armado con su cota de algodón prensado y placas de metal en el pecho y hueso y madera en los hombros, brazos y paneles para los costados y piernas, Bortochoou aferró el astil concentrado como había estado todo este rato en una sola cosa. Así salió de su meditación frente a la tumba, su corcel, un hermoso alazán dorado llamado Cicatriz de Garra se acercó. Su señor le palmeó la cabezota y luego le acarició el belfo. Aún más, lo abrazó como un niño, derramando sus lágrimas por el pesar que aún le aquejaba, y el casco de cuero forrado por una ancha banda de pieles que lo circundaba confundió su penacho de crines con las del animal.
¿En qué terminaría todo esto? ¿Iba a ser suficiente para alcanzar el elevado propósito tanto sacrificio? Buscaba allí la respuesta después de enterrar a su esposa, sobre si debía retirar su apoyo a su mejor amigo, su aliado, su hermano, partiendo a masacrar Aolitas y convertirlos en despojos humanos y comida para las alimañas.
Escuchó un relámpago pero no había tormenta.
Todos temían la ira de los cielos, y se postró ante el sonido que llegó a sus oídos como una maldición divina aunque en realidad distaba de esto último. Al levantar la vista, creyó ver a dos personas de perfil entre el vapor repentino que salió de alguna parte, no sabía de dónde ni entendía por qué pero así sucedía.
¿Quiénes eran? Se fijó un poco más caminando pausadamente, lanza en mano, hacia estas figuras, y supo de quién se trataba aunque ello le costó el mayor de los sobresaltos. Una mujer hermosa que le devolvió la mirada, triste pero serena, y no podía tratarse de otra. La hermana de Qublei vestida de rojo. Sin duda que lo era... la princesa de la tribu, la joya más resplandeciente de toda Ilonia.
Soryatani sujetando el cabello del esclavo, de Kerish. El gladiador al que muchos atribuían tener viviendo un lobo bajo la carne. Sabía que tenía un hermano del que decían lo mismo sólo que no sabía cuál de los dos tenía la sombra más espesa. Hablando de eso, también le pareció como si se desvaneciera junto al montículo una de las esposas del Khan, Tuoya, sosteniendo los brazos de aquél otro, de doradas espadas, y de su sonrisa brotaban gotas de sangre. Piedra rota, un dragón emergiendo entre las nubes, sables chocando. Un aro verde. Esas nieblas ilusorias y aquellos personajes se apartaron cuando, en lo alto del túmulo, en la azotea, Bortochoou se encontraba de pronto mirando fijamente un lobo de pelaje claro que permanecía sentado e inmutable como una talla que siempre hubiera estado ahí.
Después, el animal se dio la vuelta y bajó de un salto por la parte trasera y el Ilonio le siguió, pero no volvió a verlo. En su lugar, una caravana partía abandonando las tierras y más lejos, observando la extensa estepa que dominaban los halcones, acertó a ver el despejado cielo del medio día en dirección hacia los Xin. En última instancia le pareció escuchar a su esposa a su lado, un susurro en el viento nada más, pero que resultaba tan claro como cuando ella vivía. Supo que el Tangri le había hablado a través de ella y que se había presentado para mostrarle el camino correcto.
Así las cosas, el rastreador, el fiel entre los fieles a Qublei no dudó nunca más.
El hermano de sangre del señor que había unificado las tierras, tras repeler un golpe contra su persona, supo la realidad de los hechos. La furia entre dos tribus no podía socavar ahora el emergente poder de la nación Ilonia así como el viento no podía detener los caballos. Con el arco bien guardado, el astil aferrado con su férrea mano, dio gracias al Lobo Celeste por esta revelación y por presentarse ante él para mostrarle la verdad y la luz. Bortochoou sonreía con el corazón henchido una vez más y se supo bendecido. Luego, guardando las visiones porque era algo chamán, se dijo que el mundo y su grandeza le aguardaban y que el futuro le encontraría muy pronto. No pensaba más, no se quedaría por más tiempo allí contemplando el camino cuando podía recorrerlo. Así que lo hizo.
Subió a lomos de Cicatriz de un salto y dejó atrás aquel lugar cabalgando hacia el final de todo lo que había empezado.
Debía prepararse para la guerra.
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Acero Virgen
Fantasía~ En el lejano cosmos se encuentran nebulosas celestiales que albergan infinitos mundos sin explorar. Muchos se estancaron en el descubrimiento del fuego, mientras que algunos pocos, dominan tecnologías de miles de años de adelantamiento. Otros, v...