IX ~ Vivir por matar.

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"¡Atento! ¡Los dioses te miran!

Son duros y despiadados,

Gozan con tu sangre

Y de la de cuantos has matado.

Pero sus rostros desde el cielo

Sonreirán al victorioso.

¡Lucha con bravura y la gloria será tuya!

¡Gánate su favor, guerrero sin legión!

Muerte al señor de los demonios,

Muerte a los señores de los ángeles,

¡Y una muerte gloriosa para mí!".


La Canción del Gladiador.

La Canción del Gladiador

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—¡Ja jaaa!—.
La risa, loca y gorgoteante, provenía de una garganta llena de airak, una bebida corriente en las tierras de Ilonia.
Los Ilonios, hombres de ojos rasgados y cabello negro, se estiraban de los lacios bigotes, o se acariciaban sus caras afeitadas y llenas de cicatrices de guerra, apostando los chings (moneda de curso legal de Ilonia) a los luchadores en aquel ruedo mortal que estaban presenciando. Las monedas de colores, a las cuales pasaban por el diminuto hueco en el centro de cada una un cordel de cuero (las había según su valor por colores dorados, verdes y rojizos, fueran de oro, jade, o de otros materiales), circulaban de un lado a otro, y se ponían en alambres y cordones dispuestos para contar las cantidades.
El Khan era el hombre de estridente risa. A sus 21 años, el Khan era un joven de larga melena oscura, de azul brillo, y entre carcajadas ahogadas en leche que, tras un periodo de fermentación, servía como licor, se deleitaba con el brutal espectáculo. Apostaba más monedas verdes, riendo y golpeando con el puño los reposabrazos de su tosca silla de madera, cubierta de pieles y con cráneos de enemigos destacados sobre la cabecera de la silla y los brazos. Con el físico esbelto y los ojos de águila humanizada, los otros hombres le respetaban pues aquello era nacer bajo la protección de los cielos según sus mitos.
El pellejo de airak volaba de un lado a otro nuevamente entre los guerreros del Khan, y un recién cortado brazo voló hacia el público, ávido de sangre.
Los bárbaros de piel dorada y pálida en ocasiones, curtida al sol y al viento o protegida de los elementos, se unían en un solo cuerpo cuando rieron de nuevo, mirando las bajas empalizadas, en la arena, cómo un joven armado con un tridente, intentaba clavar en las costillas de otro su arma. El muchacho que estaba esquivándole, había cortado el brazo a una mujer de pelo negro y ojos rasgados que blandía una lanza de doble hoja, similares ambos filos a los de las cimitarras. El joven saltaba hacia el del tridente por un lateral, cortándole por la zona occipital del cráneo a su contrincante con un hacha que por el extremo opuesto, era una lanza.
Fue una maniobra rápida, brutal, y que había dejado congelado de miedo ante una muerte tan cercana a su rival un segundo antes.
Con los sesos desparramados por la arena, la gente que se divertía viendo el terrible juego de muerte aplaudía y loaba al vencedor, rindiendo honores al vencido con una canción que el guerrero gladiador que estaba en el centro de la pista no alcanzaba a comprender. Ello no le importó...
Miró hacia su derecha una última vez.
La mujer en el suelo había muerto segundos antes por la conmoción, y el triunfante, que tenía la trenzada melena oscura pero rojiza, hizo rotar sus ojos hasta otro gladiador que había matado, alguien que no tuvo oportunidad, y cuya masa cerebral también estaba esparcida por el suelo.
Entre las cientos de miríadas que estaban pendientes de cada balanceo de su exótica hacha-lanza, unos ojos le observaban tras el Khan y sus varias esposas. Los de una mujer de lisos cabellos azabache cuya belleza la camuflaba una mirada tímida, casi fija en el suelo.
Las pupilas negras del Khan fueron hacia la mujer, hermosa como pocas en sus tierras, y cuyo atavío era una túnica ancha de mangas largas de color blanco. El reborde rojo en el cuello y mangas tenía estampados de flores, semejantes al enorme loto rojo que ella llevaba en la espalda, bordado ricamente con filigranas de oro y con el rojo brillante de la sangre. Luego, la sombría mirada tornó al victorioso en la arena, el del cabello rojizo, cuando la luz iluminaba la oscura trenza, que le caía por la espalda. Su taparrabo era blanco, aunque no como sus toscas botas, de pieles de oso. La cara del joven estaba cubierta por una máscara metálica, que asemejaba al rostro de un lobo.
Los Ilonios se alzaron, arrojando monedas rojas y doradas a sus pies, mientras que la pose triunfal del gladiador les arrancaba un grito comunitario y apasionado una vez más. Eran como niños que disfrutaban con un juguete que jugaba para ellos. El gladiador clavaba su arma en el suelo, con la hoja del hacha hacia arriba, e inclinó una pierna, dejando la otra estirada, como si estuviese corriendo e imitase exageradamente la estatua de un atleta, de la misma forma que mantenía recto el torso, y dejaba caer un brazo tras su cadera izquierda. La sangre en su arma brillaba con bermejo fulgor al elevarla hacia el sol de aquella tierra, que siempre se sumergía en las hermosas praderas que sus ojos nunca llegaban a ver.
—¡Ke-Rish, Ke-Rish!—vitoreaban los guerreros y mercaderes Ilonios así como los de otras naciones allí presentes, que a parte de monedas, incluso echaban pellejos de airak al campeón de los brutales juegos.
Éste, brindándoles la victoria, emitió un gutural aullido que más bien parecía un desgarrador rugido, una manera bestial de celebrar el triunfo, de llamar la atención a los primales y violentos dioses guerreros. El lugar estaba lleno de muertos. Sólo había un tipo en pie.
Y era el de la máscara de lobo, con esa mezcla de hacha, lanza y guadaña.
Qublei Khan rió de nuevo cuando Bortochoou, su segundo al mando y amigo de confianza, le tendía un pergamino. El joven Khan, de la misma edad que su mejor amigo, leyó el idioma, que distante de serlo, era un dialecto escrito tal cual sonaba, traducido del Xin y que sonaba parecido.
Se levantó, y le siguieron su hombre de confianza, luego un arquero de blanco cabello, con un arco largo y rojo a su espalda que vestía armadura ligera Ilonia de color semejante, y tres muchachos jóvenes con el pelo corto y castaño, todos con unas espadas muy curvas y esbeltas, escoltando a sus siete esposas. Los guardianes de sus mujeres no eran Ilonios, pero le habían prestado su lealtad como embajadores de otro país, no tan lejano, al norte de Xihuan. Irónicamente, compartían su sangre. El Khan, con el pelo largo por detrás y corto por delante, tenía el flequillo en corte recto, a un dedo de las cejas. Los tres muchachos de negro con el pelo corto, eran sus hermanos, aunque no hijos de su padre. Su hombre de confianza, con quien hizo pacto de sangre, era el único del que podía llamarse hermano.
Los tres Ilonios como él, eran hijos de un general, que se los llevó a todos y cada uno a vivir al país del norte del que apenas sabían nada, a estudiar la guerra, la poesía y los idiomas, para que a la hora de que los Ilonios eligieran un Khan que fuera vasallo de Xihuan, éste elegido fuera hombre de cultura y batalla.
El arquero era un viejo recluta de ropajes blancos. Un soldado fiel y sincero. Y el mejor arquero de toda la nación Ilonia.
Él sabía la historia del segundo padre del joven Khan:
Cuando su padre verdadero murió en un combate con un hermanastro en una disputa por unas tierras fértiles y una manada de caballos, el hermano de pacto de sangre de su padre, un general respetado, se encargó del joven mientras aún no podía mandar en el aíl, e hizo tres hijos a la madre del muchacho. Con lo anterior ya presente, se dio cuenta el viejo arquero de que con todo, la única familia verdadera que siempre había estado al lado del joven Khan eran Bortochoou y su hermana. La joven de blanco y rojo que dirigía su tímida y hermosa mirada, confusa bajo las largas y hermosas pestañas, hacia la arena.
La única chica de la familia, la más mimada y la más sobreprotegida.
Fue el anciano quien miró al joven gladiador al notar que la muchacha lo hacía, sintiendo curiosidad por aquél de la máscara de metal. Este último entraba por un portalón y era flanqueado por varios hombres, y unos esclavos fueron puestos por el maestro gladiador a recoger los regalos e irse por una puerta, tras la cual se cerraba el consabido rastrillo. El arquero se quedó perplejo.
¿No era también un esclavo aquél muchacho que debía pasar bajo el rastrillo? ¿Por qué salía como un hombre libre por el portalón?
Los trabajadores del pequeño coliseo, encargándose de los muertos, los despojaban de armas y armaduras. El arquero no era un tipo rudo, pero respetaba el combate, y si el combate en la arena era tan brutal, no debía de preocuparse de que en los campos de batalla no hubieran gladiadores.
Así estaba mejor todo, además, él era Gemei, el de la flecha. Su ataque era a distancia, y en el cuerpo a cuerpo no era tan bueno como los guerreros de Qublei, el Khan. Mataba Khanes de otras tribus desde casi dos kilómetros, de pie y a la pata coja sobre la rama de un árbol.
No había hueco de armadura que se le pasase inadvertido. Por eso era el mejor.
Con la espada no era tan bueno aunque sí elegante, pero no podía compararse a un guerrero como el de la trenza rojiza.
La humanidad no paría tales máquinas de guerra, pero sí las creaba. Era imposible nacer así o eso se decía, antes de conocer la existencia de ésta... criatura de piel de marfil y ojos ensombrecidos por la muerte.
Y absorber de los países de los "ojos redondos" el hacer y ver estos espectáculos sangrientos repugnaba al viejo soldado.

Acero VirgenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora