VIII ~ El Nacimiento.

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Parecía amanecer, el cielo estaba teñido con una pincelada púrpura que se mezclaba con un fulgor lineal y recto de color anaranjado, mientras que las nubes, hasta ellos lejanas y tormentosas, llegaban sobre sus cabezas suaves e inexorables pero a la vez plomizas y entristecedoras. Todos dormían aún, sólo los levantaban cuando la capa purpúrea se deshacía como una bandada de estorninos y dejaba sobre ellos un cielo grisáceo que al atardecer, y debido a alguna tormenta sobrenatural, enrojecía.
Un jaleo le despertó. Abriendo sus ojos oscuros se levantó incorporándose a la defensiva, con las manos por delante, con el tintineo de los eslabones de hierro viejo de sus cadenas. En esa fracción de segundo recibió una patada en la espalda que le dejó sin respiración unos instantes, y cuando le tiraron del cabello, justo para ese día de su vida, supo que había llegado la hora de llevárselo todo por delante. Así, repentinamente. Sin dudas, sin miedo, sin arrepentimiento. Ya se había hartado de tanta mierda. Durante la presa que le ejercían como quien agarra un animal por el pellejo, giró sobre sus greñas, aún con el culo en el suelo, y alzó las manos para dejarlas caer con desmedida furia sobre la entrepierna del gigante de piel violácea pálida, usando sus grilletes y cadenas además agravando el lacerante efecto del choque. El otro apenas tuvo tiempo de apartarle con el largo brazo, cuando acogió involuntariamente el golpe y se sujetó con ambas manos sus doloridas partes entre lágrimas. Entonces el joven esclavo saltó sobre el pecho del gigante, usó de nuevo y de aquella manera los puños, dejándolos caer sobre la frente, los ojos, y la nariz de su víctima. Seguía, seguía, y seguía y quería más. Reía. Desgarraba su propia garganta al emitir sonidos carentes de todo significado.
En el momento en que brotó su sangre, roja pero oscura, el muchacho del cabello revuelto y brillante en el amanecer como fuego ennegrecido hinchó el pecho y gritó como una bestia triunfal que había acabado con su natural enemigo. Luego de eso, se levantó y cogió el arma de bronce que llevaba el capataz esclavista. Libertad. Podía saborearla tanto como las salpicaduras de aquel vino arterial Kentariano y corrupto, que luego escupió como buen catador. Era capaz de disfrutarla tanto como su propio placer al arrebatar una odiosa vida. Pero no duró mucho su respiro, y llegaron dos capataces más. Al ver la cara blanca y marmórea salpicada de sangre, al igual que las manos, apenas pudieron reprimir con menguado vigor un espasmo de terror. Y cuando Khôr se levantó empuñando la espada de bronce, con la parte inferior de la hoja dentada y la punta chata como formando una línea inclinada, ellos no fueron menos rápidos en el desenvaine. No hubo palabras ni réplica de ayuda. Sólo él.
El primero se adelantó hacia su objetivo, el hombre inferior, con un poderoso ataque doble de ida y revés, pero el muchacho de piel blanca se retrasó de un salto y luego se impulsó con sus talones como un proyectil hacia el enemigo que preparaba un envite desde lo alto. 
La espada bajó, dio con el plano pomo del arma en la espalda del Cymyr, que gruñó acusándolo y que aun así, increíblemente, apartó al gigante con un empujón como el embiste de un furioso uro. El más grande cayó junto quien lo apoyaba, y que azuzaba cobardemente su bronce en el aire para defenderse y mantener una distancia segura del combate que no deseaba librar otra vez, y llamaba a gritos a los demás. Su compañero había recibido el bronce de Khôr en una cadera, y el esclavo había asido con tal fuerza la espada, que tirando de su cuerpo con un golpe de mandoble, le había destripado por el lado izquierdo que su armadura escamada no protegía.
Así fue a por el que quedaba, y ya veía que venían más. Al menos, moriría como un guerrero.
El otro, viendo ayuda, al final se envalentonó y sus cabellos largos se mecieron en el aire como una ventisca invernal, pálidos como una tormenta de nieve cuando se precipitó sobre el humano con su enorme brazo blandiendo el sable.
En tan sólo un suspiro, el bronce había dado contra el bronce, ambos filos se habían mellado, trabado, y cuando el muchacho bárbaro vio que el empuje contra esa bestia humanoide no iba a triunfar, soltó el arma. Así, el otro se desequilibró, con una espada anormalmente fusionada a la otra, y trastabilló hacia delante.
Al instante en que intentó recuperarse, notó que el aire le faltaba. En unos dos segundos más, cuando ya oía los pasos de sus compañeros, supo del crujido de su garganta vibrando en su propio cuerpo, el cartílago roto, órganos sangrando dentro de su cuello... y se ahogó con su sangre.
Las cadenas se rompieron en su unión por el eslabón desgastado al que con tanto denuedo se dedicara por días, y así, el bárbaro dejó de estrangular con ellas al capataz.
Tomó luego la espada que éste tenía, ya cadáver, y la destrabó de la otra armándose para lo que iba a venir. El pulso aún le hacía temblar, estremecerse por dentro, como si un tambor enorme retumbara en su plexo solar. Los prisioneros que habían podido ver aquello no daban crédito a sus propios ojos ni oídos, pues pareciera que la cólera de un rey del legendario pasado se hubiese desatado poniendo patas arriba todo Minas Chagör. Apenas un crío creciendo y peleaba como un hombre, se movía como un peso ligero y golpeaba como un peso pesado. Unos le admiraron. Otros le temieron. Y mientras, su sentencia ya se había escrito en tanto más tajadores dorados salían de las fundas queriendo beberse su rojo. Le rodearon muchos.
Tantos como para que el más valiente dudara, demasiados para él. Pero no adoptó pose alguna de combate.
Y allí, otro más intervino entre aspavientos y chillidos señalándolo desde la distancia.
—¡Condenación! ¡Esto no lo había previsto, el crío es una ganga! Desarmadle con el mínimo daño posible. ¡Ha asesinado a tres capataces y debe remunerarme su coste! ¡Si sobrevive como ha hecho, nuestro invitado me pagará por él la suma que quiera! Vamos, muchacho, no te resistas—.
Por segunda vez en todo este tiempo, Khôr vio al cabrón que le había destinado a la suerte de trabajar en las minas, y obviamente, prefería morir a seguir trabajando en la esclavitud. Él era libre como el viento de la estepa, y moriría libre, como ahora, con las cadenas rotas. Se le echaron encima todos, sus largos brazos, sus grandes manos, le impidieron blandir las espadas cortas de mango largo, como las que fabricaban antiguamente en su pueblo... y luego, se lo llevaron con la precaución del que captura un animal rabioso.
—Saboreará las cenizas y el hierro en la Fosa del Hueso. Y si no, pues morirá—.
Dkagn'kur rió bajo su capucha. Y rió... y rió.

Acero VirgenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora