El aroma a incienso purificaba los pulmones del cuerpo mortal de aquél hombre de cabellos negros que estaba postrado delante del altar.
La brillante imagen de la esfera delante suya no dolía en sus ojos verdes, que aunque cerrados, de algún modo podían reflejarse en la superficie líquida e intensa de ese brillo. Era como si el sol pudiera verse sin que quemara vista alguna, pero cuya luz llegase más allá de los párpados.
Poderoso y desnudo de cintura para arriba, el hombre tenía porte serio, exento de arrogancia. Era como un dragón que dormía y esperaba con paciencia el momento de mostrar sus garras. Sus ojos, rasgados como los de todo hombre de Jidan, se abrieron.
Los verdes iris con estrías anaranjadas como el sangrante atardecer a su espalda contemplaron nuevamente la reliquia sagrada que flotaba en el templete de madera teñida de rojo, y este guerrero que contaba con poco menos de veinte años, puso la mano izquierda ante sí mismo mostrando de frente el canto hacia la órbita redonda y brillante, asintiendo con la cabeza. Se encerró nuevamente en su meditación.
Con paciencia.
Inspiró el aire alrededor; la tarde era plácida, el loto flotaba en el estanque bajo el puentecillo, las carpas holgazaneaban mostrándose de vez en cuando al salir a la superficie, curiosas, moviendo los bigotes. El corto jardín era tan verde... y las hojas de la flor del cerezo caían mudas como copos de nieve, suaves, igual que en una tempestad silenciosa y sin rumor alguno.
Nada más que el casi imperceptible zumbido de la bola que flotaba ante el hombre. Era muy joven aún, y sin embargo, un gigante de casi dos metros de altura, pero había hallado paz en la meditación. El dragón que reposaba en su piel, tatuado e inmenso en una espalda inmensa, cambiaba livianamente de tamaño con la pausada respiración. Entonces, el aroma del incienso y del loto le transportó hacia su consciencia más profunda, y halló la unidad divina con la del ser. El brillo entre las nubes sangró nuevamente, pero era sangre de verdad. Bermejo como un amanecer y un atardecer juntos, superpuestos, las nubes flotaron desde el suelo e hicieron caer la nieve sobre los estanques.
El enorme cerezo perecía en el verde que iba tornándose más apagado y ceniciento con esa nieve. Los copos iban tornándose en lluvia de sangre, y la escarcha, cuajarones. El joven hombre apareció allí, hierático, con el rostro esculpido en seriedad desapasionada.
Su pareja de sables, un conjunto de una hoja corta y otra larga, emplazado siempre en el lado izquierdo de su cintura, había desaparecido. Del suelo, brotaron ellos...
Cadavéricos rostros, muertos guerreros con armaduras que llevaron antaño, llevaban sombreros de cono, con el cáñamo enmohecido por el paso del tiempo. Y sus espadas ken, como arcos forjados de afilado bronce y acero, herrumbrosas aunque aún brillantes, se balanceaban inexorablemente abatiéndose sobre una presa. El guerrero adoptó la posición de combate con un puño adelantado mostrando los nudillos, y el otro recogido bajo su cadera derecha. Disparó una patada que habría hecho retroceder a un ogro hasta dar con la nuca en el suelo, mas sólo atravesó la imagen de los genma. Todos ellos, los guerreros-demonio, en calidad de no-muertos pero algo más rápidos que de costumbre, pasaban a través de sus puñetazos firmes y poderosos a las mandíbulas, a través de un cuerpo duro como un tronco de árbol, a través de sus patadas al pecho. Atravesaban todo como si la sustancia no fuera, como si el universo mismo se hubiera volcado. Matando la desesperación y la confusión con el esfuerzo, el denuedo de los hombres más aguerridos, el espadachín se giró para intentar ver por quién iban y si podía ayudar. Entonces, los genma salían despedidos por el embiste de algún verraco enorme, pero no era tal bestia la que los repelía y cortaba en pedazos. Eran las garras de una suerte de tigre con melena leonina. Un imponente tigre blanco, con largos colmillos, casi sables en sus mandíbulas. Aun así pesaba una cabellera sobre la cabeza, y las rayas en su cuerpo habían desaparecido como si fuera así de nacimiento. El tigre, un animal ágil, majestuoso, no retrocedía. Los genma tampoco. Esta fiera era diferente, pues el símbolo del dragón pesaba espectral sobre su estampa bestial, y la imagen ondeaba como un pendón imperial.
Con ese ritmo latía la fantástica bestia en la colosal espalda de Murata. El tigre no sólo rugía, sino que aullaba como un lobo. Y sus ojos... esos ojos...
Vino el tigre negro. Una criatura pavorosa salida de las sombras, aterradora por igual que la escena aun sin aquellos dientes terribles, y se podría pensar que los animales no eran buenos o lo contrario, pero de éste fue que emanaba la maldad. El guerrero podía sentirlo.
El tigre negro se abalanzó sobre la espalda del blanco, y los genma cubrieron con sus filos a tan valiente criatura. El hombre cerró los puños, y gritó, como si sintiera la muerte del tigre y su último dolor. Se miró los musculosos antebrazos. Su piel se resquebrajaba, brillaba, y algo que pulsaba bajo sus músculos y venas afloraba escamado con el color del jade. Una espada voló hacia las manos de una sombra pálida que confrontaba a otra, compuesta de turbia penumbra.
¡Entonces estalló el sueño en pedazos de realidad, como antes!
Había vuelto a perder la concentración.
De nuevo, el trinar de unos pocos pájaros que había desaparecido de sus oídos. El suave murmullo del arrollo en que las carpas flotaban y comían migajas, el aroma del loto, y la lluvia, aunque no generosa ni tampoco roja o blanca, de los rosados pétalos de cerezo, meciéndose suaves en el aire como la sonrisa de una muchacha.
—El tigre y el dragón—dijo en voz alta casi sin darse cuenta, —¿Qué significan?—.
Miró hacia la izquierda, sus dos sables de hoja curva estaban en sus vainas.
Apretó los labios hacia adentro en su boca, y luego relajó el gesto. Su cabello negro azabache, con la raya al medio y cayendo a ambos lados de su cabeza en una melena lisa y pulcra, se agitó por una súbita ventolera. La esfera que flotaba ante sí restaba caída de momentos antes en el suelo y la porcelana se había resquebrajado. Las esencias místicas en su interior humeaban. Los conjuros, la sintonía, el poder desarrollado de la mente, todo eso ya no importaba porque sólo tenía sentido lo que no había ocurrido, lo que podría suceder, pues eso era lo que podía alcanzar y de hecho alcanzó como un vidente. Y por esa peligrosa ensoñación, había un futuro oscuro que conocer. Un parpadeo nuevamente, y vio más rápido, inhumanamente rápido, todo lo que en aquella especie de duermevela apenas pudiera asimilar. Menos fácil de interpretar, pero el mensaje permanecía inalterable y el miedo restallaba como un látigo. Condenación. Tinieblas. Sangre derramada.
Duró menos de un segundo, pero el incienso que había ofrendado en el pequeño altar delante de él se había apagado, como siempre que una meditación pasaba a ser algo más trascendente, y no era la primera vez que tenía una visión sobre un suceso que cambiaría el mundo.
Era un mal presagio.
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Acero Virgen
Fantasía~ En el lejano cosmos se encuentran nebulosas celestiales que albergan infinitos mundos sin explorar. Muchos se estancaron en el descubrimiento del fuego, mientras que algunos pocos, dominan tecnologías de miles de años de adelantamiento. Otros, v...