IV ~ El Oso Negro: en busca de Jumahk.

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El joven y precoz bárbaro había sobrevivido a su peligrosa aventura lejos de las tierras que le vieron nacer, y mientras tanto, en una tierra fronteriza no demasiado lejos de las aldeas bárbaras, otros se disputaban un trozo de terreno en una lucha sin tregua. Norteños de cabellos rojos y rubios luchando unos contra otros, hermanos matándose por una afrenta hecha por sus ancestros, o puede que algo de intereses no tan comunes. El combate había empezado al alba del día anterior.
La batalla terminó, y los muertos los contaba Choddan desde su montaña, riéndose de los esfuerzos de los dioses Väenn y Ases por ver cuál de los dos ejércitos mataba más enemigos en las Tierras de la Noche, quién de los dos se llevaría más almas.
Pero la atención del dios no se centraba en ese conflicto después de un rato, pues aunque lejano en un momento determinado, sito en un monte de la estepa, estaba alguien de más interés para él.
Un monte sin nieve y desde el cual se veía un dedo de las manos del sol.
"Un dedo de millares que alumbran el mundo sólo puede verse en las Tierras de la Noche", se decía el dios, sentado en el frío trono de piedra.
Una sensación le hizo recapacitar, sus ojos vieron más allá de la sangre y las brumas, y algo despertó en él. Quizá fuera un espejismo en la gelidez.
"No, no es el sol. Ni la piel blanca y pecosa de un Väen, ¿acaso un superviviente?".
No es un Väen. Choddan lo sabe. Es un corazón salvaje como sólo puede ser el de uno de sus aguerridos hijos del acero. Un corazón salvaje en un cuerpo blanco como el mármol al que el frío estaba hiriendo.

Y a lo lejos la mancha oscura y terrible de...

¡EL OSO NEGRO!


Calzaba unas botas de cuero negro que hubiera preferido cambiar en un momento por cómodas pieles, y había abandonado sus sandalias de nieve, quedándose con las grebas de bronce

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Calzaba unas botas de cuero negro que hubiera preferido cambiar en un momento por cómodas pieles, y había abandonado sus sandalias de nieve, quedándose con las grebas de bronce. Bajó la pendiente que tenía delante, descendiendo el pequeño monte, una colina, un pico saliente hacia el que corrió y se encaramó con prudencia, como el tigre que acecha, pero con prisas.
En el vado que se extendía más de un kilómetro, escuchó una voz ronca y un coro de gruñidos, no era otra la lengua que usaban unos hombres, los Väenn, que habían sobrevivido a una batalla, a juzgar por sus rostros cansados y cuerpos heridos. Dos de ellos montaban sus caballos, pocos para once hombres.
Arrastraban un prisionero de cabellos rubios, maniatado, e iban a ponerse en marcha.
Pero un terrible rugido seguido de una masa peluda les hizo congelarse más que aquel paraje. Un enorme oso había golpeado el cuello de un corcel con sus garras y lo había tumbado, mientras que al otro, lo sujetaba de un mordisco por la silla de montar. Sin haber más sangre que la de la pierna del guerrero Väen, barbudo y de melena trenzada, el animal salió corriendo, y su jinete había caído. Eran varios hombres, y ante tal bestia sedienta, apenas podían amenazar al oso e intentar cerrar un círculo en torno a él. El prisionero rubio cayó de espaldas algo más lejos, trastabillando en la nieve. Entonces Khôr deseó tener la daga, esa arma tan fantástica aunque corta que le había regalado la joven y sufrida vampiresa. El oso rugió, y el muchacho bárbaro acudió al reto. Sabía que el oso le estaba llamando... y no podía dejar que los Väenn lo mataran. La victoria debería ser suya. Así que se dejó caer de lado por la pendiente de la colina, nevada y con más de un metro de espesor hasta el suelo. Al llegar junto al hombre rubio, éste le miró.
—¡Muchacho! ¡Quítame estas cuerdas!—.
El bárbaro negó al joven hombre, de unos veinte años, con una barba rubia manchada de sangre y escarcha, y cuya larga melena le caía por la espalda. Iba a correr por el oso... pero se lo pensó nuevamente, mientras otro de los guerreros Väenn caía tras un zarpazo. Se arrodilló junto al Aes y le desató las manos. Los leotardos rojos y la túnica de pieles que llevaba se habían salpicado de manchas oscuras y olían a sangre. Todo guerrero sabía reconocer ese olor oxidado y casi imperceptible. Y Khôr también.
—¡Rápido, mi espada está en uno de los caballos muertos!—.

Acero VirgenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora