XX ~ La Hora del Dragón.

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El estandarte del león vacila y cae en la penumbra del horror embrujado;

ruge el dragón escarlata en los vientos del destino.

Apilados, los brillantes jinetes yacen,

allí donde las lanzas se quiebran,

y profundo en las aterradoras montañas se pierde,

el despertar de negros dioses.

Manos muertas tantean las sombras,

las estrellas palidecen de temor;

pues esta es La Hora del Dragón,

el triunfo del Miedo y la Noche.


"La Hora del Dragón", por Robert E. Howard

 Howard

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De nuevo allí sentado, en una jaula como tantas otras.
La noche anterior le dijo a Soryatani que aún le quedaba una última lucha, y que volvería con ella para siempre. Ella se abrazó a su cuerpo, le creyó sin más y tras darle un beso volvió a su yurta.
Ilusa. Kerish estaba sentado en un banco de piedra, fusionado a la pared de piedra gris también, y escuchaba el rumor de palacio tras los múltiples cerrojos y puertas que le encerraban en aquel habitáculo frío que olía a muerte. Frente a él, a sus pies, la espada que le había dejado su maestro, su amo. Un hombre al que consideraba un amigo unas veces, y alguien que comerciaba con su persona otras tantas. Aquello era el final, su vida había llegado hasta este punto.
Normalmente un gladiador, un espadachín que combatía a corta distancia no moría expresamente, pero en aquellas tierras viviendo entre salvajes ansiosos de sangre como lobos que eran, los combates siempre se celebraban a muerte. En otras partes del mundo era igual, la sangre, el acero, el dinero y el sexo movían a los reinos, y la brutal era de la ley del más fuerte siempre se oponía al conocimiento y la clemencia. Pero estas dos últimas cosas nunca ganaban las guerras.
La vida no se perdonaba, y desde luego, a él nunca se la habrían perdonado.
En los ojos del alumno, el esclavo, algo brilló con salvaje frialdad: una frialdad que de tan gélida e intensa que era, ardía. Como en otras ocasiones, tomó el gladio de hoja ancha romboide y acinturada, por un mango en el que cabía una mano y media. Se miró en el gris espejo de la hoja y escuchó a la gente hablando con tono melodioso y algunas veces ralentizando las palabras a cosa hecha. Él no lo comprendía, debía de ser la lengua de Xihuan que distaba de ser la misma que el dialecto gutural de los Ilonios (el cual pocos hablaban pero con el que se entendían con los Xin) y más aún de la lengua común o la de los Cymyr que casi había olvidado el joven bárbaro.
¿Qué sabía del exterior? Casi que no importaba ya, Torii se había marchado nada más entregarle en la jaula del carromato, como si fuera una bestia de feria para algún circo ambulante. No hubo despedida. No hubo palabras. No hubo nada desde que le revelara su último viaje al encuentro del destino. Había visto parte del templo, del recinto de mármol rojo y nombres grabados en metal dorado, justo cuando estaban rellenando el suyo con pinceles. Quizá, el dragón llevaba la cuenta o era un devorador de almas y así le recordarían a él. Otro que luchó con valor y fue engullido hacia la oscuridad. Un intenso frío le recorrió el cuerpo y, reprimiendo un suave espasmo al tensar los músculos, el bárbaro suspiró expulsando la duda y vaciando su mente. Calma de Batalla. Matar. Vivir. Morir. Descanso.
No habría nada más para él pues el bárbaro era buen conocedor de la realidad que otros negaban: es más que inútil aferrarse a lo vano, a lo vacío, a lo que la esperanza representa. Un deseo que no iba a cumplirse. Algo que no va a suceder. Es meramente una idea que se persigue sin alcanzar nunca, una bella mentira que azuza al hombre en la desesperación y la ausencia de algo en que creer para fingir que no está solo ante la muerte.
Cuando la esperanza queda respaldada por los medios y las circunstancias, todos creen que el universo está de su lado y los alumbra con su luz, que les da la razón. Pero no es así. El universo es un lugar oscuro y frío donde la vida no vale nada, donde todo lo que importa es cuánto puede luchar uno y resistir antes de perderse a través de la Nada.
Pero no se dejaría llevar por la desesperación ni aceptaría sus últimos suspiros con sumisión. Sería su propio dueño aquí y ahora, rompiendo cada ligadura para ser él mismo y nadie más. Los puños de Kerish eran voluntad real, la de afrontar su fin con sus propios medios y gritar su valor y su ira al mundo antes de ser arrebatado de él. Sin esperanza no hay miedo.
Las rejas se abrieron.
"Y cuanto más mato, más poderoso me hago...".
Las sombras se separaron de su figura, se había trenzado de nuevo el cabello, y vestía una túnica masculina blanca que le daba un aire diferente y dejaba sus piernas al aire, las botas con hebillas no faltaban, ni sus muñequeras de cuero con las que siempre entrenaba puestas. Le habían salvado varios golpes en estos tiempos.
¡Acepta nuestra ofrenda! ¡Te brindamos por tus favores la sangre del valeroso mortal, oh sagrado protector, que nos das la grandeza de los cielos protegiéndonos en cada despiadada batalla y mantienes la gloria de nuestro imperio!—anunció un hombre con túnicas ceremoniales escarlatas y doradas.
Mientras, Kerish abandonaba el limbo y cruzaba la puerta hacia el infierno.
Rodeados de un círculo de piedra, sobre la piedra misma, las llamas se alzaban como columnas vivas e incandescentes que desprendían un calor agradable. Kerish ya esperaba encontrarse con una bestia, pero en su lugar, le sorprendió qué suerte de enemigo le aguardaba: había allí un tipo que llevaba unos guanteletes dorados, el recogido cabello cano contrastaba con el brillo de una espada de hoja esbelta. Sus ojos dorados no le habían pasado desapercibidos, ni sus pupilas draconianas que resultaban aterradoras. Aunque con el aspecto de un hombre corriente, sin rasgos sesgados en la mirada, el adversario extendió los puños hacia los flancos de su cuerpo, recibiendo así al gladiador bárbaro que en ningún momento bajó la guardia.
—¡Ah, mi sacrificio! ¡He esperado ansiosamente por este momento! Acércate, joven guerrero, y muere con gloria ante el dragón del emperador—le instó el otro hombre, con la voz melodiosa y seria, pero alegre a un tiempo, como si hubiese esperado mucho por este día.
—Un momento, ¡me hicieron creer que lucharía contra un dragón!—gruñó Kerish, con desaprobación.
El guerrero del cabello blanco corrió hacia él y saltó, al mismo que su sorprendido visitante previó su alzamiento por la experiencia en la lucha, y se adelantó hacia él con una estocada en el aire que iba dirigida hacia su pecho. La maniobra falló al no ensartar al supuesto dragón del emperador, que con un toque de su fina espada, desvió la punta del gladio de Kerish, que lo empuñaba con la derecha, y le dejó la guardia abierta. Con el hueco dejado por una ausencia de defensa en el pecho, el dragón le golpeó con la empuñadura del arma y tomaron suelo, él con los desnudos pies, y el esclavo extranjero con la espalda. En tan sólo un segundo el enemigo se había movido tres veces con el brazo, era mucho más rápido que el bárbaro, que estaba jadeando, con el pecho subiendo y bajando de volumen. Nunca se había enfrentado a alguien así.
—¡Éste al menos me ha durado más que el anterior!—rió el dragón, mientras se acercaba confiado a su sacrificio.
Era un ser que había luchado años y años contra los mejores guerreros de Xihuan, e iba a tener su ofrenda de carne y sangre.
...O la hubiera tenido, de no ser porque el joven bárbaro se anticipó al estoque asesino de su rival, y le hizo salir por el corte de la pierna izquierda un hueso de la rodilla con la ancha hoja de su espada, gritando de furia.
El dragón rugió, entre humano e inhumano, con la chaqueta verdosa salpicada de algunas gotas rojas, y se inclinó sobre una pierna, mientras que el bárbaro se apoyaba con los codos en el suelo, boca arriba como había estado. Y, cogiendo impulso al echar las piernas hacia atrás, se levantó de un salto empuñando su espada con las dos manos, la punta hacia su enemigo mostrándole el plano inferior de la hoja del arma por el que goteaba vital rojo así el superior estaba hacia el techo y la punta amenazaba su frente. Se produjo un revuelo entre la gente congregada que rezaba con cantos protectores y cosas por estilo que Kerish no sabía lo que eran, y el ser que tenía en frente sangraba entonces como un hombre.
—Si realmente eres un dragón inmortal, no me parece que las tengas todas contigo. ¡Ve a buscar tu rodilla!—.
Kerish rió cruelmente, el dragón enfurecía y soltaba su hermosa espada de esbelta hoja forjada en bronce con láminas de hierro forjado y pulido. El bárbaro no pudo ver que una de las manos enguantadas en metal dorado de su enemigo se balanceaba y mecía de un modo extraño.
De súbito, el fuego de una de las columnas en llamas envolvió su brazo, y disparó una pira directamente desde el puño derecho, postrado como estaba. Si el gladiador no hubiese asociado en un microsegundo el proyectil mortal a una lanza, no habría podido esquivarlo al agacharse de un salto, rodando por el suelo.
De vuelta a estar en guardia, el bárbaro, sobre la rodilla derecha, empuñaba su espada con ambas manos por encima de su cabeza, en una posición defensiva, con la punta del arma hacia el dragón. Nuevamente, algo sucedió. El hombre del cabello blanco dio un grito y convocó dos columnas más de fuego, una en cada puño, y las arrojó a morder carne a partir de sus nudillos, una tras otra.
El esclavo gladiador apenas pudo defenderse de la primera, anteponiendo su espada, que perdió en el choque del explosivo rayo llameante, y otra lanza alargada e ígnea fue a traspasarle el vientre por su parte inferior, pero pudo girarse como un tornado hacia el lado izquierdo desde la derecha, esquivando por poco el impacto abrasador que quemó la túnica blanca ceremonial que le caía en un elegante taparrabo, y que sobre el pecho tenía el emblema manchado de sangre de un sol de Xihuan que encerraba un dragón alargado negro con alas en hacha. Kerish se quedó aturdido por el dolor unos instantes, el fuego le había golpeado pero no quemado, y su túnica blanca humeaba por el lado izquierdo bajo la cintura, mostrando una mancha negra. Mientras el joven estepario recogía su espada, el dragón se había recuperado milagrosamente de su herida en la pierna, y saltaba de nuevo hacia el extranjero...
¡Como si fuera una flecha lanzada desde un arco, con su espada delgada dibujando círculos acerados en el aire de los que Kerish apenas se pudo defender, recibiendo puntiagudas embestidas en los hombros, y una estocada que a poco se le clavaba en el pecho de no haberse echado al suelo de espaldas!
El dragón pasó sobre él con la estocada en vuelo y el bárbaro se apoyó con las manos en el suelo a los lados de su cabeza, con un balanceo de piernas de atrás para adelante que le impulsó a volver a estar de pie. Cuando el fantástico vuelo del enemigo había finalizado y tomaba suelo, Kerish se dio de espaldas contra una columna en llamas tras aguantar un corte de revés con su espada, y su traje se prendió de fuego. El dragón trató de atravesarle la garganta, pero su presa fue más ágil, y aún pudo esquivarle la estocada que le practicaba con la derecha, echándose hacia el flanco por el que el perfil del rival le mostraba la espalda.
La punta del arma del dragón buscó de nuevo la carne de Kerish, yendo hacia su cara con un simple movimiento de muñeca al desplazar el afilado metal, pero ya era tarde.
El bárbaro había pasado junto a la espalda del dragón cortándole por el costado con su gladio, y se disponía a decapitarle desde la izquierda empuñando la espada con ambas manos. Presto a su vez, el inmortal detuvo la espada echando hacia atrás la suya, y el metal chispeó. Así, el hombre del pelo blanco se giró y golpeó con la mano izquierda abierta el torso del guerrero, que voló con la espalda en llamas un par de metros hacia atrás. Kerish aprovechó para rodar por el suelo y apagar el fuego de su túnica, con el corazón palpitando como un frenético tambor, y mientras el dragón se recuperaba de su herida, el sacrificio humano se deshizo de su ropa, de un tirón de una de las rajas por donde se le veía el hombro izquierdo, sin dejar de mirar a su increíble enemigo.
Al caer la ropa al suelo, blanca a tramos, amarillenta y ennegrecida, al salvaje no le quedó más que el fajín blanco de algodón y parte de la túnica de cintura para abajo que se presentaba semejante a un taparrabos. Cogió la espada con ambas manos y con uno de los filos apuntando hacia el dragón, que vio el tatuaje que cruzaba desde la cadera izquierda hasta más abajo de la cintura de Kerish.
—¡Llevas la marca del Dragón de los Akei! ¿Qué broma es esta?—.
—¿Broma? Me lo tatuaron de crío cuando me vendieron como gladiador, y me dijeron que era la marca de la victoria y la muerte. Pero resulta que hay algo más... ¡Pensé que tú podrías darme la respuesta, porque seguro que así es como marcan a tus víctimas!—gritó Kerish sin cambiar la postura, concentrándose en el siguiente ataque sin perder su foco.
Notaba que la energía fluía por él aunque sus hombros sangraban y tenía un pequeño corte bajo el pectoral izquierdo.
—El significado de esa marca no es el de mis víctimas en sacrificio. Pero es una lástima que tengas que morir sin saberlo. ¡Puedes estar orgulloso, eres el guerrero que más me ha durado desde aquél maestro de artes marciales que perdió su espada a mis manos, y con ello su vida!—.
Una suerte de embrujado fuego dorado crepitó desde los miembros del luchador de extraños ojos, y su piel adoptó una textura rugosa que al poco iba oscureciendo, dedicando al gladiador aquellos momentos en que desplegaba la grandeza oculta de su magia.
—Ha sido divertido luchar contigo, mortal, pero ahora te haré arrodillarte ante el poder de mi estirpe. ¡Contémplame!—.
El dragón del emperador soltó su espada, y algo se movió en su piel y bajo ella. Su estructura ósea cambiaba tanto como el color de su epidermis y la forma abultada de cada poro, que de ser clara, pasaba a un broncíneo oscuro, y sus ojos tornaban a un dorado que enverdecía con un brillo de hechicería. Su cuerpo humano adoptó una proporción alargada, con brazos humanoides y una cabezota del largo de un buey, así se multiplicaban sus costillas en dos hileras que sobrepasaban el volumen de un gran alfanje por demasiado.
—Ahora hablamos de un dragón de verdad—sonrió Kerish para sí mismo, sabiendo que iba a morir.
Entonces advirtió que, mientras la bestia se transformaba, el hueco que Dragón había dejado utilizando el fuego era cubierto por guardianes de camisa brigandina negra y casco redondo con una suerte de turbante rojo y pantalones del mismo color. El fuego mágico ya no podía retenerle, así que pensó en Sorya...
Sí, ella, la mujer que le hizo sentir vivo más allá de la carne y el alma. Soryatani, su amor, la flor más hermosa de Ilonia. Le prometió que iba a volver. Era una promesa que no cumpliría, pero deseaba volver a sus brazos.
Podía hacerlo. Huir los dos de allí. Vivir su amor como en una romántica historia en la que todo salía bien, el bueno siempre ganaba y la chica le daba el pretexto para abrir su corazón y amar sin dolor. Escupió pensando en la última parte, no era el típico hombre sutil que se las daba de duro: era duro y su corazón también, y por ello, su amor era más puro.
Pero esto no importaba... importaba la criatura, las armas y la vida y la muerte que bailaban a la pata coja sobre el pelo de un cojón amenazado por el filo de un cuchillo segador que le condenaría al inframundo al menor fallo. Gritó pues, y el dragón abatió su cola hacia él con un salto, mas el gladiador la esquivó cuando golpeó contra el suelo y la bestia que se suspendía a siete metros de altura serpenteaba a su alrededor flotando en la vasta cámara. Kerish aprovechó el terror y la confusión de los soldados cuando el palacio imperial temblaba y el dragón rugía buscando a su presa con su vuelo circular. Sus curvos colmillos fueron al cuerpo del muchacho, pero encontraron aire pues el joven bárbaro saltó por encima de los guardianes, y apartó al resto a empujones y golpes de espada que derramaban sangre sobre el hermoso y brillante suelo del palacio, hasta llegar a una muralla por la que escaló con la espada entre los dientes.
El caos era su ambiente natural o por lo menos cualquiera lo daría por hecho al verle tan desenvuelto en esta escena de locura. Una vez estuvo sobre la parte alta de la muralla, se encontró un guardia de frente que desenvainó su espada de un filo con un jadeo de sorpresa. Kerish soltó su arma en el suelo del puesto de defensa, y esquivó un tajo hacia su pecho, arremetiendo luego con el hombro derecho, y pudo cogerle la mano armada al soldado de armadura de láminas de cuero, ponerla por encima de su hombro, y haciendo palanca y echando el trasero hacia atrás, le desarmó e hizo caer hacia delante de espaldas. El hombre de la armadura padeció un dolor intenso en el brazo poco antes de la inconsciencia tras el choque contra el pétreo suelo. El gladiador recogió su arma del suelo y la del soldado, y contempló a otros dando la alarma, pero no iban hacia él.
A extramuros, un enorme contingente de jinetes avanzaba al frente de una gran nube de polvo. Las flechas volaron en ambas direcciones y el bárbaro se refugió en una de las casetas de observación mientras los virotes traspasaban las almenas y daban contra el muro rojo del palacio ceremonial de tejas negras.
—¡Estrellas de Ingkaard! ¡¿Pero dónde me he metido?!—jadeó.
Los soldados se apuraban más en devolver las flechas que en fijarse en un extranjero que se había colado en su puesto de vigilancia. Los guerreros Xin comenzaban a subir las escaleras hacia los muros, al mismo que por otra parte de la enorme ciudad imperial, bolas de fuego flotaban en el aire de la tarde como espectros. De más cerca, Kerish pudo apreciar que se trataba de aves de corral y silvestres prendidas de llamas con bolsas sujetas a sus cuerpos, y cayeron sobre los muros de la ciudad, haciéndolo todo arder cuando el contenido de las bolsas explotaba. No comprendía lo que estaba pasando, pero tenía que escapar de allí y ya. Quizá ni le haría falta.
Con los soldados que guardaban las puertas ardiendo en medio del caos, fue fácil para los Ilonios escalar los muros y abrir las puertas que daban acceso a Xihuan, y así penetró la horda. Además, por los desagües de la ciudad también ardía el fuego como ríos infernales. Si saltaba afuera, moriría. Si se quedaba en la ciudad, moriría también.
—¡Mierda! ¡Vaya a donde vaya, acabaré siendo comida para cuervos!—gruñó el bárbaro, y escuchó un horroroso rugido cuando las tropas de Xihuan trataban de frenar la embestida Ilonia.
Los jinetes asaltaban la ciudad, disparaban con sus arcos desde las cabalgaduras, y con sus cimitarras cortaban caras y chocaban contra espadas Xin de un filo de los guerreros que habían salido a defender, expulsados por las llamas. Uno de los soldados advirtió su posición y descargó un furioso mandoble con su espada corta imperial y el bárbaro detuvo el golpe con el gladio en alto, y al segundo siguiente, la garganta del otro había sido perforada por una espada semejante a la que el muerto llevaba.
Dejándola ahí clavada, el bárbaro dio la espalda al enemigo cuando éste caía por las murallas, y se dio de frente al salir de la caseta de piedra con un mecanismo de poleas. Sonrió ampliamente, aunque las alturas no le gustaban. Kerish aprovechó para el descenso por el muro mientras se agarraba al cabo de un modesto elevador para alcanzar sus raciones a los soldados sin tener que recorrer un par de kilómetros de muralla y subir por las extendidas escaleras de piedra. Amarró parte de la gruesa cuerda al ojal de hierro y fue descendiendo poco a poco por el muro, mientras abajo, las espadas clamaban por más muerte, y todo era una marea de enloquecedora batalla.
Cuando el dragón salió del templo, levantando el vuelo, el bárbaro lo miró con estupor y después se mordió el labio, viendo que la sierpe arrojaba dorado fuego sobre sus enemigos y sus amigos. Después del holocausto, la bestia miró fijamente a su ofrenda, y no tardó en ir a por ella.
Su hocico perruno y cuadrado, sus largos bigotes, ardían en un brillo de oro y sus ojos de jade reflejaban una antigua maldad al mismo que de un poderoso salto, ralentizaba su caída desde la altura, y su cuerpo serpenteaba hacia la muralla. Viendo que la bestia venía hacia él arrojando fuego, Kerish sólo pudo reaccionar con su instinto, que le hizo aferrarse a la cuerda e impulsarse con la fuerza de sus piernas hacia delante y a un lado. El dragón no se estrelló por completo contra la muralla, pero le costó rectificar el vuelo y quedó retorcido de una forma ridícula intentando estabilizarse. Se apoyó en sus patas traseras, y saltó de nuevo hacia el cielo que se tornaba sanguino como el suelo donde luchaban los humanos.
Los huesos de aquella sierpe tenía que pesar poco, porque si tardaba en caer y además podía mantenerse unos segundos en el aire, se debía a sus musculosas patas... aunque las escamas deberían de estar protegiendo, con su ligereza y su robustez, una carne liviana y débil. El joven gladiador apenas se había descolgado del todo cuando tuvo conciencia de esto, pero de una manera primal, una astucia animal, una inteligencia sin palabras que únicamente podía encontrar en sus recuerdos ancestrales, y volvió a ofrecerse en el muro hacia el dragón.
Éste, fiero y encolerizado, se impacientó del todo y descendió otra vez a por el humano que le sacrificaron, que estaba desnudo de cintura para arriba, y era vulnerable allí.
—Así como una carpa devora a un gusano como tú en un anzuelo... ¡tu cuerpo, tu sangre y tus huesos engulliré de un bocado para fortalecer mi gran poder, mortal! ¡Cuánto disfrutaré cuando canten tu desdicha!—rugió la fantástica bestia por encima de los humanos, que aterrados, se alejaban y llevaban la lucha hasta los jardines imperiales y las calles de la ciudad.
Pero al descender sobre Kerish, éste se impulsó en un acto de fe ciega o más bien fe suicida hacia el morro dorado de la bestia cuando, en unos segundos, la gravedad tiró del bárbaro hacia el suelo al soltar cuerda. El dragón rectificó pues su trayectoria de caída, mas fue demasiado tarde. Su cuerpo alargado y serpentiforme crujió contra los enormes muros de Xihuan, partiendo en dos las murallas que eran como un único cascarón que protegía a la dinastía y sus buenas gentes de los bárbaros de las praderas, de las estepas Ilonias, y todo se convirtió en una nube de polvo. El enorme hocico del dragón descansaba en el suelo, con el largo cuello retorcido de forma anormal con la cabezota mostrando la quijada al cielo y los verdosos ojos vueltos en blanco hacia sus cejas largas y doradas. Entre los bulbosos labios rojos, aún se veían los dientes largos como espadas y la lengua bífida sobresaliendo lacia por un lado de su boca.
El bárbaro miró al dragón... sabía, o algo le había dicho, que la bestia por ligera, tenía que rectificar su vuelo si quería tomar suelo con las patas y no herirse, ni siquiera probó a herirla con la espada, pero si algo podía destruir a la bestia con más fuerza que el acero sin traspasar sus escamas, sin duda era el muro de piedra contra el que chocó y se había partido el cuello.
Así, Kerish se alejó del monstruo soltando la cuerda, yendo jadeante y mareado hacia un lugar lejos de la batalla. Todo parecía haberse detenido, pero nada más lejos de la realidad, algunos guerreros de las estepas seguían cautelosamente al esclavo sacrificial, que aún tuvo suficiente humor para pasar junto a la cabeza del dragón muerto haciéndole un corte de mangas.
—Así como la cegata gran carpa-dragón confunde un bárbaro con un gusano, éste humano te ha pescado a ti sin anzuelo siquiera, lagartija. ¡Menuda se va a montar cuando cuenten por ahí que te la he jugado...!—.
Luego, se carcajeó de la bestia, y se hizo a la huida meneando una mano con un gesto lacio pero vivaz. No mucho después, casi al llegar al jardín imperial, escuchó voces familiares, y después su cabeza chocó contra la puerta de madera roja de los jardines; perdió el conocimiento irremediablemente y a su alrededor se reunieron guerreros y jinetes Ilonios con sus espadas dispuestas a despedazarlo, cuando un hombretón de armadura azulada y ropas verdes se interpuso, con el desmelenado moño en lo alto de su cabeza moviéndose tan rápido como su curvo hierro forjado.
—Yo me encargaré de llevárselo al Khan en persona—dijo el hombretón de barba negra, mientras Bortochoou se apartaba del cuerpo de Kerish.
—Como quieras, Baitao. Dile que no me ensañé demasiado, ya que aún hemos de juzgarle—sonrió el hermano de sangre del Khan.
—¿Juzgarle? ¿Por qué, amigo Bortochoou?—le preguntó el general Baitao con su rasposa voz al joven hombre con el del azul, que ni se había puesto más armadura que dos hombreras de cuero y unas espinilleras y brazales de metal.
—Por tocar las cosas de tocar—.
Baitao rió, y se lo echó sobre uno de sus enormes hombros. Pronto, un grito de victoria común sonó en la ciudad imperial.
Xihuan ya estaba bajo el dominio de los hijos del Lobo Azul de las estepas.

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