XII ~ El guerrero virgen.

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Cinco lunas separaban esta noche de cielo estrellado al norte del mundo, del día en que Qublei Khan se hizo con la victoria total matando a Jerjegune. La ambición expansionista del joven Khan hizo que sus mesnadas doblegasen a los rebeldes de Aolin, y así, controlar el territorio del reino del sur de Ilonia con puño férreo.
Los Aolitas restantes no resistieron la autoridad y mandato del Khan con armas, más bien se diría que le acogieron con los brazos abiertos. Qublei Khan disfrutaba de su victoria, bebiendo el licor nómada blanco, y riendo con sus compañeros de armas. En cuanto salía pocas horas antes de la tienda que compartía con sus mujeres, pareció avistar una sombra que se alejaba en la noche. Pero estaba tan borracho y cansado de fornicar que no le prestó atención, mientras su mente vagaba por el regocijo de una victoria y una venganza completas, e iba a sumarse con sus camaradas en la tienda de reuniones, después de vomitar más airak.
Kerish estaba en las arenas del coliseo, hecho con toscos muros de piedra sobre piedra, y empalizadas rectas y puntiagudas de madera. Como cada noche, el chico cortaba el aire, solos él y esa espada pesada para empuñar a dos manos. Era diferente a otra gran espada que tenía alas en la guarda y la cola en la guarnición, con una cabeza rapaz en el pomo. Esta hoja en particular consistía en la dorada cruceta que protegía las manos de Kerish, asemejándose a dos garras de ave, sujetando en ambos extremos de la guardia de la espada un cráneo. El mango estaba recubierto por unos cilindros de madera barnizada con un extraño engrudo negro, al mismo que el pomo era la cabeza del halcón que miraba hacia un lugar en la nada. El esclavo llevaba muy poca ropa. Solamente un taparrabo blanco y un peto negro de cuero.
Le gustaba esa arma. Se sentía nacido para empuñar espadas, más que hocinos, manguales, tridentes y demás parafernalia de combate. Pero igualmente, sentía el deseo, la irrefrenable sensación que se apoderaba de su firme vientre y le subía hasta la garganta, y salía por la boca como un grito al saltar y enarbolar la espada para dejarla caer con una furia destructiva sobre el suelo de arena, levantando una polvareda. El Aliento del Dragón. 
Había aprendido un estilo de dos armas llamado "Los dientes del Lobo" que quizá era semejante al que usaban en su tribu, en las lejanas estepas, sólo que se empleaban dos cuchillos u hojas cortas en vez de espadas propiamente dichas. Aun así, podía ser aplicable. También estaba "La Furia del Cielo" que empleaba hachas grandes a dos manos, pero entre los estilos de combate que pervivían entre sus olvidados paisanos no se contemplaba del todo el del espadón. Golpes como "La Bestia de las Sombras" eran comunes entre los guerreros salvajes de la tierra a la que había pertenecido su corazón, pero las enseñanzas de Torii eran algo nuevo. Existían técnicas comunes en otros reinos, pero poco más, ya que los movimientos que se empleaban con grandes sables sin duda eran los mismos adaptados de las peligrosas espadas de guerra que, vistas en una batalla, hacían temer a todos si el que las manejaba contaba con la ventaja de la experiencia. Aun así, las espadas de dimensiones tales no solían verse salvo raras ocasiones en duelos civilizados o en manos de mercenarios. Las hojas grandes eran para los reyes del pasado. 
Sin embargo, en cada tajo de espada, en cada mandoble dado aprovechando el poder de su cuerpo, un espíritu deshacía las cadenas impuestas y se alzaba majestuoso hacia los cielos. Su maestro apreciaba esto, y en ocasiones, sentía aquello que el joven sentía. Quería ser libre desde el fondo de un corazón que había enterrado.
Mas, ¿qué sería de él sin la arena? ¿Qué sería de la arena sin él?
Siempre las mismas dudas, y nunca las mismas respuestas.
Cesó de cortar el aire y se dirigió hacia sus aposentos en el coliseo, dejando la espada clavada en el lugar de la pista donde se había puesto a entrenarse, siempre bajo la mirada de alguien a quien no podía ver. Contaba con el favor del Khan ahora más que nunca, ya que protegió a su hermana, al Khan mismo y al resto con un ataque rápido y decidido que acabó con dos enormes Aolitas.
Torii le espiaba en secreto. Y había decidido libertarlo a no ser que algo se pusiera en contra... de aquí a un tiempo, quizá, pero el esclavo era una mina de oro, uno de los dos campeones que rivalizaban en arte, matanza y carácter, y se le podía destinar a más usos de los que el bárbaro de 17 años ignoraba.
Algo que no tardaría demasiado en descubrir Kerish por sí mismo.
—¡Puff!—exhaló el bárbaro, cansado.
Se dejó caer en el ancho camastro de su barracón particular. Era una pequeña obra que encargó a un tipo que trabajaba madera, ya que las camas Ilonias eran una especie de jergón blando sin patas que se echaba en el suelo. Había estado despreocupado y cómodo en esa cama, hasta ahora, que iba notando de alguna manera una presencia que le intranquilizaba. Fue a levantarse para echar mano de una espada que escondía bajo su cama, con la hoja recta y afilada por ambos lados, y apretó las cejas. Lo que vio salir de las sombras no era otra cosa que una mujer con los ojos claros y el pelo negro, lacio y brillante.
Se asustó en un primer momento, nunca le había visitado ninguna mujer a excepción de la que tenía Torii, que le trenzaba el pelo. Por un momento, le tembló el cuerpo, pensando en que podía ser Tuoya. Los ojos del gladiador se entrecerraron, brillando en la tenue luz de la noche, clavándose en los verdes iris con fueguecillos rojos de la mujer que ahora tenía tan cerca.
Se puso de espaldas contra la pared, en cuclillas sobre la cama, enfilando con la espada de guarda en una media luna chata a la mujer. Una amenaza. Doble amenaza. Jadeó, tembloroso, y el cabello suelto se desparramó sobre sus hombros y le ocultaba la mirada.
Sujetó el glande de acero cada vez más tembloroso, era incapaz de luchar con una espada contra aquello que había tenido que soportar. Ahora, estaba allí, asustado como un conejillo acorralado por un lobo, con el corazón a punto de salírsele del pecho. 
Cuando las sombras se retiraron de ella, vio que el rostro no era el de la mujer que temía, y abrió mucho los ojos. La joven era hermosa sin duda pero nada de malevolencia en su gesto, pues tenía en los labios, los párpados y todo el semblante una expresión benigna y confiada que le hizo bajar la guardia como si se tratara además de algún embrujo. Era imposible, pero estaba ocurriendo. No podía procesar el hecho de que ella le apartara la espada a un lado sin temer ninguna acción en su contra, con la delicada mano izquierda sobre una de las planicies de metal que destellaba con la entrante luz de la luna y las estrellas. Pudo notar que su visitadora, o su intrusa, se quitó las vaporosas sedas de turquesa descubriendo sus tesoros íntimos cuando su zona pélvica se rozó con lentitud contra el pálido muslo del guerrero, sobre su rodilla, descendiendo como si buscara la pose más conveniente para posarse en su cuerpo y ello le hizo sentarse de nuevo, conteniendo un grito de temor a lo desconocido. Sí, la temía y a la vez le fascinaba porque se encontraba suspendido entre la vergüenza y el instintivo deseo, porque sabía que era fuerte y al mismo las caricias de ella podían rendirlo. No lo pensaba, lo sentía. Todo sucedió tan rápido que apenas pudo darse cuenta de su situación cuando ya la tenía encima.
—¿Soryatani?—susurró Kerish, incrédulo, al reconocer sus rasgos porque de lejos la había osado mirar alguna vez y su pecho vibraba amenazando con colapsar al enfrentar sus ojos.
La mujer gimió en voz baja poniendo sus manos sobre los hombros del joven, besándole la boca con un ardiente y apasionado fuego que emergía de sus labios lentamente. Las pálidas mejillas del bárbaro enrojecieron aunque no pudieran verse en la penumbra y la difusa luz de la luna, y las pulsaciones de su corazón se tornaron frenéticas, del mismo modo que sus manos fueron solas tras la cintura de Soryatani apretando sus nalgas, tomando posesión de ellas al descender con una sensualidad temerosa. Su culo estaba frío y duro, y al sentir las manos de Kerish ella separó sus labios de los de él, dejando que una delgada cadena de saliva uniera ambas lenguas unos instantes como dos prisioneros.
—No podemos hacer esto. Debes irte... si nos ven...—le advirtió el esclavo, mirándola a su hermoso rostro.
—No me iré sin ti. Te amo, siempre lo he hecho. ¿Qué le queda a dos personas como nosotros si no es el amor, Kerish? ¿Dejarías que mi hermano me prometiese a otro?—.
—Soryatani... nunca... Nunca he...—empezó a decir él aunque a los oídos ajenos, sonaba como un balbuceo incoherente.
¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer?
Que él recordara no había entregado su cuerpo a nadie. Nunca había estado con una mujer, salvo con Tuoya... pero con ella nunca pasaba nada así. No sentía ese vibrar insano pero bello, esa repentina fragilidad que envolvía su poderío masculino y le impulsaba a imaginar cosas que le gustaban pero no pretendía decir. Demonios, ¡ni siquiera pensaba que fueran a pasar!
La apreciada hermana de Qublei tampoco había estado con un hombre, de ninguna de las maneras, como había estado con Kerish.
Aunque su situación la haya hecho sumisa ante la suerte que le deparasen por la ley, aunque fuera a terminar de esposa con algún jefe guerrero, un fuego rebelde la llamaba a quemar sus ataduras y seguir la verdad de su corazón. Era ese ardor contenido el que hacía que se revelara a quien había elegido en secreto. Ella le había visto crecer estos años, convertirse en un feroz lobo solitario sin nadie a quien amar ni a quien brindarle su masculinidad. La princesa de la tribu no esperaría a que su hermano la prometiera a otro la próxima vez y decidió con valentía y sin error. Soryatani era también una loba y reclamaba a su compañero tanto como sentía que él la reclamaba en aquella luna tan fría, tan caliente.
En esos segundos, el mundo se había detenido para contemplarles y el momento era suyo. La vida se acabaría algún día, y la muchacha no soportaría morir sin haber amado. Sin ser amada. Sin que algo verdadero suceda, sin que nada pueda ser por su elección. Y por supuesto, sin ningún interés. Él pensó, por primera vez entonces, en lo mismo.
A causa de la conmoción, el gladiador no se dio cuenta al instante de su propia erección al notar la entrepierna desnuda de ella acariciándose contra su muslo izquierdo, deslizándose suavemente. Pero ella sí le notó excitado, y cuando él supo hasta dónde había llegado hubo cientos de razones por las que estar muerto y otras tantas por las que lo demás no importaba nada. Un candado en él estaba quebrándose. La princesa de la tribu se apresuró a quitarse de encima del pálido y duro muslo de Kerish para desnudarlo y tocarle allí, en su parte más sensible. Si él tan sólo pudiera articular una palabra...
Su mente ni tan siquiera funcionaba, sólo un temblor irracional en sus piernas que ascendía hasta su vientre y una respiración acelerada daban paso a una sensación placentera, que no acababa ahí.
Soryatani se precipitó con las piernas a los lados de la cintura fuerte de Kerish, y subió una vez y bajó de nuevo. Ella se sorprendió cuando él gimió como un crío asustado. Los dos se quedaron quietos como si uno u otro hubiese sufrido una herida por error, y hubieran reído de no ser por los nervios. De que eran tan inexpertos y que cada cual pasaba por encima la falta de experiencia de su par, pues como quedaba claro Soryatani no había estado nunca con ningún hombre, y él nunca había estado con una mujer. Cada cual lo tenía claro desde ese momento entonces para moverse cuidadosamente. Debía ser especial. El único suspiro en que importa estar con quien apresa los segundos, con quien aferra la gentileza y el deseo y los convierte en lo inolvidable.
Otra vez subir y bajar, sentirse invadida, notarse acogido y enviado al cálido y oscuro mar femenino. Con todo, ella pudo contener desde el principio el terrible grito de placer que él no resistió, escapar del dolor estrechándole en su interior con un abrazo que apretaba, y el chasquido que sintió la bella joven en su frasco del amor ensanchado por el generoso vigor que le regalaba su elegido. Así dio comienzo el goce. Había oído historias y recomendaciones sexuales de las mujeres de Qublei, por lo cual estaba segura de poder satisfacer a Kerish, y si podía volver a verse con él, quizá le enseñaría a satisfacerla con todas aquellas cosas que se imaginaba hacer contra su cuerpo, sea desnudo o apenas vestido. Éste era un hombre sin tocar por ninguna mujer y saberlo la llenó de calidez casi maternal. Le deseaba tanto, le amaba tanto...
Y al tiempo temía le entrase todo aquel grosor con violencia y la destrozara.
Tuvo paciencia, dejando que su secreto y codiciado guerrero virgen la tocase suavemente todo lo que quisiera y donde quisiera, ambos sin hablar nada salvo respirar agitadamente, moviéndose de cuando en cuando. Era todo un mundo nuevo para los dos, y lo disfrutarían al máximo. Kerish puso las manos en los senos de la chica de ojos verdes que chispeaban con rojas líneas en sus iris, apretó con suavidad, y ella le abrazó contra su sensual anatomía pectoral, volviendo a subir y bajar lentamente varias veces al mismo que una sombra furtiva se alejaba, apretando un puño.
Los gritos del bárbaro de unas 17 nevadas se apagaban contra los suaves y tiesos botones de los que mamaba como un recién nacido, acariciando con las manos sendos pechos y poniéndolas después bajo las axilas de su intrusa, sosteniéndola como si fuera a caer al inclinarse sobre su busto. Bajó con una caricia dual por sus costillas, que colgara del precipicio mientras él la hacía suya. Que los mundos cayeran al borde de las tinieblas.
Sus manos palparon cada centímetro de aquel cuerpo como si fuera el único que deseara tocar siempre. Ella gimió no en voz baja, sino de una manera parecida a un grito que se ahogó, como el aullido de una loba. Acusando unas espantosas contracciones, Kerish se había derramado en su interior. La llenó de su calor fértil generosamente, de golpe y sin avisar porque esta sensación le había sobrecogido y desbordado, pero Soryatani siguió cabalgándole con celo animal decidida a hacerle suyo y ser suya. De una manera más violenta, sus caderas subieron y bajaron sin piedad, su amante abarcó su cintura en un abrazo sin saber por cuánto tiempo duró hasta que, con furia, le devolvió el ataque manando descontroladamente de nuevo entre quejidos y suspiros entrecortados. Y entonces, las oleadas, el colapso. Ni se culparon ni se perdonaron.
Ella sonrió con amplitud, la de una mujer completa. Entre la lechosa esencia que manaba de su feminidad ahíta, una roja lágrima resbaló entre ambos.
La loba había despertado, desatada al fin. 

Acero VirgenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora