XII. Valentina

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{Valentina en multimedia}

Esa noche habíamos decidido quedarnos en el Campamento Júpiter, bajo amenazas, pero habían aceptado acogernos. Fue difícil convencerlos, pero finalmente nos dejaron descansar allí.

Pero yo, como hija de la diosa de la sabiduría, sabía cuando algo iba mal.

No fue hasta que entré al bosque del campamento cuando lo noté. Me reprendí por no darme cuenta antes de que no estaba sola, y que mi acompañante no era más que un psicópata bastante ágil, aunque no lo suficientemente listo.

Tuve que maniobrar hasta subirme a un árbol cercano para conseguir verle la cara. Tenía un cigarro en la boca y tarareaba una extraña canción mientras apuntaba a su alrededor con una ballesta.

—¿Se puede saber qué rayos estás haciendo?

El chico ni siquiera se sorprendió, ni un atisbo de inquietud recorrió su pálido rostro iluminado solo por la leve luz de la luna, que le daba un aspecto fantasmal algo difícil de describir.

—Sé quien eres.

Fue una oración sencilla que en circunstancias normales no me hubiera inquietado, pero pronuciada de su boca resultó inquietante y perturbadora.

—¿Cómo diablos sabes quién soy si jamás nos hemos visto?

Estaba segura de que jamás le había conocido, ni siquiera visto, ya que suelo recordar a la gente peculiar.

—He dicho que sé quien eres, no que tú sepas quien soy yo —pude apreciar que se encogía de hombros.

—Déjate de misterios, chico —le espeté, furiosa—. Suelta esa ballesta ya.

Él frunció el ceño, pero no soltó la ballesta, al contrario, me apuntó a mí.

—¿Quién eres? —cuestioné, algo molesta.

Y es que a mí no me gustaba desconocer las cosas, lo odiaba demasiado, y ese chico me estaba sacando de mis estribos.

—No soy nadie en realidad -su tono sonó burlón—. Ahora dime, ¿sabes quién eres tú?

Silencio.

—Ya me parecía, Valentina Toro.

Me quedé congelada al escuchar mi nombre completo pronunciado de su boca. Sonó duro, cruel, indiferente.

—¿Cómo sabes mi nombre? —cuestioné, algo perturbada.

—Sé lo suficiente.

En un parpadeo por mi parte, el chico había saltado del árbol y se estaba yendo. Yo imité su acción cayendo justo frente a él.

Lo primero que me llamó la atención fue la cicatriz que comenzaba en la mitad de su frente, atravesaba el ojo derecho y terminaba en el mentón; luego sus ojos azules grisáceos; su piel pálida. Era extraño, pero tenía un atractivo irremediable.

—Me vas a desgastar —se burla.

Esbozó una sonrisa torcida, dura, cruel. Me estremecí sin poder evitarlo.

—Eres un estúpido -le espeté, frustrada—. Ahora dime quien eres.

—Chris —sonrió de lado.

Bien, ya era hora de pasar a la acción. Le doblé el brazo tras la espalda y le hice caer de boca, poniéndome encima de él. Agradezco haber practicado judo en mi niñez.

—Eres hijo de Eros —confirmé al ver su carcaj lleno de flechas rojas.

—Y tú de Atenea —comentó despreocupado.

Apreté más mi agarre.

—¿A quién ibas a disparar?

—Eso no es asunto tuyo.

—Lo es, chico. Jamás te había visto en ningún campamento.

Él rió fríamente.

—No pertenezco allí —calló por un momento—. No pertenezco a ningún lugar.

Eso me dejó totalmente descolocada. A pesar de que no me dejaba sacar nada en claro, me parecía una persona interesante, exasperante, pero interesante al fin y al cabo.

Esta vez, sí pude observar sus facciones de cerca. Era bastante bello, pero de una manera cruel y fría, imperturbable.

—¿Me vas a soltar? —su voz resonó de una indiferencia heladora.

—No te importa nada una mierda, ¿no?

Esperaba que dijera que sí le importaba con lo más profundo de mi ser, y lo peor es que no sabía porqué. ¿Quizá empatía? Lo dudo.

Cuando habló lo hizo con voz cautelosa, extremadamente astuta, pero de una firmeza que asustaba.

—No.

Mi cerebro sabía que esa sería su respuesta, pero mi corazón esperaba un "sí" desesperadamente. Y no lo comprendía, porque yo creía tener las cosas claras con quien me gustaba y quien no. Yo creía tener las cosas claras en todo. Recalco ese "creía".

—Déjame recapitular, si dices que no perteneces a ningún campamento, ¿cómo has sobrevivido tanto tiempo?

Debo confesar que estaba comenzando a tener un horrible dolor de cabeza por culpa del misterioso chico de la cicatriz. La cicatriz. Supuse que no me contaría su origen, pero era, sin duda, algo llamativo en el rostro de un chico.

—Es que, mi querida Valentina, aunque no sea hijo de Hécate, tengo mis trucos de magia —expresó con entusiasmo.

Apreté más mi agarre, con el fin de que no se escapara -aunque era obvio que podría soltarse si quería, ya que obviamente ganaría en fuerza- y para presionarla a responder a mis preguntas.

—¡Por Hades! ¡Eres insufrible! —me quejé, decepcionada porque no respondiera a nada y solo profiriera respuestas sarcásticas y mordaces que se volvían en mi contra.

—Eso dicen —murmuró, aburrido.

Los pasos me sorprendieron en ese momento. Creí que se podría tratar de los aliados de aquel chico, pero tal fue mi sorpresa cuando vi el cabello azabache de Nathan relucir como la oscura noche entre la maraña de plantas que había en aquel sector del Campamento Júpiter.

—¡Valentina! —todo el grupo corrió hacia mí, pero fue Nathan quien habló—. ¿Quién es este sujeto?

—Chris, hijo de Eros, inmovilizado por la chica que te gusta... ¿desde hace cuánto dices? Oh sí, años. ¡Qué bonito!

Juraría que yo debía ser un tomate ahora mismo. Sospechaba que Chris era un mentiroso de primera, pero eso no evitó que ambos nos sonrojáramos.

—Y... —prosiguió un confuso Owen—. ¿De qué va todo esto? ¿Por qué estás haciéndole una llave de judo?

—Porque estaba tratando de disparar a alguien con sus ridículas flechas.

Nathan apretaba los puños y la mandíbula, y yo no podía evitar preguntarme porqué. Sospechaba que, obviamente, no era por mí, si no por el hecho de que un desconocido planeara disparar a alguien. No sé porqué me sentí algo decepcionada al darme cuenta de ello.

—Ya basta de tonterías, chico de la ballesta —expresó Nathan, con tensión evidente.

—Esto se va a poner serio.

Y vaya si se puso.

Jackson, Owen JacksonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora