8. El monstruo

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«Había un muchacho que recorría cada mes un largo camino para ir a comprar juguetes. Ahorraba dinero de su mesada y se iba a otro pueblo a comprarlos, pues allí vivía un fabricante y el muchacho quería los juguetes más peculiares para presumirlos con sus amigos. Así era cada mes.

En el camino un día descubrió una casona que estaba construida en una hendidura entre las colinas, una casona rodeada de una cerca de metal y alambre. Nunca la habría descubierto de no ser porque escuchó al dueño de la casa llamando a sus perros para darles de comer. El muchacho se asomó y desde una distancia prudente observó lo que sucedía. Ese hombre era una criatura grotesca que alimentaba a sus canes con pequeños animales vivos, conejos, gallinas, terneros. Pero más grotesco que él, eran sus perros. Unas bestias enormes, más grandes de lo normal. Con una fauces siempre teñidas de rojo. Destrozaban a los animales sin piedad y no dejaban siquiera los huesos.

El muchacho observó desde lo lejos y siempre en sus viajes mensuales, por alguna razón, regresaba para observar a esos perros y a ese repugnante espectáculo. A menudo el dueño terminaba de alimentar a sus engendros y se marchaba de casa. Y fue en medio de esa rutina que el muchacho tuvo una idea temeraria.

Había un árbol torcido que se asomaba sobre ese corral, uno que se elevaba gracias a lo accidentado del terreno como una caña de pescar sobre un estanque. Lo suficientemente alto para que los canes nunca lo pudieran alcanzar, lo suficientemente bajo para que subirse en él fuera un riesgo emocionante.

Así que el muchacho trepó el árbol hasta que se dejó ver por los perros. Ellos, por supuesto, enloquecieron e intentaron de todo para llegar hasta él. El propio muchacho se asustó en un principio, pero luego de ver los límites de esos animales, se sintió más en confianza.

Entonces, una vez al mes en su camino se desviaba para repetir su emocionante hazaña. Cada vez hacia las ramas más delgadas, cada vez con más osadía para ver la desesperación de esas bestias babeantes.

Muchas veces, mi pequeña Ro, a las personas les gusta jugar en el límite de la línea. No parece haber una razón lógica para este deseo. Pero en realidad yo creo que sí la hay. Muchas veces simplemente es el placer de saber qué tan lejos se puede llegar. Un ánimo morboso de querer demostrarnos a nosotros mismos que podemos conquistar nuestros miedos. Conquistarnos a nosotros mismos.

¿Estaba realmente ese muchacho probando su valía con este acto tan ridículo?

Llegó un día en que la rama cedió. El joven había perdido el miedo y se deslizó hacia una ramificación endeble. Cuando se percató, ya había caído dentro del corral de los perros. Sin embargo, él tenía rápidos reflejos, corrió hacia la cerca totalmente aterrorizado y abrió la puerta enrejada con los animales detrás de él.

Encontró un árbol y lo trepó. Y permaneció allí hasta que los canes se aburrieron de asediarlo y se marcharon.

Tuvo suerte.

Quién no tuvo tanta suerte fue la niña que encontraron al día siguiente. O, mejor dicho, lo que quedaba de ella. La devoraron como habían devorado a sus pequeñas presas vivas. Y aunque desbocados, aquellos perros eran unos depredadores formidables, puesto que a pesar de las búsquedas, los pobladores no podían dar con ellos. Eran voraces, evasivos, selectivos y listos. Una ola de terror se esparció en aquel pequeño pueblo. Por varios días nadie salió por temor a no regresar con vida a casa.

Fue entonces que el muchacho acudió a mí.

El espanto y la vergüenza se leían en sus ojos. Y me pidió desesperado que me deshiciera de esos monstruos a cambio de lo que fuera.

Lo ayudé, por supuesto. Le di un frasco y le indiqué que rociara el líquido que contenía en la puerta de su hogar, y al día siguiente las bestias aparecieron muertas en su umbral.

Los pobladores pensaron que él los había matado y él no los contradijo. Verás, mi pequeña Ro, en cierta forma él tenía razón. Él había liberado a esos animales. Él había provocado el caos y había devuelto la paz con su decisión. A mí no me corresponde juzgar a quienes acuden a mí. Pero una vez que lo hacen, no puedo evitar observarlos en el devenir de sus elecciones. Y con este muchacho en especial tuve una duda particular que me sentí compelido de resolver».

Entonces Éran se palpó el mentón y elevó su mirada con una sonrisa enigmática, como si evocara el sabor exótico de algún manjar.

—¿Cuál duda? —preguntaste cuando el silencio ahondó en la sala.

—Quién era el verdadero monstruo.


El boticario de las almas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora