14. Arena blanca

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Unos días después recibiste una carta de Giova. No te sorprendió, puesto que tú también estabas en proceso de escribirle una, sin embargo, nada de lo que escribieras terminaba por contentarte. Él, no obstante, fue más presto, y aunque ya habías anticipado esta carta, tus dedos temblaron extrañamente antes de abrirla.

Los primeros párrafos, no obstante, sonaron formales y descriptivos. Te detallaba más que nada su llegada, su nuevo dormitorio en el complejo educativo y sus primeras impresiones de la ciudad capital. Aunque un tanto correcto y distante, el escrito sonaba muy a él.

«He estado pensando —versaba sus últimas líneas—. De hecho, no he dejado de pensar en lo que pasó. Creo que deberíamos hablar, es decir, estas cosas se deben conversar ¿no crees? Me gustaría que no fuera por carta, pero parece que no hay otra alternativa. Por favor, contéstame».

—Imagino que algo muy bueno ha ocurrido ¿me equivoco? —emitió Éran, interrumpiendo tus pensamientos.

No lo habías esperado, lo cual era algo bastante normal, pues sabías que el boticario aparecía cuando le placía. Sin embargo, su presencia en ese momento parecía sobrar.

—No es nada —replicaste evasivamente, y no dejaste de advertir aquel halo de intriga que brilló en sus ojos sobrenaturales—. Unas personas me buscaron, decían conocerte —agregaste para cambiar de tema—. Los Biscaro.

Te diste cuenta que esperaste alguna suerte de reacción de parte de Éran cuando ésta no vino. Ningún sobresalto, ni perturbación, sólo una singular sonrisa ladeada.

—Claro, los conozco —asintió él—. Debo decir que esa familia no es tan interesante como la tuya.

—Ellos dicen que sólo estás interesado en mi soplido —espetaste directamente, y otra vez, buscaste alguna suerte de disturbio involuntario. Pero éste, de nuevo, no vino.

—Siempre he sido sincero contigo, mi pequeña Ro —dijo él, con una tranquila sonrisa—. Nunca he negado mi interés en tu bendición. Pero no es mi único interés. En realidad, te encuentro a ti más fascinante que a tu don. Eso es innegable.

Había una estela en los ojos de Éran que te dieron la certitud de que decía la verdad.

—Incluso después de que termine nuestra apuesta, puedes estar segura de que seguiré persiguiéndote, mi pequeña Ro. Eres demasiado interesante como para dejarte pasar —agregó, y luego enfocó su vista en un punto diferente en la sala—. Y hablando de eso, parece que el final empieza a estar cerca.

Fue entonces que notaste aquel artefacto, el que Éran había traído hacía tiempo. Aquel magnífico reloj de arena. Se había convertido en una decoración exquisita en la sala, sin embargo, no te habías percatado que la arena blanquecina que apenas circulaba, había empezado a fluir resueltamente.

Éran se marchó esa tarde de la ciudad. No tenías certeza de cuándo volverían a departir juntos. Pero una insipiente corazonada afloró en tu pecho. Habías olvidado aquella vieja apuesta que habían establecido. En algún momento en esos años había dejado de ser importante. No obstante, ahora te preguntabas si acaso debías inquietarte por eso. ¿Qué significaba realmente esa apuesta? ¿Qué significabas tú para el boticario?

Él se había mostrado tan despreocupado ante la mención de los Biscaro, como si realmente no existiera nada qué ocultar. O nada que pudiera amedrentarlo. Pero aquella ligera consternación, por alguna razón, no te dejó en paz.

—No pensé que volvería a verte —dijo Levan a modo de saludo luego de que abrió la puerta del departamento en el que se hospedaba. Te observó con un ligero brillo inquisitivo, como si te evaluara. —¿A qué has venido, Ro?

Ya habías esperado aquella respuesta recelosa, áspera y confianzuda, pero aun así, tuviste que hacer acopio de toda tu paciencia.

—Viniste aquí para buscar información sobre el boticario —formulaste secamente—. Bien, pues puedo ayudarte. Pero a cambio debes decirme quién crees que es él realmente. Y qué es lo que quieren de él.

Levan arrugó el entrecejo antes de romper en una ligera carcajada. Tuviste, nuevamente, que contener tu propio ímpetu ante su insolencia.

—Quieres que te dé todo y tú no estás dando nada —respondió por fin, con un amago de una sonrisa irónica—. No me parece un buen trato. Además, te hemos dicho ya muchas cosas gratuitamente, y tú nos has respondido con pura desconfianza.

—Te estoy ofreciendo mi ayuda —recalcaste con cierta indignación.

—Y un poco tarde, señorita Borosen. —Levan sonrió de nuevo de una forma que encontraste supremamente irritante. —Porque nos marchamos esta tarde, ya no hay nada que hacer en esta ciudad.

De nuevo habías llegado tarde. Tarde para compartir tiempo con Giova, y tarde para resolver aquella sensación inquieta de que algo estaba camino a estallar. Levan te dedicó una mirada circunspecta, tal vez sopesándote, tal vez intentado desentrañarte de una manera natural, sin ningún don de por medio.

Y fue entonces que, por alguna razón, te hizo esa pregunta. Tal vez no esperaba que accedieras, pero aquella propuesta iba a encumbrar tu camino el resto de tu vida.

—¿Por qué no vienes con nosotros?


El boticario de las almas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora