12. Aquella barrera

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—No puedo creer lo que dices —finalizaste luego de escuchar la versión de Levan.

—¿Crees entonces que he venido hasta aquí para inventarte un cuento?

Por un instante, dudaste de él y también acariciaste la idea de volver a invadir su mente para encontrar la verdad por tu cuenta. Sin embargo, la firmeza en sus ojos castaños gritaba una contundente y avasalladora honestidad. Levan no se molestaba en ser delicado con sus respuestas, pero aunque rudo, lucía sincero. A su lado, siempre como mediadora, la silenciosa Leira sólo alternaba su visión entre ustedes.

—No, no estoy diciendo eso —terciaste—. Sólo digo que tal vez hay alguna mala interpretación... Tal vez...

Levan liberó un suspiro impaciente que sonó bastante a decepción.

—Pensé que serías más abierta a escuchar a otros —dijo incorporándose de su asiento y señalando a su hermana que ya era hora de partir—. O al menos eso era lo que me habían dicho. Parece que tienes amigos que te tienen en una estima demasiado alta.

—¿Amigos? —No fue necesario que él lo dijera, de alguna manera lo supiste. —¿Conoces a Giova?

—Se conoce mejor a las personas por los amigos que tienen —replicó Levan, capciosamente.

Eso hablaba más de él. Entendiste que sólo se había acercado a ti luego de haberte estudiado un poco y pensar que tenía una posibilidad.

—Es una lástima que ya no lo vayas a tener cerca. Su criterio es mejor que el tuyo.

—¿A qué te refieres? —inquiriste de inmediato.

—¿Qué no lo sabes? —La perplejidad en Levan fue genuina y tú sólo endureciste tu semblante. Tus asuntos no eran de su incumbencia, sin embargo, no pudiste sino guardar silencio. —Él dejará la ciudad en unos días por un tiempo indefinido —soltó por fin. Esta vez no hiciste nada por ocultar tu conmoción.

Antes de abandonar la estancia, Levan se detuvo para darte un último vistazo.

—Rolifia...

—Ro —lo corregiste sin ninguna simpatía.

—Ro —te concedió él, pero no había aspereza en su talante esta vez—. Si permaneces apartada de las personas que realmente se preocupan por ti, no me sorprende que tengas una idea equivocada de la realidad.

Levan te exasperaba supremamente. Él con sus consejos de vida no requeridos, como si poseyera algún entendimiento que lo hiciera considerarse superior.

Rezongaste mucho internamente luego de que él se hubo marchado, pero una parte de ti lo escuchó.

Te habías apartado tanto y por tanto tiempo de Giova que era tu mismo orgullo el que te impedía acercártele de nuevo. Siempre había sido él el que venía hacia ti, pero había dejado de hacerlo por las constantes negativas. Y ahora iba a marcharse. Pero, por supuesto, debiste de haberlo imaginado. Él siempre había hablado de ser médico. ¿Qué mejor forma de acercarse más a ese objetivo que irse a estudiar a la capital? ¿Cuándo se iría? ¿Cuántos años se marcharía?

De alguna manera, siempre habías creído en el fondo de tu mente que después de que lidiaras con tus conflictos, él seguiría allí. Incólume e invariable. Pero ¿alguna vez te habías detenido a pensar en lo que estabas haciendo? Muchas veces no meditamos en nuestras decisiones, hasta que escalamos a un punto irreparable. Un punto de no retorno.

¿Habías llegado tú a ese punto?

Esa tarde fue en lo único en qué pensaste. Si Giova se marchaba, tal vez ya no volverías a hablar con él, no como antes. Nunca como antes. ¿Y qué pasaría con años de amistad? ¿Qué pasaría con ustedes?

Parecía sencillo, pero en ese momento era lo más complicado del mundo. Superar esa barrera, esa que es una amalgama de soberbia, vergüenza y culpa. Sobre todo para ti, que no bajabas la cabeza ante nadie.

Al caer la noche, mientras rondabas por tu balcón como un alma en pena aquejada por el insomnio, fue que te quedaste prendada de las estrellas. Hermosas, resplandecientes y eternas. Las recordabas con gratitud y te hacían recordarlo a él también. Era inevitable.

Entonces te vestiste y te colocaste encima un saco por el aire frío de la madrugada. Y saliste de tu hogar, cuyas luces estaban todas apagadas. Aprovechaste el arrebato que daba la decisión en ese momento, porque a veces, si lo dejamos pasar, ya nunca vuelve.

Conocías el camino, pero una vez en frente de su casa, estuviste a punto de dar la espalda y desandar tus pasos. Pero no lo hiciste. Empezaste a lanzar piedrecillas a su ventana. Una, dos... siete. Y cuando no hubo ninguna respuesta, llegaste a tu límite y retrocediste.

Pero en ese momento la ventana crujió y se abrió con una lentitud dramática. Giova se frotaba los ojos, lucía algo distinto de hacía unos meses, pero su expresión de sorpresa era la misma de siempre.

—¿Ro?

—Hola —atinaste a murmurar.


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