28. Verdadera anarquía

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Ambos sabían que llamar a Vera Sespero casi equivalía a invocar a un demonio. Levan tenía más reservas, pues en su rígido código moral, ella era tan perversa como cualquier criminal. Había arruinado muchas vidas, pero sus delitos quedarían para siempre impunes, pues no había manera de demostrarlos.

Sin embargo, ninguno de los dos dudó en que ella se apersonaría. Y es que cuando habían penetrado en su bóveda personal, les había resultado imposible no tener un atisbo de cómo era ella. Una persona con un sueño roto, más que un sueño, un objetivo. Bastaba con que se percatara que aún esa llama podía volver a arder.

Los dos la recibieron en tu apartamento. Fue una reunión extraña, ustedes trataron de ser cordiales, pero no dejaban de desplegar un talante defensivo. Eran conscientes de lo que había sido capaz en su juventud por atrapar al boticario, pero ahora ustedes le estaban entregando la información por voluntad propia. No obstante, ella lucía igual a como la habían visto la última vez. Aunque había algo distinto que no supiste distinguir.

—Así que lo opuesto —repitió ella en un balbuceo perdido, pero no los miraba a ustedes.

Había un tintineo nuevo en sus ojos, era una emoción que parecía expandirse. La encontraste turbadora, como la exaltación de un animal salvaje al vislumbrar una presa a lo lejos. Hubo un corto silencio, después del cual, Vera se incorporó para tomar su abrigo.

—Espera —la detuviste—. Nosotros pensábamos que sería mejor si los tres...

—No, niña —te cortó ella sin ninguna amabilidad—. Empecé esto hace años sola, y lo terminaré sola.

Ella no permitió mayor discusión, y los dejó a los dos con la incertidumbre de haber abierto una caja de Pandora. Aquel desenlace era uno que también habían anticipado, pero esperaban que fuera distinto. Levan y tú compartieron una mirada de silencioso escrúpulo.

Una tensión tímida se apoderó de los días que siguieron. Había tantas formas de interpretar lo que sería lo opuesto del boticario, pero ustedes habían elegido una. ¿Qué sucedía si se equivocaban? ¿Éran los dejaría ir campantemente? ¿No tendría acaso él preparado ya un ardid contra de ustedes? ¿Qué pasaría...?

—Lo que tendrá que suceder, sucederá —emitió Levan para aligerar la carga del ambiente—. Si ya decidimos, no tiene caso repensarlo.

—¿Otra vez deduciendo lo que pienso sin leer la mente? —cuestionaste, un tanto consternada porque él no dejaba de acertar en adivinar tus preocupaciones cuando parecías distante.

—Ro, cuando quiera leer tu mente, lo sabrás —aclaró él—. Pero hasta ahora, sobra ese esfuerzo. Eres como un libro abierto. —Pensaste que el comentario hubiera sido más agradable si no lo hubiera dicho con unos distintivos aires de superioridad. Sin embargo, poco después él agregó: —Me alegra que ahora estés más animada. Al menos en eso este viaje ha valido la pena.

Fueron palabras sinceras. No obstante, el que él se sincerara te dio una sensación de inminencia. El reloj estaba corriendo para atrás. Ni siquiera te atrevías a pensar en la posibilidad de que uno de ustedes permaneciera incólume de ese encuentro y el otro no. Sin embargo, por alguna razón no te sentías desesperada.

Era más sencillo sobrellevar aquellos momentos con la compañía del otro. Puesto que, Ro, los tiempos duros tienen el poder misterioso de separar o unir a las personas de manera definitiva. Y la camaradería que ustedes se profesaban pudo calmar esa terrible espera acuciante.

Entonces, sucedió ese día.

Como siempre, imprevisto e inusitado, vino disfrazado de un día cualquiera. Terminaste tus labores un poco antes de lo usual. Desde la mañana habías sentido un extraño sopor que distrajo tu concentración de tus lecciones. Una ajena calentura en tu cabeza te hizo sentir mareada. Sin embargo, la mantuviste bajo control cuando vislumbraste en la calle la figura reconocible de Vera.

Tuviste una imperiosa corazonada, y no dudaste en seguirla. Caminaba rápido y parecía tener un destino definido.

«¿Podría ser? », te preguntaste.

No fuiste lo suficientemente sutil, ella se detuvo en súbito y se volvió. Sus ojos te encontraron, una mirada adusta, hermética y casi agresiva. Su asombro duró apenas un segundo, pero luego dijo:

—Él está aquí.

Esas palabras bastaron para que el mundo entero se congelara.

—Iré por él —continuó Vera, su voz cargada de una multitud de emociones. Entonces pareció dudar por un instante. —Ven conmigo, si quieres.

Fue en ese instante. Hubieras dicho «sí», estabas a punto de decir «sí». Pero fue en ese instante que detonó lo que habían previsto Levan y tú hacía tiempo.

«¿Qué lo detiene de convertir un caos natural en una verdadera anarquía?».

Fue como el sonido estruendoso de un tambor colosal, seguido del barullo de un derrumbe estrepitoso. Una barahúnda insólita en medio de la ciudad.


Días después te enterarías de que se trataba de una carga significativa de anfo que había sido colocada estratégicamente y cuya explosión pulverizó piedra y personas sin discriminación. Un atentado tan sanguinario que serviría de apertura a una etapa de terror nunca antes vista en la capital.

Sin embargo, en ese momento, lo único que sabías era que había sucedido una detonación calles abajo. Cerca de donde estaba situado tu apartamento. Pero lo primero que vino a tu mente fue que en el edificio vecino estaba...

—Levan —murmuraste en un hilo apenas audible.

Vera no esperó a que resolvieras tu indecisión, y se dio media vuelta con apremio. Tú la viste marchar y luego atisbaste la humareda de polvo que se elevaba entre los edificios aunado al alboroto naciente que se estaba produciendo en la lejanía.

Fue de esas decisiones que tomamos por inercia, más que por pensar detenidamente. Emprendiste la carrera sorteando personas y doblando recodos, la mente en blanco, el resuello vencido. Entonces divisaste por fin la zona siniestrada, era un complejo departamental, o había sido. Había ahora un hueco donde había estado la construcción; daba una sensación de ver una sonrisa con un diente ausente. El concreto desmoronado en el asfalto y las personas corriendo de un lado a otro, tratando de auxiliar a los heridos. Una debacle confusa. Pero ese no era tu edificio. Era...

—¡Ro!

Aquella voz casi apagada por la algarabía que se alzaba te bañó como una ola de conmoción. Entonces lo divisaste por encima del enjambre de siluetas, sus ojos también te encontraron. Esquivaron personas, casi empujando hasta que de repente estabas aferrada a él, trémula, cerrando los ojos con fuerza.

Sentiste que él te estrechaba entre sus brazos y te sorprendiste al encontrarlo tan reconfortante, tan necesario. El ruido y el desorden parecieron volverse remotos y mientras te deslizabas a la inconsciencia, un resquicio diminuto de tu pensamiento te arengó por mantenerte despierta.

Ya habías perdido tanto. No ibas a soportar algo así. No esta vez.

No esta vez.

El boticario de las almas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora