30. Espíritus incendiarios

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Tanto Levan como tú habían sido criados en sedas; ninguno de los dos era diestro en ninguna labor doméstica. Pero él parecía menos reacio que tú a asumir tareas cotidianas. Habías asumido por alguna razón que él era tan inútil como tú en la cocina, sin embargo, en los días en los que pasaste como huésped en su apartamento, encontraste que sus preparaciones no eran malas y aún continuaba aprendiendo, aunque veces recurriera a enlatados. Aquello fue bastante conveniente y ahorrativo puesto que aquellos meses se sintieron los inicios de una oportuna crisis económica en la capital.

A veces sentías extraña aquella dualidad en tu trayecto por combatir a Éran. Por un lado eras consciente de que el enfrentamiento sobrenatural contra él se acercaba inexorablemente, pero por otro, debías lidiar con los problemas ordinarios y no menos tenebrosos. Los atentados, el trabajo, la crisis.

Por esos días, perdiste a dos de tus alumnos, pues sus padres ya no podían costearlo y eso hizo que la lista de lugares para mudarte se redujera. Sin duda, podías recurrir a la fortuna de tu familia, pero en ese momento eras ya incapaz de renunciar a tu nueva independencia. Levan, no obstante, no te apremió y te dejó permanecer en su estancia sin ningún condicionamiento.

Esos días no pudiste rehuir a la reflexión de cuánto te habías conmocionado cuando imaginaste que algo le pudo haber sucedido. Te preguntaste entonces qué sucedería si eso llegara a ser una realidad. En el principio del viaje estabas segura de poder batir cualquier dificultad tú sola, pero ahora ya no podías concebir esta experiencia sin él.

—Ahora que lo pienso... —dijiste un día, antes de pensarlo mejor—, nunca he entrado en tu mente.

Levan arrugó el entrecejo con una impostada extrañeza.

—Ah, cuando nos conocimos lo intentaste, lo recuerdo bien. Fue como si me embistiera un toro salvaje —repuso a modo de reproche—. Pero como ahora estás más educada, si quieres puedes pasar.

Sentías una inquieta curiosidad y ni siquiera te diste tiempo de devolverle el comentario como era debido.

El diseño de cada mente es personal y único, un espejo de la forma de ser de cada uno. El de Levan era como una oficina pulcra, ordenada e impoluta. Cuadros con fotos familiares en las paredes, libros en la estantería, un extraño reloj cucú con una apariencia infantil repicaba en la esquina, un jardín podado se vislumbraba a través del amplio ventanal. Se percibía muy... hogareño.

Te acercaste al escritorio para escudriñar los accesorios que desplegaba. Sabías bien que cada objeto en la bóveda mental era un símbolo estratégico, frágil y expuesto. Cuando un portarretrato de una foto familiar te llamó la atención, el verlo con aquella intensidad hizo que unas escenas se inyectaran directamente en tu visión. Recuerdos brillantes de risas y calidez.

Percibiste la presencia de Levan detrás de ti y por un instante pensaste que él te reclamaría por haberte excedido. Pero él hizo algo bastante inusitado. Te tomó desprevenida, pero por alguna razón lo permitiste. Él ingresó también en tu santuario.

De repente, ambos espacios estuvieron conectados. Aquel despacho reluciente y tu mansión de nieblas, como una arquitectura imposible. Lo sentiste pasear por tu recinto como tú habías hecho en el suyo. Por un momento pensaste que se trataba de una prueba de resistencia, para establecer un vencedor, quién soportaba más. Pero en un punto te percataste que ese encuentro era de una naturaleza distinta. Se sentía íntimo.

Aunque la situación en la ciudad fue encrudeciéndose, no conseguiste olvidar aquel hormigueante desasosiego que sobrevino esa experiencia. Y te empecinaste en encontrar un sitio para ti.

Ro, la presencia del boticario en tu vida la había condicionado de tal forma que ni siquiera caías en cuenta de los temores que habías desarrollado a causa de él. Así sucede cuando una fuerza superior nos moldea de acuerdo a sus caprichos. Sin embargo, un resquicio de ti era aún consciente. Un pequeño resquicio te susurraba, te advertía que lo estabas pretendiendo era huir. Pero la otra parte insistía con más ahínco, bastaba con que elevaras la vista cada noche hacia el cielo. Hacia las estrellas.

Temías, pero no querías saber a qué, no querías aceptarlo. Sin embargo, Ro. No enfrentar ese miedo hubiera sido otra victoria más de Éran.

De alguna manera lo sabías puesto que cuando le comunicaste a Levan que por fin habías hallado un lugar donde alojarte, no sentiste alivio sino una amalgama de derrota y desazón.

Levan calló por un momento, circunspecto.

—Si quieres, puedes quedarte —propuso, disimulando su inflexión animosa—. Es decir, definitivamente.

Tú no respondiste. No habías esperado eso. Ambos sostuvieron sus miradas sin palabras. Sin embargo, ese silencio parecía ensordecer, estaba tan cargado de mensajes estruendosos. De gritos, de llamados.

Tú eras consciente de eso, Ro. La forma cómo Levan te miraba aquellos días, la manera cómo tú le respondías. Había un juego entre líneas que ambos percibían, pero él parecía frenarse para darte tiempo. Sin embargo, aquella sensación había estado burbujeando hasta que llegó a un estado de incontenible ebullición. Fue entonces que estalló.

Contrario a lo que habías imaginado, el beso de Levan fue suave, paciente. Tierno. Luego se tornó profundo y apasionado, embriagador. Por un instante, pensaste en repelerlo pero tu mente estaba demasiado sobrecogida, extasiada. Te sorprendió entonces entender que no deseabas que se detuviera, y al mismo tiempo, te aterraste al darte cuenta que el recuerdo de Giova, que insistía en aparecer en tu conciencia, se hacía más opaco y empequeñecía.

—No, no —musitaste apenas tuviste una abertura de aire. Levan se paralizó mientras tú te tornabas lejos de él, temblando.

Él titubeó y estuvo a punto de marcharse, sin embargo, se forzó a permanecer y ancló su mirada castaña en ti.

—Él ya no está —dijo entonces, con una firmeza exigente—. Y lo siento mucho por él. En verdad, siento mucho que él se haya ido de esa forma, pero él ya no está. No está. Es historia pasada, tienes que aceptarlo. Y yo sé... —vaciló un instante—, yo sé que sientes lo mismo que yo, lo he visto en tu interior. Sé que es así.

Y era así.

Mientras tu mente asía esa realidad, sentiste tus manos tiritar y te asaltó una honda sensación de vulnerabilidad, tu respiración quebrada y tus ojos vidriosos. Era así. Levan te observó, silente y contemplativo, y luego, con una lentitud prudente te envolvió en un abrazo del cual no pudiste resistirte y que te sentiste incapaz de rechazar.

Ustedes dos eran seres especiales que se entendían de varias maneras. Espíritus en constante movimiento, con el mismo ardor incendiario, hechos de lo mismo y que habían atravesado por caminos similares. Tal vez por eso no podían evitar buscarse.

Y tal vez por eso, hubieran preferido cualquier tormento antes que separarse.


El boticario de las almas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora