22. El fin de la apuesta

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—Por favor, no —te escuchaste decir, tu voz una vibración incontrolable de emociones. Las palabras brotaban solas, no podías frenarlas—. Por favor, no.

No te habías percatado en qué momento habías acortado el espacio entre Éran y tú. De repente tomaste los pliegues de su saco y te aferraste a ellos. Él ladeó su cabeza, casi con inocencia, y compuso un gesto compasivo. Nunca te habías acercado tanto a él, pero ahora te dabas cuenta que en sus ojos habían mil enigmas que nunca podrías descifrar.

—Por favor, no —repetiste, unas lágrimas brotando inevitablemente de tus ojos, tus dedos temblaban, tu voz se quebraba—. Haré...

«Haré lo que sea. ¡Lo que sea!».

—¡No! ¡Ro!

Pero incluso antes de que la voz de Levan interrumpiera tus pensamientos, tú misma te habías contenido por el recuerdo de una voz distinta. La voz del propio Giova.

«No podría soportar esa clase de vida». Eso te había dicho. Y tú sabías muy bien ahora lo que significaba invocar la ayuda del boticario. Aunque desesperada, te golpeó como una saeta la certeza de que Giova jamás te perdonaría si es que hacías eso. Él con sus cándidas buenas intenciones, con su anhelo de andar por el mundo haciendo lo correcto. Ni siquiera él podría condonar un acto así, él era la antítesis de todas esas perversiones. Nunca podría soportar una vida manchada por una gracia maligna.

—Se acaba el tiempo, Ro —advirtió el boticario, una ligera arruga adornó su entrecejo. Nunca le habías visto hacer ese gesto. ¿Era irritación? ¿Extrañeza? ¿Ansiedad?

Los granos parecían caer uno por uno pero no podías empujarte a decir las palabras. No podías. Giova jamás...

Entonces algo inundó tu mente. Penetró con la naturalidad de un gota de tinta oscura en un vaso de agua. No te habías percatado que te habías quedado prendada de la mirada centelleada de Éran, en un gesto suplicante. No notaste cuando él entró en tu bóveda interna. ¿Él también podía? ¿Él tenía el mismo don que tú? No, no era el mismo. Él te superaba con creces.

Pues ni siquiera tú podías plantar imágenes en la mente de otros. Y lo viste con claridad. Humo negro denso, lenguas de fuego rojas y naranjas que se agitaban con furia, caos indistinguible, gritos, aullidos. Y en el centro de ese escenario estaba él. Apenas podías distinguirlo, se perdía entre las nubes oscuras. Pero sabías que era él. Era él. ¿Eso estaba sucediendo en ese preciso momento?

«¿Qué alguien lo ayude? Por favor». Pensaste.

—¿Quieres que lo ayude? —inquirió Éran con suavidad, pero su expresión se enserió. Sí, sólo tenías que decir sí. —Ro.

¿Pero iba a cumplir? Levan te habías explicado que para Éran no era necesario cumplir lo que le pedías para ganar.

—Depende de ti —insistió la suave voz del boticario.

Sólo tenías que decir que sí. Era tan simple. Pero ¿qué temías? No era la condenación a una vida bajo el control de Éran Dezvas, era el juicio del propio Giova. Y era también la propia repulsión de entregarse a algo perverso.

—Ro.

Y el último grano cayó.

La imagen de Giova se sumergió completamente en las brumas negras y se difuminó de tu mente. Fue entonces que supiste que lo habías perdido.

La realidad de esa certeza te atravesó como un dolor físico. Sentiste que tu corazón se detuvo. De repente estabas hincada en el suelo, tu frente contra las frías baldosas, a los pies del boticario. Todo se ennegreció, te sumergías en las sombras, y lo permitiste porque era mejor que estar allí, viviendo ese momento. Pero antes de perder la consciencia, escuchaste la voz de Éran. Cercana, indolente y fina.

—Felicidades,Ro. Ganaste la apuesta.    

El boticario de las almas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora