36. Epílogo

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Vagabundeaba en el vasto y solitario universo níveo de su interior. Sabía que vagabundearía por siempre, buscando una salida que no existía. Una respuesta que aún no se había formulado. Pero estaba en paz consigo misma.

La carta había esclarecido su congoja y le había dado nuevos bríos. Con el paso de los días, empezaron a acudir como impactos visuales unos haces de luz. Recuerdos sueltos. Eran esporádicos y efímeros. Un aroma, un color, una imagen, palabras. Ninguno parecía tener sentido. Salvo uno.

El rostro de ese ser siendo encerrado, de sus ojos maravillosos y su última sonrisa. Se instaló entonces la certeza de que lo había logrado. Éran estaría tal vez también en la misma situación que ella, rondando sin destino en un castigo eterno. O al menos, uno suficientemente largo. Todo había terminado.

Había hecho por fin lo que tenía que hacer, pero su vacilación juvenil había acarreado consecuencias que siempre lamentaría, la carta lo decía. Sin embargo, al final de todo el trayecto, incluso esos sacrificios ahora tenían ya sentido.

La carta le pedía a ella misma mantener viva la esperanza y evitar el abandono. Rehuir el abismo. Pero con el pasar de los días, cada vez era más difícil no considerar lo último. ¿Qué haría sino en todo ese tiempo infinito?

Los meses sucedieron a los días. Había momentos en los que acariciaba con seriedad la idea de lanzarse al vacío y terminar con todo, pero sucedía de repente que le parecía escuchar un susurro que parecía no venir de ninguna parte. Alguien que llamaba su nombre, pero aquel murmullo se desvanecía tan pronto como aparecía.

¿Cuánto había acontecido? ¿Años? Ya había perdido la cuenta.

Entonces aconteció un día que notó movimiento. Fue imposible no advertirlo porque ella era lo único que se trasladaba de un lugar a otro en ese plano. Los ladrillos blanquecinos de su otrora mansión interna levitaban con vacilación. Se buscaban. Su hogar interno parecía cobrar vida. Se reparaba.

No fue un proceso rápido. A lo largo de las semanas, Ro observó con paciencia cómo aquellos escombros se restablecían con la tranquilidad de quien no tiene nada qué hacer. Los ladrillos formaron muros, los muros habitaciones, y las habitaciones, un complejo. Incluso el jardín parecía volver a brotar y un poco de color se integró en aquel universo blanco.

Aquello le dio cierto sosiego, pudo volver a recorrer su hogar. Sus salas, su cocina, su habitación, el dormitorio de sus padres. Todo impoluto y vacío. Y con esas estructuras, volvieron como invasores algunos recuerdos. Esta vez más claros, pero igual de seccionados. Eran pedazos abandonados al azar, pero al menos ya podía recordar algunas cosas. Personas... las más importantes.

Pero aun con su estructura mental en proceso de sanación, no parecía acontecer nada. No encontraba la manera de escapar de su propia prisión. Aún con su hogar restablecido, esa cárcel nunca se abriría.

Y el tiempo volvió a transcurrir.

En aquel silencio y soledad, volvió a buscar el barranco negro de su mente. Lo observaba a diario de lejos, con ansias y temor al mismo tiempo. Éste parecía llamarla. Su negrura sin fondo como una mancha sólida prometía descanso, término. Consuelo. Cosas que no tenía allí, en ese destierro. El susurro remoto que la llamaba no era lo bastante fuerte para retenerla.

—Ro, espera.

Era la primera vez que escuchaba la voz de alguien más en mucho tiempo. Y al volverse, su corazón se contrajo. Todo su universo interior quedó trémulo.

—Giova, ¿qué haces aquí?

Estaba idéntico a la última vez que lo había visto hacía años, la misma ropa, la misma edad.

—No sé. —Se encogió él de hombros con simpleza y una sonrisa afable. La misma sonrisa de siempre. Ro frunció el entrecejo. Notó la brecha de diferencia entre ellos. Él había permanecido como un muchacho y ella era ahora una mujer adulta. Un sentimiento de nostalgia la embargó como un golpe.

—Eres un recuerdo —declaró ella con tristeza al percatarse de ello—. Eres un recuerdo de mi mente. No eres el real.

Giova compuso una expresión de disculpa.

—Supongo que es eso, pero no deberías acercarte tanto allí —dijo él, señalando el abismo—. Es peligroso, podrías caer y perderte para siempre.

—Lo sé. De hecho me lo estás diciendo porque lo sé. No puedes decirme nada que no sepa —aclaró ella—. Eres un recuerdo. Un eco.

Él guardó silencio y ambos permanecieron contemplando a lo lejos la oscuridad de ese infinito agujero.

—Estoy contenta de verte, aunque seas sólo un eco —confesó, volviéndose para mirarlo, y una sonrisa genuina se dibujó en sus labios—. Así al menos no estaré sola en este lugar.

—Si soy un eco, entonces soy la imagen que tú tienes de mí. Lo que tú crees que yo era —razonó él—. Y parece ser que tú crees que Giova te diría que salgas de aquí. No puedes quedarte más tiempo. Tienes que irte, tienes que vivir. Tienes que ser feliz.

Ro no pudo evitar que los ojos se le humedecieran. Giova la observó, contemplativo y paciente.

—No sé cómo —le dijo.

—Yo creo que sí. Yo creo que lo sabes ahora.

Ambos se miraron. Compartieron palabras en silencio. Una sensación de melancolía asedió el corazón de Ro. Tristeza ante lo perdido y lo que iba a perder.

—No —musitó ella con un leve temblor—. No, no quisiera que te vayas. Recién has llegado.

—Soy sólo un eco, Ro —reiteró Giova, con una sonrisa—. Sabes bien que en el mundo no se obtiene nada de valor sin un sacrificio. Tienes que pedírmelo, porque sin tu voluntad, esta burbuja no podrá romperse.

Entonces la envolvió en un abrazo. Uno de despedida y de bienvenida al mismo tiempo.

—Te lo pido por favor, entonces —dijo Ro, su voz apenas un hilo.

—Muy bien.

—Lo lamento mucho.

—¿Por qué?

—Porque incluso ahora te pido que hagas algo por mí. Y yo no he hecho nada más que acarrearte sufrimiento.

—Oh, Ro. —El se separó y puso su frente contra la de ella. —Por favor, no lamentes cada momento que compartimos. Yo no los lamento, y si terminaron muy pronto, pues, a veces así son las cosas. Tenemos que levantarnos y seguir. Y yo quiero que sigas. Ve adelante siempre, siempre.

Y le dedicó una última sonrisa, una que ella no olvidaría jamás.

Entonces Giova se volvió y caminó con resolución hacia la oscuridad del precipicio. El talud que sería el fin y la liberación. Las paredes de aquel universo temblequearon, como percibiendo su final. Y cuando él saltó, un resquebrajamiento reverberó en toda la vastedad.

Unos rayos de sol penetraron a través de esas grietas con una fuerza arrolladora y Ro pudo escuchar entonces con claridad la voz de Levan llamándola, cada vez más diáfana. Cada vez más real.

Sintió entonces que despertaba de una pesadilla. Una que había iniciado desde su infancia, cuando el boticario de las almas perdidas arribó a su mundo para traer desolación y muerte. Había perdido tanto y estaba tan cansada de ese viaje, sin embargo, tenía otra oportunidad. En ese momento ya no le importaba lo que le esperaba, tenía que seguir adelante, siempre adelante. Hasta alcanzar las sempiternas estrellas.

Y, ¿qué le esperaba a ella?

Nada más que la vida.

El boticario de las almas perdidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora