Un par de detonaciones casi simultáneas despertó a la ciudad en plena madrugada, en un distrito lejano a dónde ustedes vivían. La tragedia fue para los familiares de los fallecidos, pero también para todos los que no habían sido afectados, pues aquellos atentados sumieron a todos los habitantes en un continuo desasosiego.
Empezó a volverse un consejo general el no despedirse con una discusión irresoluta, pues no se sabía si sería la última vez que se viera a un amigo. La ciudad parecía poblada por sombras angustiadas, una clase de vida que se sentía indigna a la otrora prominente y resplandeciente capital.
Sin embargo, por más contradictorio que sonara, para ti esos meses relucieron con una plácida nueva luz. Nunca habrías esperado que la convivencia con Levan pudiera llegar a ser una experiencia caótica. Un caos extraño, cálido y ameno. Discutían por todo, pero siempre llegaban a una concesión. Ambos eran caprichosos y ansiosos por tener razón, pero al final cedía uno o el otro. Parecía que siempre había actividad en el apartamento y no había tiempo para aburrirse.
Ustedes ya habían compartido sus peores momentos, parecía natural entonces que pudieran compartir los más joviales. Te daba la impresión de que su trato no había variado mucho en esencia, sin embargo, todo era distinto. Lo que sí era nuevo eran los desplantes de afecto de él. Eran esporádicos y espontáneos. Sucedían cuando menos te lo esperabas y nunca pedía permiso. Él ya tenía por sentado que tú le correspondías, y nada le iba a hacer cambiar de parecer. Así que cuando tú regresabas, encontrabas que él te recibía con un beso, o te abrazaba mientras regabas las macetas del alfeizar. En verdad, esos gestos te embelesaban y siempre los esperabas.
Aunque la desazón de la sombría ciudad y su espera por Éran pesaban aún sobre ustedes como un subtexto silencioso, podías decir que los dos podían sonreír genuinamente. Incluso en los parajes más crudos se puede gozar de un viento fresco de felicidad.
Sin embargo, había algo que te perseguía. Cada noche, en la soledad de tu habitación, cuando te asomabas por la ventana a contemplar el cielo, no podías evadir esa eterna sensación de culpa. Nunca se había ido, sólo te habías acostumbrado a ella. Pero ahora tenía diferente matices. Pesar por estar viva y él no, tristeza por todos esos años que Giova hubiera podido disfrutar, nostalgia porque tus pensamientos ahora se enfocaban en otra persona. Culpa, siempre culpa. Aquel sentimiento te perseguía aún en medio de esa dicha impremeditada.
Y ello te arrastraba directamente a pensar en Éran.
Y pensabas que la siguiente vez que se cruzaran sería la última de cualquier forma. Y pensabas en lo que le había sucedido a Vera, y sentías temor porque Levan o tú terminaran así si erraban de nuevo.
Iniciaste la costumbre de explorar tu propio santuario mental cada noche. Repasabas una y otra vez los momentos que habías compartido con el boticario. Era una actividad amarga, pero debías hacerlo. Tratabas de buscar algún dato, alguna información que tal vez no habías captado o no habías entendido. Hacía tiempo le habías preguntado tú misma quién o qué era él. Y ahora más que nunca necesitabas esa respuesta. Pues sólo se puede saber qué es lo opuesto de algo que se conoce.
Hasta que un día, te sacudió de pies a cabeza algo que no habías anticipado. La súbita llegada de una carta. Iba dirigida a ti y no tenía remitente. Sólo contenía una línea. Suficiente para paralizarte.
«Mi querida Ro, nos veremos en unos días. Las piezas están ya en posición».
Sentiste tu corazón golpear tu pecho como si acabaras de leer una sentencia de muerte.
—¿Ha pasado algo? —cuestionó Levan cuando entraste.
—No. —Por alguna razón, ni siquiera dudaste en mentir. —Estoy muy cansada.
No lograste convencerlo, pero él no te preguntó más. Tal vez porque esperaba que luego tú misma se lo confesaras. Lo seguro era que no imaginaba la índole de tu perturbación, sino hubiera insistido.
Pero no podías. Algo te empujaba a callar. Sabías lo que Éran había querido decir entre líneas y sabías que tanto tú como Levan estaban indefensos contra él. No había nada que hacer si es que se equivocaban de nuevo. No había una segunda oportunidad.
Aquella tarde, ambos almorzaron algo que Levan había preparado. La mayoría de días él fungía de cocinero, pero aquella ocasión se había esmerado especialmente. No había razón para esa fecha, simplemente se le había ocurrido. Y tú te dividías entre lo encandilador de ese momento y una naciente angustia en tu pecho. Aquella carta de Éran sería el único secreto que le guardarías a Levan. Aquellas cartas, mejor dicho. Pues habría una más. La última carta.
—Después de que terminemos lo que debemos hacer aquí —inició Levan, una vez terminada la comida—. Deberíamos regresar. Asentarnos... sabes a lo que me refiero.
Ustedes nunca habían hablado de la posibilidad de que hubiera un después del boticario, aquella era la primera vez. A veces parecía que no existiría el mundo después de Éran Dezvas. Sin embargo, Levan hablaba con algo que no habías escuchado desde hacía tiempo: optimismo. Esperanza.
—Tendríamos vidas de gente normal —continuó él.
—¿Cómo normal? ¿Lo que hacemos no es normal?
—Una familia, me refiero ¿no te gustaría? —apuntó él, con una sonrisa sugerente—. Quisiera que tuviéramos una hija algún día. Me gusta esa idea.
—Cómprate un perro e imagina que es una hija —replicaste en represalia automática, pero te sentiste de repente algo acalorada—. Ni siquiera te he dicho que me casaré contigo.
—Oh, pero lo harás. Sé que quieres —se mofó él con una seguridad socarrona. Y luego agregó en un gesto más sobrio: —Si tenemos un hijo, podemos llamarlo Giova, si eso deseas.
Lo decía en serio. Hablar de Giova era un tema doloroso para ti, tal vez siempre lo sería, pero las pocas veces en que Levan lo mencionaba siempre eran con consideración. Y no resultaba incómodo.
Sucedió una noche de lluvia, días después. Te despertó el suave y agradable repicar del aguacero, como un arrullo melodioso. La habitación estaba sumergida en una oscuridad azulada, calma y quieta.
Te volviste entre las sábanas, sólo para decidir que era imposible recuperar el sueño. Y por una razón que no te atreviste a explorar, te levantaste y saliste de tu recámara. La alcoba de Levan parecía una extensión de la tuya, lo encontraste también despierto, su rostro sosegado en las penumbras.
Se miraron largo rato, como si ninguno de los dos osara romper esa conexión. Vacilaste, pero finalmente, deslizaste tu mano hasta llegar a su mejilla y la acariciaste en un roce gentil. Sentiste la necesidad de hacerlo, y tal vez de no haber sido por ese gesto no hubiera ocurrido lo de esa noche. Él besó tus dedos con suavidad, y luego se aproximó a ti y besó tus labios, primero suavemente y después, con profusión, respondiendo aquel llamado silencioso. Una exigencia ferviente e implacable.
Ambos quisieron eso. Ambos se necesitaban y no sólo como compañeros en esa empresa. Ninguno de los dos lo había verbalizado, pero ambos querían asir con desesperación esa pequeña esperanza.
De que algún día esa búsqueda iba a finalizar. Habría un después, tenía que haberlo; que esa travesía no acabaría con ustedes, sino que habría un futuro. Y cuando éste llegara, los dos permanecerían juntos para compartirlo.
Y serían, por fin, libres.
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El boticario de las almas perdidas
FantasySola y sin recuerdos. Así es como Ro despierta. Sin embargo, todas las respuestas que necesita se encuentran contenidas en una carta dirigida a ella. Una carta que narra su pasado. Una historia que evoca sonrisas infantiles, sueños inocentes...