Uno: La situación

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¿Alguna vez has despertado y sentido que has perdido años de tu vida?, como si fueras a dormir siendo una niña y al despertar eres una mujer que no conoces. No estoy segura de donde comenzar esta historia; lo cierto es que la mayor parte del tiempo lo desperdicié haciendo todo de manera mecánica y dejándome llevar por la monotonía, así que, siento todo ese tiempo lo deje ir y yo no existía realmente. Quizá debería comenzar por eso, por cuando me cansé de esa Yulia.

La preparatoria puede ser la mejor o la peor época de tu vida; para mi fue lo segundo. Era la chica rara de la escuela; de la que todos se reían, a la que molestaban, hablar conmigo era cometer suicidio social, en términos simples era una perdedora, en toda la extensión de la palabra; obviamente no era la más hermosa del planeta, ni la cerebrito incomprendida, mis notas eran malas; era torpe así que tampoco sobresalía en el deporte; sólo era yo, la expresión andante de las minorías. Ahí pase los peores momentos de mi vida, pero ciertamente también los mejores. Al comenzar el último año de preparatoria mi vida era un asco. No tenía ganas de despertar, muchas veces al abrir los ojos hubiera deseado morir mientras dormía; suena deprimente, lo sé, pero estaba deprimida. La escuela era mucho peor que el infierno, así que obviamente todos los días era una lucha conmigo misma para levantarme; mamá siempre llegaba gritando "¡YULIA! ¡SE TE HACE TARDE! ¡YA LEVANTATE NIÑA!!" A veces tenía que jalarme de los pies para sacarme de mi adorada cama, ¡puf! el mejor lugar en el que podía estar. El primer día no fue la excepción y a regañadientes me tuve que levantar, bañarme con desgano y toda la calma del mundo. Sin darme cuenta ahí estaba otra vez yo, frente a la misma escuela, con el mismo uniforme y el mismo cabello rubio sin peinar, era una caso perdido. Entré sin animo y me dirigí al salón de mi primera clase. Desde afuera cualquier escuela podría parecer una prisión, por dentro, para mí, lo era. Los mismos pasillos rodeados de casilleros, con la pintura roja desgastada, la misma gente, el mismo ruido ensordecedor de sus risas; y ahí también estaba ella, como si hubiera estado esperando a que llegara; la causa de todas mis desgracias: Elena Katina. ¡Cómo odiaba ese nombre!. Seguí caminando, ignorándola; pero al pasar a su lado, como era costumbre, me tiró los libros que traía en las manos; yo no dije nada y me dispuse a levantarlos, pero ella me empujó contra los casilleros manteniendo su mano en mi cuello. Hacía ya tiempo que me había cansado de luchar, tal vez fue a finales del primer año que me dí por vencida.

-No tuviste suficiente el año pasado ¿verdad?- Era la primera vez en meses que escuchaba de nuevo su voz, casi siempre se limitaba a molestar sin dirigirme la palabra. No esperé que alguien la detuviera, ya había perdido la fe en la humanidad, nunca la detenían, nunca nadie me defendía, los más decentes me daban una mirada de lástima; pero, la mayoría era como ella, se reían, disfrutaban con la humillación de otra persona. Era como si ella tuviera el poder de atontarlos a todos, lo odiaba, tanto como la sensación de ser el centro de atención, todas las miradas encima de mí, odiaba las sonrisas burlonas en sus rostros. Habían dos opciones: 1- Salir corriendo al baño y soltarme a llorar, que era lo que casi siempre hacia, ó 2- Agacharme y no decir nada. De nuevo lo segundo. Recogí mis libros y corrí al salón en cuanto ella me soltó. Sabía que estaría ahí, dos años juntas y aún no tenia la suerte de que me cambiaran de grupo. Busqué mi lugar en la esquina más alejada de ella; como buena estudiante que era ella, se sentaba en la banca frente al profesor de todas las materias. Como si fuera una orquesta cada quien tenía su lugar; Los Nerds hasta adelante del lado de la puerta, los hijos de papi, como ella, alrededor de Elena; los rebeldes atrás del lado opuesto a la ventana; y yo, sola como siempre, en un rincón. Había veces que envidiaba a los demás, pues si bien no eran populares, al menos no existían para ella, eso era lo que yo quería, desaparecer.

Al llegar a mi salón ya me estaba acostumbrando de nuevo a la rutina de levantar mis libros, aguantarme las lágrimas y no hablar para nada; pero en ese momento llego él. El profesor de literatura abrió la puerta y yo me perdí en mis pensamientos, miraba por la ventana, pero no enfocaba mi vista en nada en particular, sólo no quería estar ahí, como cada día de mi vida, quería salir corriendo. Correr y correr hasta que mis piernas me fallaran, correr hasta que ya no quedara nada por dar.

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