asesinato, la huída, la angustia, me habían impedido leer, entendiéndola, la carta de Emilia. Sólo comprendía que había muerto la viejecita, lo único que me quedaba de familia verdadera sobre la tierra y sentía como un peso que me oprimiera el pecho, como un nudo en la garganta y como una negrura en el alma, pero los detalles de la muerte los ignoraba, como si no los hubiera leído. Quiero copiar la carta aquí para encontrarla más tarde, dentro de unos años al releer este diario maldito, y revivir las horas singulares de estos días en que esa impresión noble se mezcló con la angustia de un crimen. Dicen así los renglones trazados en el papel de gruesa orla negra por la mano débil de Emilia:
"Mi carta del primero te decía que tu abuelita estaba extremadamente débil y que había tenido varios vértigos en los últimos días. La situación se agravó desde la noche del 2. El doctor Álvarez, a quien mandé llamar a pesar de que ella se opuso, la obligó a guardar la cama desde ese día y me hizo saber que era inútil todo esfuerzo para salvarla por ser lo que estábamos viendo el fin de la enfermedad, tal como lo había previsto desde hacía años. Se limitó a prescribir quietud completa y una poción narcótica. Sin insinuación de nadie mandó llamar ella al arzobispo, quien era su confesor, como recuerdas, y después de confesar, recibió la comunión con su fervor acostumbrado. En los días que precedieron a la muerte no recibió a nadie, con excepción del prelado, y me habló continuamente de ti, con más amor que nunca, y de la muerte que esperaba con tranquilidad absoluta. El ocho por la noche comenzó un delirio extraño, sin fiebre, precursor del fin, en que divagó continuamente alternando sus oraciones preferidas con extrañas frases referentes a ti. '¡Señor, sálvalo, sálvalo del crimen que lo empuja, sálvalo de la locura que lo arrastra, sálvalo del infierno que lo reclama. Por tu agonía en el huerto y por tu corona de espinas, por tus sudores de sangre y por la hiel de la esponja, sálvalo del crimen, sálvalo de la locura, sálvalo del infierno!...', decía agitándose sobre las almohadas... 'Lo vas a salvar: ¡míralo bueno, míralo santo. Benditos sean la señal de la cruz hecha por la mano de la virgen, y el ramo de rosas que caen en su noche como signo de salvación! ¡Está salvado! ¡Míralo bueno, míralo santo! Benditos sean'. Una expresión de beatitud suave reemplazó en la cara fina la angustia de antes y, adormecida, la respiración estertorosa, devolvió a Dios el alma. Perdóname si te doy estos dolorosos detalles de la agonía. Te conozco y sé que te harán sufrir pero que quieres saberlos.
"Murió como una santa, como había vivido. A la estancia mortuoria sólo entramos don Francisco Cordovez, el doctor Alvarez, el arzobispo y yo. El prelado estuvo largo tiempo arrodillado cerca del féretro. Para mí la velada mortuoria fue una impresión mística superior a todas las que he sentido en mi vida. Estaba segura de que aquel cadáver era el de una santa de la raza de las Mónicas, y que su alma había recibido ya el premio de la existencia sin mancha. La expresión del cadáver, de la cabeza fina con las facciones como depuradas por la muerte, enmarcada por la blancura de las canas que parecían de nieve a la luz de los cirios, era de una serenidad infinita. Desde el fondo de los cuadros de Vásquez que adornan la alcoba, los santos sus amigos parecían contemplarla, sacando la cabeza del lienzo y saliéndose de entre el oro desteñido de los antiguos marcos españoles. Esa noche pasada al lado de la santa muerta me dará valor para sufrir todos los males de la vida con la esperanza de morir así.
"El cadáver ocupa la bóveda central en el monumento de la familia, cerca a tu padre. La casa está cerrada y en su alcoba, a tu vuelta, si algún día vuelves, encontrarás todavía el olor de los cirios mortuorios, pues la llave no saldrá de mis manos mientras viva.
"Tu pena es la mía. Te acompaño con todo mí corazón y a Dios y a la Santa que hoy vela por ti en el cielo les pido por tu felicidad con todo el fervor de mi cariño por ti. Emilia...".
Mi felicidad... ¡Dios mío! Qué fácil que las líneas anteriores las leyera en una prisión, detenido por haber asesinado a una de las hetaíras de más renombre de la Babilonia moderna... ¡Ah!, la impresión que me ha causado la lectura de esa carta el mismo día en que debí cometer un crimen, en que lo cometí casi! ¡La santa muerta, allá en la alcoba tendida de antiguo damasco oscuro y yo el mismo - día en que supe su muerte, huyendo como un asesino, después de haber querido matar a una mujer indefensa!
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De Sobremesa - José Asunción Silva
PoetryTexto completo de la novela de José Asunción Silva que apareció póstumamente en 1925