Ahí estaban en la tiendecita Bassot, situada en la calle de la Paz, deleitando los ojos con el brillo de las piedras aglomeradas ante mí sobre el vidrio del mostrador por las manos del aristocrático joyero. Del gran Balzac cuentan que, enamorado de los visos rosados de dos perlas gemelas, trabajó un año para adquirirlas; de Richelieu moribundo, que hundía las flacas manos en el cofre rebosante de pedrería y que al hacerlas brillar se le iluminaban los apagados ojos. Sírvame conmigo mismo de excusa tan ilustres ejemplos para disculpar mi pasión, superior a las de ellos por vosotros, misteriosos minerales, más sólidos que el mármol, más duros que el metal, más durables que las humanas construcciones, más radiosos que la luz que reflejáis, centuplicándola y colorándola con los matices de vuestra esencia. ¡Oh, piedras rutilantes, espléndidas e invulnerables, vívidas gemas que dormistéis por siglos enteros en las entrañas del planeta, delicia del ojo, símbolo y resumen de las riquezas humanas! Los diamantes se irisan y brillan como gotas de luz; semejan pedazos del cielo del trópico en las noches consteladas los oscuros zafiros; tú, rubí, ardes como una cristalización de sangre; las esmeraldas ostentan en sus cristales luminosos los verdes diáfanos de los bosques de mi tierra; tenéis vosotros, topacios y amatistas que ornamentáis los gruesos anillos episcopales, coloraciones suaves del cielo en las madrugadas de primavera, son azulinas, sonrosadas y verde pálidas las llamas que arden entre tu leche luminosa, ópalo cambiante; crisoberilos: vosotros brilláis con áureo brillo, como los ojos fosforescentes de los gatos, y quién dirá la delicia que procuráis a quien os mira, ¡oh, perlas, más discretas en vuestro brillo que las gemas radiantes, perlas que os formáis en el fondo glauco de los mares, perlas blancas de suavísimo oriente, perlas rosadas de Visapour y de Golconda, fantásticas perlas negras de Veraguas y de Chiriquí, perlas que adornáis las coronas de los reyes, que tembláis en los lóbulos de las orejas sonrosadas y pequeñuelas de las mujeres, y os posáis como un beso sobre la frescura palpitante de los senos desnudos! ¡Más artista y más crédula, la humanidad de otros tiempos os revistió con el sagrado carácter de amuletos y mezcló a la sensual delicia que esparcen vuestras luces la veneración por vuestros mágicos poderes, diamante conjurador de las maldiciones y los venenos, zafiro que preservas de los naufragios, esmeralda que ayudas los partos difíciles, rubí que das la castidad, amatista que evitas la embriaguez, ópalo que te empalideces si la Idolatrada nos olvida! ¡Oh, piedras rutilantes, invulnerables y espléndidas, vívidas gemas que dormisteis por largos siglos en las entrañas del planeta, delicia del ojo, símbolo y resumen de las riquezas humanas!
Ahí estaba en la tienda de Bassot, cuando, frente, en la puerta, se detuvo el coche de elegante y sencillo aspecto. Con movimientos ágiles y miradas de inquietud, como de venada sorprendida, bajó de él, caminó diez pasos, en que al través del vestido de opaca seda negra, ornamentada de azabaches, adiviné las curvas deliciosas del seno, de los torneados brazos y de las piernas largas y finas, como las de la Diana Cazadora de Juan Goujon, y vino a detenerse junto al mostrador donde estaban las joyas. Mi olfato aguzado percibió, fundidos en uno, un olor delicioso de pan fresco que emanaba de toda ella, de salud y de vida y el del ramo de claveles rosados que llevaba en el corpiño. Husmeé el olor como un perro de cacería lanzado sobre la pista, y antes de que pronunciara la primera palabra, ya la habían desnudado mis miradas y le había besado con los ojos la nuca llena de vello de oro, los espesos y crespos cabellos oscuros de visos rojizos, recogidos bajo el gran sombrero de fieltro ornamentado de plumas negras, los grandes ojos grises, las naricitas finas y la boca, roja como un pimiento, donde se le asomaba la sangre. Así, sonrosada y fresca, con su olor a levadura y a claveles, parecía una soberbia flor de carne acabada de abrir.
-¿Tiene usted collares de diamantes blancos?... -preguntó al joyero, con el más puro acento yanqui y con una sonrisa infantil que le hizo brillar entre lo rosado de los labios el nácar de la dentadura.
-Todo esto es demasiado valioso para mí- murmuró entre dientes al oír los precios, al tiempo que en su semblante súbita expresión de mal humor y de tristeza reemplazaba la excitación que le abrió los ojos y se le asomó a la boca al ver las costosas pedrerías.
-No hay nada demasiado caro para usted. Esta joya estará en sus manos esta noche, si usted me permite presentársela- le dije paso, en inglés, al oído casi, con voz ronca en que vibraba la tentación.
-Es espléndido- dijo en el mismo idioma, que sonaba en su boca como una música, mirándome de pies a cabeza y viendo mi mano crispada sobre el estuche de seda negra-. ¿Verdad?... añadió clavando en los míos los ojos claros, y con toda la cara iluminada por una expresión de felicidad indescriptible, como jamás la he visto en ninguna fisonomía.
-Venga usted a las nueve de la noche y hablaremos. No pregunte mi nombre al portero; lo esperaré yo misma en la puerta, como si volviera de la calle; entraremos juntos- dijo, tendiéndome una hoja de papel, que arrancó de la diminuta cartera forrada en cuero de Rusia, y en la cual escribió febrilmente las señas, las de una calle tranquila de los Campos Elíseos-. A las nueve en punto entraré con usted, como si volviera de la calle- agregó con voz grave y mirándome en los ojos.
Los dependientes de Bassot nos miraban, cuchicheando, sorprendidos del diálogo a media voz y en idioma extranjero que se había entablado entre nosotros, personas desconocidas, puesto que no la había saludado al entrar.
-Esas joyas son magnificas, pero demasiado valiosas para mí; perdone usted, señor- dijo al empleado, que se la comía con los ojos.
-Lo espero a usted a las nueve- volviéndose a mí, con la expresión seria de una persona que sabe lo que hace y acostumbrada a negocios importantes.
Y con sus movimientos ágiles y sus miradas de venada, cruzó el espacio que la separaba del coche, que partió al subir ella, sin volver los ojos a la joyería.
-¡Soberbia criatura! Esas americanas del Norte... ¡eh!- me insinuó el dependiente, un cincuentón entrecano, con los ojos llenos de malicia y la chivera y los bigotes puntiagudos, retorcidos a lo Napoleón III-. ¡Soberbia criatura! Tiene loco por un collar de diamantes que no le quiere comprar, al marido, que es un jayanote yanqui con la cara afeitada y tipo de cuáquero. La semana pasada estuvieron visitando todas las tiendas de joyas, él de mal modo y regañándola, ella haciéndole mil zalamerías para decidirlo. Ahora anda sola, pero seguramente no tiene el dinero completo. Estas americanas del Norte... Esté usted seguro de que no descansa hasta que tenga el collar- ¡Ah! con que se queda usted con él... -dijo abriendo tamaños ojos... -Es el mejor que hemos tenido en los últimos años... -añadió con displicencia-; una joya de esas que no provoca vender.
¡En esas piedras os vais a convertir, desteñidos billetes azules de a mil francos, que habéis venido a mi sin buscaros, en las tres noches en que, engañando mi hambre de besos con la vertiginosa jugarreta en que volabais, sobre la carpeta verde, os recogía con helada indiferencia, mientras que los otros jugadores se levantaban de la mesa con los bolsillos vacíos, los ojos irritados y las manos trémulas!
Y ahora escribo mi aventura. ¿Qué ha entendido ella al decirme que vaya a buscarla, después de mi frase brutal?... No sé. Sólo se que los diamantes, dignos de una princesa, brillan en el fondo de los cálices de las flores de un ramo, donde los hice colocar para llevárselos, y que será mía. Veo su carne desnuda, sus gráciles formas ofrecidas a mis besos, y ardo. Son las ocho de la noche; dentro de dos horas estará en mis brazos, lo estoy sintiendo, y ¡se realizarán los contenidos deseos que acumulan en mí ocho meses de loca continencia y de estúpidos sentimentalismos, sugeridos por haber visto una muchachita anémica, estando bajo la influencia del opio! ¡Hurrah a la carne! ¡Hurrah a los besos que se posan como mariposas sobre el terciopelo de la piel sonrosada, a los senos que entran como áspides por entre el raso aromoso de los labios, a los besos que penetran como insectos borrachos de miel hasta el fondo de las flores; a las manos trémulas que buscan; al olor y al sabor del cuerpo femenino que se abandona. ¡Hurrah a la carne! ¡Afuera voz de mis tres Andrades, sedientos de sangre, borrachos de alcohol y de sexo, que tendidos sobre los potros salvajes, con el lanzón en la mano, atravesábais las poblaciones incendiadas atronándolas con nuestro grito: "¡Dios es pa reírse dél, el aguardiente pa bebérselo, las hembras pa preñarlas, y los españoles pa descuartizarlos!". Grita, voz de mis llaneros salvajes: "¡Hurrah a la carne!".
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De Sobremesa - José Asunción Silva
PoetryTexto completo de la novela de José Asunción Silva que apareció póstumamente en 1925