El viejo y la vieja dueños de la casa no han estado nunca en ninguna ciudad, ni saben leer ni escribir; me miran con un animal raro, y sólo me dirigen la palabra para decirme buenos días y buenas noches. No pudiendo comer su comida me alimento con la leche de unas vacas que tienen en una explanada vecina. Mi cuarto, el cuarto de don José Fernández, le richissime américain, tiene por mobiliario una cama en que no se acostaría por ninguna suma el último de mis criados parisienses, una mesa tosca en que escribo y un enorme platón de madera, que por la mañana me llenan de agua helada, cogida en el torrente para bañarme. Todo eso, por fortuna, más aseado que lo de los mejores hoteles del mundo, probablemente. Las sábanas gruesas de la cama huelen a campo y los muebles relucen como acabados de barnizar. En estos cinco días no se me ha pasado por la cabeza una imagen voluptuosa, no he sentido ningún deseo y me he emborrachado de aire y de ideas.
A la madrugada me levanto y tras del baño helado y la leche que tiene todavía la tibieza de la ubre, trepo por entre la bruma gris penetrada de luz, donde los accidentes de las montañas se ven apenas como sombras azulosas, hasta una colina que domina el paisaje. Es un mar de vapores blancos que se va iluminando, iluminando, hasta que los rayos del sol lo deshacen y muestran el paisaje envuelto en brumas suaves, que flotan como jirones de un velo de novia, sobre el azul de las montañas lejanas, sobre las verduras de los valles y en último término sobre la blancura de plata de un nevado, allá en el horizonte... Luego se va precisando todo, el cielo se azula, se deshace la niebla, los tonos se acentúan, se hacen más intensas las verduras, se ve lo negro o lo rojizo de tal cual roca desnuda. Sólo se oyen los cantos de los pájaros y el ruido sordo y ahogado del torrente que muge en su cauce de piedras. El aire tiene un olor vegetal y es ralo, ligero... Tendido en la altura, sobre la manta que me acompaña en todos mis viajes, me dejo invadir por la sensación penetrante y profunda de frescura que se desprende de todo aquello. Miro a mi alrededor y en primer término, cerca de la verdura amarillenta y aérea de un grupo de sauces, diviso el viejo molino cuya gran rueda, al girar contra lo negro del paredón enmohecido por la humedad, convierte el chorro de agua que la mueve, en hilos y gotas de cristal transparente e impalpable vapor, mientras que las golondrinas que anidan en los aleros y los huecos del edificio vetusto, entrecruzan sobre él los amplios semicírculos y encontrados zig-zags de su incesante y nervioso revoloteo. Pasa a los pies del molino el camino de cabra que trepa a la cima y en rápida curva se oculta tras de los primeros contrafuertes de la montaña que son a esa hora, vistos desde donde estoy, una masa de negruzca neblina argentada, rizada por los verdes matorrales que se destacan sobre el segundo contrafuerte cuya confusa masa de detalles esfuma la niebla velándolos. Allá a lo lejos, la oscuridad azulosa de los montes del fondo, con sus perfies de puntiagudos picachos y dentelladas rocas que se cortan oscuras en un ángulo de infractuosas sinuosidades sobre el diáfano azul pálido del cielo y la blancura deslumbrante de las nubes matinales.
Vuelvo los ojos hacia abajo y veo el valle con lo verdoso de su alfombra vegetal, sobre la cual flota un poco de niebla, manchado aquí y allí con las masas oscuras de los matorrales y de los grupos de árboles, cruzado por las líneas delgadas y amarillentas de los caminos, por los hilos negros de la ferrovía y por el plateado zig-zag del torrente que lo atraviesa; y en un recodo de la hondonada, al pie de la montaña diviso los techos, la cúpula de la iglesia y el cementerio del pueblecito, medio oculto por la oscuridad verdosa del follaje, y al frente, en el horizonte donde la niebla interpuesta vuelve a borrar los detalles, las ondulaciones de los perfiles y la confusa masa azulosa de otra cordillera, que abriéndose en irregular brecha, muestra en el fondo la cegadora blancura inmaculada de un ventisquero.
La naturaleza, ¡pero la naturaleza contemplada así, sin que una voz humana interrumpa el diálogo que con el alma pensativa que la escucha entabla ella, con las voces de sus aguas, de sus follajes, de sus vientos, con la eterna poesía de las luces y de las sombras! Cuando aislado así de todo vínculo humano, la oigo y la siento, me pierdo en ella como en una nirvanadivina. Una noche en medio del Atlántico, sentado en la popa del buque donde dormían ya los pasajeros, tranquilo, sin preocupación personal ninguna, me abandoné como lo he hecho estas mañana a su misterioso sortilegio y a la fascinadora orgía que es para mí contemplarla. No había luna. El buque era una masa negra que huía en la sombra. El mar calmado y el cielo de un azul sombrío y purísimo se confundían en el horizonte; las constelaciones y los planetas resplandecían en el fondo azul infinito; el hervidero de soles de la vía láctea era un camino de luz pálida en la inmensidad negra y abajo la estela que dejaba el barco era otra vía láctea donde, entre la fosforescencia verde-azulosa, ardía sutil polvo de diamantes. En la primera hora de quietud pensativa volvieron a mi mente escenas del pasado, fantasmas de los años muertos, recuerdos de lecturas remotas; luego lo particular cedió a lo universal; algunas ideas generales, como una teoría de musas que llevaran en las manos las fórmulas del universo, desfilaron por el camino de mi visión interior. Luego, cuatro entidades grandiosas, el Amor, el Arte, la Muerte, la Ciencia, surgieron en mi imaginación, poblaron solas las sombras del paisaje, visiones inmensas suspendidas entre los infinitos del agua y del cielo; luego aquellas últimas expresiones de lo humano se fundieron en la inmensidad negra y, olvidado de mí mismo, de la vida, de la muerte, el espectáculo sublime entró en mi ser, por decirlo así, y me dispersé en la bóveda constelada, en el océano tranquilo, como fundido en ellos en un éxtasis panteísta de adoración sublime. ¡Instantes inolvidables cuya descripción se resiste a todo esfuerzo de la palabra! La luz de la madrugada que destiñó el brillo de las estrellas y le devolvió al mar su glauca coloración mareante, me hizo volver a las realidades de la vida.
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De Sobremesa - José Asunción Silva
PoetryTexto completo de la novela de José Asunción Silva que apareció póstumamente en 1925