Capitulo 17

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¡Ese amor puede ser su salvación, fue la última frase del fisiólogo materialista... "¡Salvalo, señor, del infierno que lo reclama! Benditos sean la señal de la cruz hecha por la mano de la virgen y el ramo de rosas que caen en su noche como signo de salvación! ¡Está salvado, míralo bueno, míralo santo!", fueron las frases de la abuelita en el misterioso delirio que tomó forma en una realidad casi divina. El raciocinio de la ciencia, la intuición de la santidad, el grito de sentimiento, todas las voces de la, vida se funden en un coro sublime para llamarle, ¡oh, misteriosa criatura de los rizosos cabellos castaños que son de oro donde la luz los toca; de las subyugadoras pupilas azules y de las pálidas mejillas tersas como las hojas de las camelias blancas y de las largas manos alabastrinas que al trazar entre la oscuridad el signo de la redención arrojaron el ramo de rosas que cayó entre la negrura del jardín, como tus miradas cayeron en las sombras de mi alma! ¡Oh, tú, inmaculada, tú, purísima, todo te llama, ven a salvar el alma manchada y débil que siente flotar sobre ella las alas negras de la locura y que te invoca hoy desde el borde del abismo!

Reconcentrado en mí como un piloto que en hora de supremo peligro junta sus fuerzas agotadas para consultar la brújula y alejarse de la tempestad, las palabras de Rivington me han hecho pensar por horas enteras. He hecho al analizarme, una plancha de anatomía moral como dice Bourget en el prefacio de su maravilloso André Cornélis y me he aterrado al verla. Hela aquí:

Hijo único del matrimonio de amor de dos seres de opuestos orígenes, dentro de mi alma luchan y bregan los instintos encontrados de dos razas, como los dos gemelos bíblicos en el vientre materno. Por el lado de los Fernández vienen la frialdad pensativa, el hábito del orden, la visión de la vida como desde una altura inaccesible a las tempestades de las pasiones; por el de los Andrade, los deseos intensos, el amor por la acción, el violento vigor físico, la tendencia a dominar los hombres, el sensualismo gozador. ¿Hasta qué punto el recuerdo de mi padre, de su figura delicada, de su cuerpo endeble, de su recogimiento silencioso, de su pasión por las ciencias exactas, aclara con extraña luz la apariencia de ciertos momentos de mi vida psíquica? La abuelita, la pobre santa muerta sin que yo le cerrara los ojos, aprendió de aquella familia de ascetas, el desprecio insexual por las debilidades de la carne. "Es una criatura infame, que no tiene perdón ni de Dios ni de los hombres", decía al oír nombrar una pobre adúltera y un fulgor de indignación le iluminaba los ojos apagados y un temblor de ira le hacía temblar los enjutos labios. La prescindencia de todo lujo, la modestia casi monástica que reinaban en la casa paterna, donde las vajillas de plata dormían guardadas en los viejos escaparates de nogal y los criados desatendían sus quehaceres para ir a la iglesia. Al hundir los ojos en las lejanías del tiempo, surgen ante mí las figuras de la familia: por el lado paterno la de doña Inés Fernández de Sotomayor, la virgen de 22 años que, en vísperas de contraer matrimonio, rompió su compromiso para consagrarse a Dios y entrar al convento de las monjas de Santa Inés, con el nombre de sor María de la Cruz, a fines del siglo XVIII; la del tercer abuelo que se educó en Salamanca, fue capitán de los reales ejércitos y desempeñó en mi tierra odiosos puestos dados por la Inquisición; y más lejos, dominándolas todas, la del hermano del primer antepasado que se trasladó a América para acompañarlo, aquel Alvaro Fernández de Sotomayor y Vergara, el arzobispo, sabio comentador de Tertuliano, que a los setenta años, devuelto a España, murió virgen y en olor de santidad. Delicadas miniaturas encuadradas de diminutos diamantes, antiguos lienzos españoles donde se destacan figuras descarnadas y animadas de intensa vida espiritual; apolillados cronicones amarillentos, reales cédulas, pergaminos manuscritos por insignes artistas, en que los caracteres góticos de la leyenda alternan con los colores de complicados blasones heráldicos, cuentan las glorias de aquella raza de intelectuales de débiles músculos, delicados nervios y empobrecida sangre cuyos glóbulos desteñidos corren por los ramales azulosos de mis venas. La piedad católica que la animó subsiste en mí transformada en un misticismo ateo, como revive en ciertos degenerados, convertido en mórbidas duplicidades de conciencia, el mal sagrado de los átavos epilépticos.

De Sobremesa - José Asunción SilvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora