Acabo de levantarme, después de pasar cuarenta y ocho horas bajo la influencia letárgica del opio, del opio divino, omnipotente, justo y sutil, como lo llama Quincey, que pagó con la vida su amor por la droga funesta bajo cuya influencia se embrutecen diariamente millones de hombres en el Extremo Oriente. Ha sido un absurdo pero no podía hacer otra cosa después de la escena horrible. Quería huir de la vida por unas horas, no sentirla.
Cuando rendidos ambos de lujuria y de cansancio, borrachos de champaña helado, la Rousset comenzaba a adormecerse con la hermosa cabeza sobre los almohadones blandos, una furia inverosímil, una ira de Sansón mutilado por Dalila me crispó de pies a cabeza, al pensar, con toda la excitación del alcohol en el cuerpo, en los insultos groseros que nos habíamos prodigado en la hora anterior, entremezclándolos de caricias depravadas y en mis planes de vida racional y abstinente, deshechos por la noche de orgía. Un impulso loco surgió en las profundidades de mi ser, irrazonado y rápido como una descarga eléctrica, y como un tigre que se abalanza sobre la presa cerqué con las manos crispadas, sujetándola como con dos garras de fierro, la garganta blanca y redonda de la divetta. ¡Ahogarla ahí, como un animal dañino contra las almohadas de plumas! Dio un grito horrible al despertarse, asfixiándose, me clavó los ojos, con las pupilas dilatadas, como una expresión de terror sobrehumano, y al adivinar mi intención asesina, mientras que seguía estrechándola con las manos, gritó con voz ronca, -"¡loco!, ¡loco!, ¡está loco!"- y sacudiéndose con la agilidad de un venado perseguido por la jauría, huyó medio desnuda a encerrarse en su cuarto, llorando de miedo.
No me había atrevido a verle la cara al día siguiente. A la madrugada llamé al criado que había venido de París con mi equipaje, le di órdenes para venirme a buscar aquí, y al llegar unas horas más tarde al hotel me acosté y tomé una violenta dosis de opio. Bajo su influencia estuve cuarenta y ocho horas. Al asomarme al espejo ayer para vestirme, me he quedado aterrado de mi semblante. Es el de un bandido que no hubiera comido en diez días, represento cuarenta años; los ojos apagados y hundidos en las ojeras violáceas, la piel apergaminada y marchita. Tengo la voz trémula y vacilante el paso. Las visiones que me produjo el opio fueron aterradoras, pero no creí nunca que los estragos de la noche de orgía y de la droga venenosa me dejaran en la postración en que me siento...
¡El delirio de la abuelita moribunda, la locura a lo lejos! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Dios de mi infancia, si existes, sálvame!... ¿Dónde están la señal de la cruz y el ramo de rosas blancas que caerán en mi noche como símbolo de salvación?...
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De Sobremesa - José Asunción Silva
PoesíaTexto completo de la novela de José Asunción Silva que apareció póstumamente en 1925