Desde el momento en que pisé esta ciudad me ha invadido un malestar indescriptible. No es una impresión moral, porque, serenado mi espíritu por la idea de buscar a Helena y confortado por la esperanza de encontrarla, me siento mejor; no es una enfermedad porque ningún síntoma externo la traduce, ni lo acompaña dolor alguno, y mi cuerpo rebosa de vida. Tengo como una plétora de fuerza disponible que no encuentro cómo gastar. El día de antier lo pasé todo en violentos ejercicios físicos, equitación, ciclismo, box, florete, que en vez de fatigarme, le dieron a mis músculos una sensación de fuerza precisa, que por absurda que sea la imagen, se me ocurre comparar con la que tendría una máquina bien construída si tomara conciencia de la solidez de sus engranajes de acero y de la potencia del motor que los hace funcionar. "Estás hecho un Hércules", me decía antier el viejo Miranda, golpeándome el hombro, y brillándole los ojos de envidia, en los momentos que pasé en su escritorio.
Hecho un Hércules y parece que ese exceso de vigor es la causa del extraño estado en que me encuentro. Ayer no pude resistir más y me fui a un médico, a quien sin entrar en detalles de otro orden, le referí mis achaques. Fue el profesor Charvet, el sabio que ha resumido en los seis volúmenes de sus admirables Lecciones sobre el sistema nervioso lo que sabe la ciencia de hoy a ese respecto, y que me conoce y me mira con extrema benevolencia desde que oí sus lecciones en la facultad y presencié sus curiosas experiencias de hipnotismo en la Salpetrière.
-Ha realizado usted el consejo de Spencer- me dijo: "seamos buenos animales": es usted un hermoso animal - agregó sonriéndose.- Espero que no se tratará de una enfermedad grave. ¿A qué le debo el placer de su consulta?...
-A una abominable impresión de ansiedad y de angustia bajo la cual estoy viviendo desde mi llegada a París; de angustia sin motivo y por consiguiente más odiosa, de ansiedad que no se refiere a nada, y a la cual preferiría el dolor más intenso... ¿Le ha sucedido a usted, doctor, correr, ya en retardo, a una cita urgente, contar los minutos, los segundos, abrir el reloj, no ver la hora, volverlo a abrir, ver que el instantáneo se mueve, rectificar si el cronómetro funciona, aplicándole el oído, creer que se ha parado, buscar la hora en los relojes de la calle, sentir que el tren o el coche no caminan y no descansar de la horrible impresión que le hace correr sudor frío por las sienes y le aprieta el epigastrio, sino después de estar en el lugar convenido?... Prolongue usted eso por seis días, exacérbelo, hágalo más insoportable quitándole la causa y tendrá usted idea de lo que siento.
Me interrogó hábil y discretamente hasta hacerme confesar los cinco meses de abstinencia sexual a que me ha condenado la imposibilidad de tolerar cualquier contacto femenino desde la tarde del bendito encuentro en Ginebra.
-Acabáramos- prorrumpió con una sonrisa de alegría que le alumbró toda la cara afeitada y le hizo, al sacudir la cabeza, brillar los cabellos blancos y lisos que, echados para atrás, le caen en espesa melena sobre el cuello del largo levitón negro.- Acabáramos, ¿y ese capricho? ¿un voto de castidad hecho por usted, a sus años y con esa facha?... -preguntó con amable expresión.
-No es un capricho; obedece a motivos que serían largos de explicar,- dije, para ahorrar comentarios.- ¿Con que cree usted que es la causa?
-Ya lo creo, amigo mío - respondió con suavidad acariciadora - ya lo creo que es esa la causa. ¡Con esa fisiología de atleta que tiene usted y con sus veintiséis años! Supóngase usted una batería poderosa acumulando electricidad; una caldera produciendo vapor, ¡electricidad y vapor que no se emplean! Estos primeros meses han debido de ser terriblemente incómodos y experimento admiración por la fuerza de voluntad que le ha permitido a usted pasarlos así. Sobran las drogas amigo mío, usted sabe el remedio, aplíqueselo... en dosis pequeñas al principio - agregó sonriendo siempre.
-Si no me da usted otro- contesté empleando un tono análogo al que usaba él-, no me curaré pronto, esté usted seguro.
-¡Ah! ¿con que insiste usted en su régimen?...- preguntó con expresión de marcada curiosidad...-. Es admirable... Vamos, pues, gaste usted fuerza en todo sentido como lo ha hecho usted en estos días y complete la obra del ejercicio violento con largos baños calientes y altas dosis de bromuro. Bromuro por agua ordinaria- agregó entregándome la fórmula- y..., cuidado con que se despierte de repente la bestia que ha logrado usted domesticar y haga alguna andanada, ¿eh?... - me dijo al apretarme la mano en la puerta de la consulta.
Inútil todo. He permanecido horas enteras en la enorme tina de mármol blanco, aletargado por la influencia de la temperatura ardiente del agua; tengo en el paladar el sabor salino de la droga sedante y en las narices el olor de la esencia de toronjil que el profesor agregó a la sal. Inútil todo. La angustia me oprime, me agota, me embrutece; me hace sudar frío; me imposibilita para pensar. En las últimas cuarenta y ocho horas no he podido pegar los ojos y el cerebro, fatigado por el insomnio, funciona débilmente. No pienso casi, y me muero de ansiedad. ¿De qué?... De nada... Esta mañana hice ensillar el más fogoso de mis caballos- un árabe, fino y nervioso como un artista, que se excita y pifia al verme- y huyendo de la exhibición del Bosque y de los trotecitos de ordenanza, galopé furiosamente tendido al través sobre el fogoso animal que se sorbía los vientos del paisaje invernal, devastado por el frío... Me parecía que aquella carrera furibunda tenía algún objeto que no alcanzaría, y la angustia crecía, crecía, y en el ruido de las herraduras, al golpear la carretera desierta y blanca de nieve, me parecía oír una voz que me gritaba: "¡Apura, apura, vas a llegar tarde; más aprisa, apura, apura!". Y bajo esa impresión llegué cuatro horas después al hotel, bañado en sudor, rendido y temblando de miedo como si allí me esperara una mala noticia... "¿Hay cartas?", le pregunté al portero que me tendió dos. Como si fueran algo inesperado y gravísimo abrí las cubiertas con sobresalto; ¡eran una nota de Morrel y Blundel, dándome aviso de cien libras pagadas a mi sastre en Londres y una esquela de Alberto Miranda avisándome que me habían conseguido al fin unas aguafuertes tras de las cuales andaba hace meses!...
Desde hace seis horas tirito, calado de frío, hasta las médulas de los huesos, tendido en el diván de mi despacho sobre el cual ha acumulado Francisco mantas y pieles que no me calientan, como no me calienta el claro fuego que arde en la chimenea. Me hielo y me muero de angustia. Para distraerla escribo estas líneas, y al releerlas y encontrarlas inteligibles experimento una sorpresa extraña. Es tan grande la debilidad mental que experimento que no podía agregarles cien más. El cerebro se rebela a pensar. Espesa bruma envuelve mi horizonte intelectual; mortal decaimiento me postra, y si por mí fuera no haría un movimiento para no gastar las escasas fuerzas que me quedan. Es como si por una herida invisible se me estuvieran yendo al tiempo la sangre y el alma. Así debió de agonizar Séneca con las venas abiertas, entre el agua tibia de la tina de mármol. En mi espíritu, donde las imágenes pierden su relieve y se confunden, flotan dos versos de un soneto de Rossetti, de aquel soneto en que una visión le habla al poeta entre la bruma nocturna:
Look at my face, my name is might have been.
I am also called no more, farewell.
¡Oh, mirame la faz... ¡Oye mi nombre!
¡Me llamo Lo que pudo ser! Me llamo...
Es tarde... me llamo... ¡Adiós!
Y no puedo levantarme y me muero de angustia y de debilidad... ¡La Muerte! No me impresiona pensar en ella; ¡estoy seguro de que no es ni más horrible ni más misteriosa que la Vida!
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De Sobremesa - José Asunción Silva
PoetryTexto completo de la novela de José Asunción Silva que apareció póstumamente en 1925