Capitulo 22

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Charvet, fastiado de esperarme en el despacho, mientras me vestía, estaba acomodado en el sillón, la cabezota contra el espaldar de éste, los quevedos de oro montados en la nariz, y los poemas de Keats en la mano, cuando entré al saloncito.

-Los poetas ateos, de jóvenes, no creen en Dios, pero creen en los ángeles y en la Virgen Santísima -dijo levantándose al verme-. Hasta ahora éste es el sitio donde he respirado atmósfera más espesa de misticismo... desde que paseo mi persona por este pícaro mundo. Si el pobre Scilly Dancourt entrara a este cuarto, se arrodillaría al ver el retrato colocado en este ambiente de capilla... Se pone usted malo... ¿Qué le pasa a usted? -añadió con cara de sorpresa... ¿He cometido una indiscreción al entrar aquí?... Perdóneme usted; vi la puerta entreabierta y no resistí la tentación de hacerlo; vamos a su escritorio.

Sentado cerca de éste, Charvet, instado por mí, con no sé qué frases locas, para que me explicara qué quería decir con lo que me había hecho temblar de sorpresa al oírlo, me dijo más o menos lo siguiente:

-Hizo doce años, a fines de enero, estaba en Provenza huyéndole al frío del invierno, cuando recibí un telegrama de un hotelero de Niza, ofreciéndome gruesa suma por ir a pasar algunos días allí y prestarle mis servicios a un enfermo grave. Era tan halagüeña la oferta que no vacilé en ponerme en camino, para presenciar a mi llegada una de las escenas más angustiosas que he visto en la práctica de mi profesión, tanto más cuanto que mi ciencia nada podía hacer para evitarla. Ahora, al ver ese cuadro del cual poseo una fotografía regalada entonces por Scilly Dancourt, creo ver a la pobrecilla con la admirable belleza de sus veintitrés años, y recuerdo como si fuera cosa de ayer los horribles sufrimientos del pobre hombre cuando, arrodillado al pie del lecho, bebiéndole el aliento envenenado y besándola, volvía los ojos hacia mí, como pidiéndome que la defendiera contra la muerte. "Doctor: ¡sálvela usted y le serviré de rodillas toda mi vida; soy rico: disponga usted de mi fortuna, pero sálvela!" me decía suplicante; ¡y yo comprendía el paroxismo de dolor que lo crispaba al ver la figura ideal y la mirada de ternura sobrehumana con que lo envolvían los ojos azules de la tísica!

La enfermedad había sido un resfriado, cogido la noche en que salieron de París; pero la frágil constitución de la enferma y quién sabe qué herencia de tuberculosis, hicieron estallar una tisis galopante, ante la cual fueron inútiles mis esfuerzos. Decirle a usted qué especie de dolor, de locura, fue la del marido al convencerse de que estaba muerta, sería tarea imposible.

"Fuera de esta criatura" me decía, mostrándome días después una chiquitina de cuatro años que parecía comprender el horror de lo que había pasado y lo miraba con los mismos ojos azules de la madre y tenía aspecto delicado como el de una flor enferma "no tengo a nadie en el mundo. Me voy a Africa, me voy al Extremo Oriente, a recorrer toda la América, a viajar por años enteros para no morirme aquí de melancolía" ¡Pobre hombre! Me causó tal impresión verlo en ese estado, que recuerdo hasta sus últimas frases:

"Doctor: no se extrañe usted al verme sufrir así, al ver mi desesperación; usted no sabe que era una santa, usted no sabe que todas las de su raza han sido adoradas así, frenéticamente. ¿No ha oído usted contar la historia de Rossetti, el poeta pintor que casó con María Isabel Leonor Siddal, que era de la misma familia de mi mujer, hace veintitantos años?... ¿y que jamás pintó en sus cuadros ni cantó en sus versos a otra que a ella, y que muerta elladepositó en el ataúd el manuscrito de sus poemas para que durmiera junto de la que los había inspirado?... Rossetti estuvo, al morir María Isabel, casi loco; y si años más tarde el cloroformo y la tristeza dieron cuenta de su vida, fue porque no hizo lo que voy a hacer yo, ¡a pedirle a los viajes y al estudio de las regiones la fuerza necesaria para no dejar a esta chicuela sola en el mundo!", decía mostrándome a la niña.

-¿Y la fotografía, doctor?...

-¡Ah, sí! Ese cuadro que tiene usted es un retrato de la mujer de Scilly Dancourt, hecho por un hermano que abandonó la pintura después, para irse a la India, según me dijo entonces aquél... Y oiga usted... El amanerado imitador de los prerrafaelistas no hizo más que dañar el modelo al sujetarlo a las invenciones de su escuela, porque la muerta era más hermosa todavía; tenía una cabellera castaña de visos dorados, ese color auburn que dicen los ingleses, ¡y unos ojos azules como no he visto otros después! Pobre hombre; no lo he vuelto a ver nunca.

-¿Ni a saber de él, doctor?... -le pregunté con mal disimulada impaciencia.

-Ni una palabra. Creo que la única persona a quien le escribe en París es al general des Zardes. Sirvió a sus órdenes como capitán en la guerra de Prusia en 1870, y éste lo tiene en grande estima por su valor... ¿Y cómo vamos de salud? -inquirió, volviendo a sus carneros.

Charvet me autorizó desde ese día para volver a mi vida de antes de la enfermedad:

-Está usted hoy más fuerte que la tarde en que vino a mi consulta por primera vez. Goce usted suavemente de la vida... Sea usted feliz-, me dijo golpeándome el hombro al salir.

¡Gozar de la vida sin ella! Gozaré de la vida cuando me arrodille a sus pies. ¡Bendito seas, rayo de luz que has caído en la noche de mi alma y que me permitirás encontrarla!

De Sobremesa - José Asunción SilvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora