Dos meses de vida en la ciudad monstruo, no visitada en mi última permanencia en Europa y de la cual guardaba la confusa impresión recibida, hace once años; dos meses que se han deslizado rápidos entre las innumerables diligencias que requirió la venta de las minas, y la ansiedad con que esperé inútilmente respuesta a mis telegramas dirigidos a todos los grandes hoteles de Europa; y a las cartas en que solicité en vano de algunas agencias de informes datos acerca del paradero de Scilly y de su hija.
Su hija... me sonrío al pensar que he escrito esa palabra... No la llamo así cuando al nombrarla mentalmente la evoco con toda la suave gracia de sus contornos apenas núbiles de largos lineamientos envueltos en la seda roja del corpiño, con su mortal palidez exangüe, enmarcada por el oro oscuro de la destrozada cabellera y alumbrada por la luminosa sonrisa de las pupilas azules; la llamo Helena, como si la intimidad en que he vivido con su imagen la hubiera acercado a mí, y la nombro con la ternura que vibraría en mi voz agitada si oprimiera en las mías, impolutas de todo contacto femenino desde la noche en que recogí el ramo de rosas blancas hasta el instante en que escribo estas líneas, sus largas manos alabastrinas que al hacer en el aire la mística señal de la cruz arrojaron las pálidas flores entre la sombra nocturna.
¡Helena! ¡Helena!... A veces, en la quietud de la media noche, silenciosa en este rincón del Londres millonario, sentado frente a mi escritorio sobre el cual está abierto un tomo de poesías de Shelley o Rossetti que ahora me embargan con sus etéreas delicadezas y la música casi italiana de sus estrofas, alzo los ojos del libro y contemplo a la luz de la lámpara el camafeo montado en oro que no pude devolverle.
Digo entonces su nombre en alta voz como una fórmula evocatoria que hubiera de hacerla surgir y aparecérseme, allá en el fondo sombrío de la estancia donde caen en pliegues opulentos y pesados las cortinas de terciopelo verde, e irse acercando, acercando, sin tocar la alfombra hasta detenerse en el círculo de luz de la lámpara y mirarme con sus ojos dominadores.
¿Por qué sin tocar la alfombra? pregunta el analista que llevo dentro de mí mismo y que percibe y discrimina hasta las sombras de mis ideas... ¿Por qué sin tocar la alfombra? Ría al oír esta frase el Metistófeles que todos llevamos dentro del alma, agite las luengas plumas del rojo birrete, crispe diabólica mueca su irónica fisonomía, iluminada por un reflejo de infierno y lance al aire su carcajada de burla; sin tocar la alfombra porque al pensar en ella la veo, incontaminada por la atmósfera de la tierra, insexual y radiosa como los querubines de Milton. Las frases que vienen a mis labios para cantarla, entonces, no son los inarmónicos períodos de mi prosa incolora, sino estos versos de La Vita Nuova, en que el Dante habla de Beatriz:
"Cuando mi Dama camina por alguna parte, Amorextiende sobre los corazones corrompidos una capa de hielo
que rompe y destruye todos los malos pensamientos."El que se exponga a verla o se ennoblece o muere; cuandoalguno digno de mirarla la encuentra, experimenta todo
el poder de sus virtudes y si ella le honra con su saludo
dulcísimo le vuelve tan modesto, tan honrado y tan bueno,
que llega hasta perder el recuerdo de los que lo ofendieron."Y Dios ha concedido una gracia particular a mi Dama:la persona que le dirige la palabra no puede tener mal fin".Esta noche, hace dos meses de la noche del Interlaken; a estas horas ya estaba dormido, bajo la influencia del cloral. Es curiosa la historia de los sesenta días que han pasado desde la hora del encuentro.
Se fueron los primeros diez en formalizar la venta de las minas de Mal Paso, y al terminar el siguiente ya el Banco de Inglaterra me tenía abonadas en cuenta las cien mil libras recibidas como precio, de Morrel y Blundel, sin que esa noche, excitado por la idea de aquel dinero ganado casi sin esfuerzo, me sugieran la imaginación ni los sentidos una sola idea de placeres qué buscar ni de emociones ardientes qué obtener con ese oro que podía transformarse en sensuales locuras. Retirado en mi casita cuyos balcones tienen vista sobre Hyde Park, y donde los tapiceros instalaron rápidamente los mobiliarios y obras de arte que me rodeaban en París, he dividido mi tiempo entre un trabajo que estoy haciendo en el Foreign Office, las visitas a los invernáculos de más fama y una serie de estudios nuevos emprendidos aquí, en la quietud de mi escritorio, con dos profesores de renombre.
Mis derroches de la temporada no alcanzan a mil libras; setecientas, pagadas por un cuadro de Sir Edward Burne Jones y las doscientas y pico de una cuenta del librero, cubierta ayer: No he puesto los pies en un salón a pesar de que los Lorenzana, Roberto Blundel y Camilo Mendoza, nuestro gran estadista que vive en Richmond, me han visitado con insistencia. No he pisado un restaurante ni un teatro, y mis paseos a pie se han dirigido de preferencia hacia los barrios, silenciosos de la burguesía acomodada, donde las amplias calles, veladas por las nieblas de otoño extienden, a la hora del crepúsculo, la monotonía de sus mansiones tranquilas, separadas de la vía pública por las verduras de los jardincillos que anteceden sus fachadas.
Por ellas cuántas veces he andado a esa hora -paseante ingenuo y un poco desprendido de sí mismo para sorprender el alma británica en sus sencillas manifestaciones exteriores- y me he detenido cuando por la ventana de guillotina de algún balcón entreabierto adivino, al través de los vidrios, la luz de la lámpara que alumbra la velada familiar, de una lámpara cuya luz cae sobre la amplia mesa de oscura carpeta cerca de la cual se sentarán la vieja de antiparras, papalina y peluquín, cantada por Pombo, el grueso inglesote colorado y flemático, que lee el Tit-Bits y contempla carcajeándose las caricaturas de Punch, y las dos misses rubias y frescas de ojos verdosos, con el visitante vestido del inevitable smoking, para tomar el eterno té tibio, desvirtuado por la leche abundante; la infusión insípida en que la vieja y pudibunda Albion ha convertido el nervioso licor que en la tierra nativa apuran los mandarines vestidos de seda rosada y las risueñas mousmés de oblicuos ojos, en diminutas tazas de frágil porcelana delgada como una cáscara de huevo, que lucen ramos de crisantemos, doradas medias lunas, hieráticas grullas e inverosímiles pagodas.
Otras veces para buscar el contraste, envuelto en oscuro ulster que oculta el vestido, recorro el horror de los barrios pobres, llenos de seres degradados y oscuros, poblados de mendigos y donde la bruma otoñal ahoga la escasa luz rojiza de los faroles de petróleo, para entrever, tras de las grasientas vidrieras de algún tienducho lleno de restos de cosas que fueron, la cara afilada y hambrienta de algún judío que parece salido de un ghetto de la Edad Media y en el fondo de las tabernas hediondas a venenoso brandy y a cervezas nauseabundas, siniestros perfiles de rufianes, arrugadas facies de viejas proxenetas y caras marchitas de chicuelas desvergonzadas, carroídas ya por el vicio, y que tienen todavía aire de inocencia no destruida por la incesante venta de sus pobres caricias inhábiles.
¡Flota sobre mi espíritu el melancólico recogimiento del otoño, de sus follajes quemados y enrojecidos por el frío, de los nubarrones corizos y violáceos de sus crepúsculos, del olor a nidos abandonados y a cloroformo de las hojas que se desprenden de las ramas, y revolotean en el aire húmedo, bajo los rayos enfermizos del sol de octubre, que apenas las calientan, para caer al suelo y esperar allí, podridas y negras, la soledad del invierno helado y las frescas sinfonías de la primavera!
Por la noche me envuelve una pereza del cuerpo que me hace sonreír si al entrar al cuarto de vestirme veo el negro frac, los brodequines de charol, la resplandeciente camisa, los calcetines de seda, los pañuelos de batista, los guantes blancos y las gardenias para el ojal, puestas en vasitos de electroplata, que Francisco, mi viejo criado, prepara cuidadosamente, sin consultarme, y extiende sobre un diván bajo, frente al enorme espejo claro, enmarcado de bronce, en previsión de una salida mundana. Me sonrío y visto amplio vestido de franela; friolento, hago encender la chimenea cuyo suave calor neutraliza la temperatura que anuncia un invierno rigurosísimo, y con las piernas envueltas en la eterna manta sevillana compañera de mis viajes y aspirando el humo opiado y aromático de un cigarrillo de Oriente, me siento cerca al fuego para contemplar los derrumbes de negros castillos que forjan los troncos carbonizados, el rojo de las cavernas de fuego, donde arden los tizones y los incendios azules de las lengüetas de llama. Horas de infinito recogimiento en que medito en el plan que ha de inmortalizar mi memoria, lecturas de Shakespeare y de Milton, en el silencio de las madrugadas insomnes, ¡cuán lejos estáis del brutalismo gozador de mis noches parisienses en que tras de una cena de langosta a la americana y champañaextra dry, la alcoba de la Orloff oía mis gritos de salvaje voluptuosidad y su cuerpo delicado se lastimaba estrujado por mis manos gozadoras!...
Enrique Lorenzana, el socio de Botwell, con quien estuve en Ginebra, vino aquí anoche y me dijo al entrar y verme: - "Eres otro hombre del que vi en Suiza; ¡estás rosado y fresco como una miss y se te ríen los ojos!...".Ya lo creo que soy otro hombre... ¡Si no llevara en el fondo del alma la incurable nostalgia de las pupilas azules, si supiera cómo encontrarla, cuán feliz sería al sentirme regenerado por ella!
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De Sobremesa - José Asunción Silva
PoésieTexto completo de la novela de José Asunción Silva que apareció póstumamente en 1925