Capítulo 21

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Sabrina permanecía sentada en el banco de aquella plaza que ya era su amiga.

Observaba todo con muchísima atención, con minucioso cuidado de no perderse detalle alguno de todas las cosas hermosas que se ven a diario, a simple vista.

¡Dichosos los que lo saben!

Estuvo observando al sol entre las hojas de los árboles un par de minutos, hasta que pareció encontrar respuestas ya que sus ojos se tiñeron de gris.

Ni la lógica, ni la razón logran conectar o relacionar esas pequeñas cosas con las respuestas de la existencia.

La propia existencia en un mundo de hadas, dragones, luchas sangrientas, fracasos y victorias, valentía que no se ve con la ambición ni la fantasía de cuentos lejanos. La propia existencia que se ve a simple vista en las cosas hermosas.

¡Dichosos los que lo saben!

Así, sin conexión lógica o racional descubierta, Sabrina sintió la necesidad de volver a conocerse, a hacer una pausa en su vida cotidiana, para organizar sus deseos, sus planes.

Sintió confusión y desolación por verse tan cambiada a lo que había sido.

Desde su juventud muy temprana no había hecho otra cosa que pelear por cambiar el mundo y alejar la palabra injusticia y odio para atraer la libertad y la igualdad.

Nada la hacía llorar más que un niño sin ilusiones o un hombre sin dignidad.

Recorrió la historia del país. Una historia fundada sobre los cimientos de la traición y el egoísmo personal, basado en la distribución de mucho para pocos y poco para muchos.

Cuanto más se encontraba, más le dolía saber que poco a poco todo eso quedaba sólo en un intento (fallido, y no tan fallido).

¿Será que esa omnipotencia que los adolescentes tienen sobre la muerte, con los años se acaba y nos vuelve más humanos? ¿Y ser humanos significa ser egocéntricos, egoístas?

Todos esos sueños de un mundo mejor debieron competir o sencillamente darle lugar a los horarios de trabajo, a la responsabilidad, a cumplir con las pautas y reglas de vida que la sociedad nos pone enfrente sin darle siquiera la posibilidad a los cuestionamientos (tener hijos, festejar cumpleaños, educarse, morir...)

Sabrina, quién clavaba su mirada en el suelo a cada minuto, se preguntó su todo eso podía recuperarlo.

Sabía que poseía la gran oportunidad de expresarse en el periódico y que sería leída por mucha gente con esas mismas ganas.

No es lo peor no tener que comer, pasar frío, ser ignorado, discriminado, abandonado.

Aunque cueste reconocerlo o apenas imaginarlo, hay algo mucho peor que eso.

Creer que lo merece.

Perder la dignidad.

Eso es peor.

Entonces justifico al menos un poco el no querer dirigirse a la gente, sino a esos desamparados. Convencerlos de que no valen poco, ni más ni menos que nadie.

El canto de los pájaros le revelaban el secreto.

Poco a poco, muy pero muy poco a poco, recordaba la personalidad que tanto deseaba. Su propia personalidad. Su verdadero rol en lo Absoluto.

Como todos los que a veces perdemos el rumbo, como los que a veces nos sentimos varados en la nada, sin nada adelante, sin nada atrás ni a los costados. Donde todo es silencio y oscuridad y en vez de buscar una señal, una revelación de la vida hacia la nuestra, cerramos los ojos afligidos, angustiados, pretendiendo que conocernos en encontrar esa personalidad tan fácil, como esa gente que no es más que uno mas nos cuenta sonriente que es.

Por eso Sabrina estaba sí. Porque quería su verdadero rol en lo Absoluto.

No quería ser uno más sin dejar huellas de su paso por lo que ahora vemos a nuestro alrededor. Lo que ahora vemos y lo que sentimos.

Dejar huellas aunque no podamos ser testigos de eso.

Lo existencial.

Esa precisamente esa necesidad de encontrarse lo que la alejaría del olvido. Ese es el plan divino. No un retrato.

Y Sebastián en el medio. Como si él fuese el pasaporte, el puente entre lo perdido y lo deseado. El puente que debiera cruzar.

Como si él fuese lo que le devolvería las ganas de pelear por el mundo, peleando por él.

Entonces lo supo.

Lo supo por una fantástica percepción. Ese sentido que sólo tienen las personas que se encuentran.

Ya no podría hacer nada sin Sebastián.

No sentía ese amor que nos llega a través de las poesías, por la búsqueda de placer, por el sentirse acompañado, por no sentirse solo, por cumplir con las normas preestablecidas por los hombres acerca de la vida.

Sólo había un poco de ese amor.

La otra gran parte de sus sueños se veía reflejada en la vida misma.

La Vida Misma.

Eso que la creación y la naturaleza llaman Dios. Ese poder tan real y tan confuso a la vez. Ese poder que desde ningún punto de vista es material. Ni siquiera desde la institucionalidad.

El verdadero amor. El amor de las almas. El amor al que llegan las personas encontradas. El amor que salva al mundo porque con ese amor todo será mejor. El egoísmo es vencido y la lucha comienza a tener sentido.

Los párpados de Sabrina se cerraban lentamente y muy seguido.

¿Por qué será que a través de los ojos nos llegan también esas percepciones que solo algunos humanos logran adquirir?

¡Dichosos aquellos que lo saben!

¡Dichosos aquellos que lo viven!

Sabrina se enfrentaría al dolor de Sebastián, sin la menos idea de lo que significaría, sin la menos intención de convencerlo de nada, con total inconsciencia de todo lo que ya sabía.

Con el respaldo de la fuerza con la que dos almas gemelas se atraen bajo la indescriptible influencia del Verdadero Amor.

Como si el tiempo se desplazase sobre la tierra, Sebastián, sin saberlo, llegó a las mismas conclusiones que Sabrina.

Sin saberlo.

Al menos por ahora, sin saberlo.o

El último retratoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora