XXII

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Pasó todo el verano sin que se me ocurriera nada.


En marzo tendría la respuesta.


Nosotros volvimos del campo una semana antes de las clases, lo primero que hice al


llegar fue llamar a Mariano. Quería que me contara cómo le había ido en sus


vacaciones y con María Eugenia. Llamé varias veces a su casa y nunca pude dar con


él, tampoco contestó a mis llamados. Eso me extrañó muchísimo. Habitualmente,


después del colegio, nos hablábamos por teléfono, rara vez no lo hacíamos. Y esa vez


que hacía tres meses que no nos veíamos, no me contestaba.


No encontraba explicación, pero esa semana mi madre me pidió que la ayudara con la


casa, y con el jardín, su obsesión, que después de tanta ausencia suya estaba


bastante deteriorado, y creí que a Mariano podía sucederle algo similar.


Esperaba el primer día de clases con ansia, eran tantas las cosas que tenía para


contarle.


Llegué muy temprano al colegio y me quedé en la puerta esperándolo. Lo vi llegar,


desde lejos, de la mano de María Eugenia, y me alegré por él. Cuando llegó a mi lado


me saludó con un "hola" frío e impersonal. Pasó caminando casi sin mirarme y fue a


buscar un lugar al lado de María Eugenia.


Todos mis compañeros estaban extrañados, nos habíamos sentados juntos todos los


años anteriores y ahora yo me sentaba solo, a tres bancos de distancia. Me evitó en


todos los recreos. Yo no salía de mi asombro. Hasta que me di cuenta de que me


estaba haciendo pagar "mi culpa".


Yo era el hermano del sidoso.

* * *

Al volver a mi casa me encerré en mi cuarto a llorar toda la tarde. Esa iba a ser la


primera de las muchas muestras de intolerancia que recibiría durante lo que le


quedaba de vida a Ezequiel.


No podía entender la actitud de Mariano, y no tenía el valor de ir a pedirle


explicaciones. En los entrenamientos y en educación física, evitaba tocarme. El hecho


de pensar que lo vería ignorarme durante todo el año escolar, los entrenamientos de


rugby y el colegio secundario (en el colegio que habían estudiado nuestras familias


desde el jardín de infantes hasta el secundario, nuestros padres formaban parte de la


asociación de ex-alumnos) me partía el alma.


Mariano había sido mi único amigo desde que tenía memoria, había sido mi confidente


y yo el suyo. Que ahora me diera la espalda era algo que no podía comprender. Me


sentía solo.


Definitivamente solo.


Las primeras semanas de clase se me hicieron eternas, el hecho de pensar en estar


sentado solo, y pasar los recreos sin Mariano me angustiaba profundamente. En mi


casa me preguntaban qué pasaba con Mariano que ya no venía como antes, y yo lo explicaba gracias a su relación con María Eugenia.


A principios de abril logré sobreponerme a la situación y armarme una coraza para


que pareciera que no me importara. Los demás chicos de la clase nos habían


preguntado que había pasado entre nosotros, y los dos, cada uno por su lado


contestamos lo mismo, que nos habíamos peleado. Debo reconocer que en ese


momento, a pesar de que sabía cómo había impactado en él la enfermedad de


Ezequiel, a tal punto de terminar nuestra relación, valoré ese pequeño gesto, que


entendí como un homenaje a lo que había sido nuestra amistad, no revelar los


verdaderos motivos de la distancia.


Con el tiempo comprendí que no me hacía ningún favor, que no debía agradecerle


nada, que la enfermedad de Ezequiel no era algo vergonzante. Pero a esa edad y con


el sentimiento de soledad que experimentaba, no lo hubiese resistido.

* * *

Gracias a eso tomé la mejor decisión, la más adulta que he tomado en mi vida.


Cambiarme de colegio.


Decidí ir al Nacional Buenos Aires, el único colegio lo suficientemente prestigioso,


además del que iba, que mi familia toleraría.


Convencer a mi padre me costó mucho, pero su padre había egresado de allí, con


medalla de oro, y parte del prestigio familiar había pasado por sus aulas. Después de


semanas de súplicas y argumentaciones, logré convencerlo; y nos pusimos a buscar el


mejor instituto para preparar mi examen de ingreso.


Mi padre me advirtió que el ingreso era serio, que era mucho lo que había en juego,


mucho lo que estudiar, que tendría que dejar rugby (que era una de las cosas que yo


quería, un lugar donde evitar a Mariano) y que no toleraría "bajo ningún concepto" mi


fracaso.


Encontramos el instituto, el mejor, el más caro, (para mi padre esos dos conceptos


son sinónimos), y me inscribí.


El instituto quedaba a cinco minutos de viaje de la casa de Ezequiel.

Los Ojos Del Perro SiberianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora